Hace 26 años, el 5 de agosto de 1994, el Malecón de la capital cubana presenció lo que desde muchas décadas atrás no ocurría en la isla comunista: una revuelta popular.
“Era viernes”, relató a Radio Televisión Martí el periodista independiente, Julio Aleaga Pesant, entonces publicista de la Corporación Gaviota. “A las dos de la tarde, el lada blanco de Gaviota me recogió. El calor era sofocante, el aire caliente y pegajoso. El auto se incorporó a la Avenida Malecón. En la intersección con 23, tuvo que disminuir la velocidad: Miles de personas estaban agolpadas hasta donde se perdía la vista. Cuerpos semidesnudos y famélicos circulaban por la acera y la vía. Muchos en bicicletas. En el Torreón de San Lázaro, la muchedumbre se multiplicó. El chofer sonó el claxon varias veces, sin resultado. No se inmutaban. Había niños y mujeres, entre el gentío. El carro rodaba al paso de los caminantes”.
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La tirantez por las carencias del llamado Período Especial aumentó después que los Guardafronteras interceptaran cuatro embarcaciones que pretendían llegar a Estados Unidos. Un rumor se esparció en las barriadas: el Gobierno permitiría la entrada de barcos desde la Florida para buscar a los familiares en Cuba tal como sucedió en 1980 con el éxodo del Mariel.
“Al terminar la reunión en el restaurante ‘Los doce apóstoles’ montamos en el automóvil, y al cruzar el túnel el panorama era inaudito. Las personas corrían por doquier, dos patrullas policiales habían sido lapidadas. A la derecha, por Avenida del Puerto, la policía antimotines avanzaba sobre la gente”, destacó Aleaga.
Vladimir Calderón Frías, asilado actualmente en Asunción, Paraguay, recuerda: “Yo vivía en Centro Habana. Se regó como pólvora que una protesta había detonado después que muchos habaneros se concentraran en el muelle de la lancha de Regla para esperar los barcos que iban a llegar desde Estados Unidos. La policía y las tropas de choque tenían rodeado el lugar pero los vecinos continuaron dirigiéndose al Malecón”.
Poco a poco el desengaño se apoderó de la gente al darse cuenta que no los iban a dejar salir y lo que al principio era sólo una esperanza de escape se convirtió en un alzamiento popular.
“Junto a Reynaldo Hernández y Bárbaro Lavastida del Consejo Unitario de Trabajadores Cubanos, y cientos de personas enardecidas, avanzamos hasta Neptuno, nos incorporamos a Lealtad y caminamos todo el Malecón hasta el hotel Deauville, gritando ‘Libertad’, ‘Abajo el comunismo’, ‘Abajo Fidel’, tirando contenedores de basura. La mayoría éramos muy jóvenes. Yo ya estaba vinculado al sindicalismo independiente desde hacía cinco años”, acotó orgulloso Calderón Frías.
La espontánea concentración se esparció por barrios de Prado y Santo Ángel de La Habana Vieja y Colón, San Leopoldo y Jesús María, de Centro Habana. Los participantes, impulsados por la ira y las penalidades, rompieron a su paso escaparates de tiendas en dólares y ventanales de negocios estatales.
“En Neptuno vi que habían roto las vidrieras de la tienda ‘Miami’ y de la que estaba al lado, que vendían en dólares calzados de marca. Se habían llevado todos los tenis”.
Horas más tarde la prensa oficial informó que se habían producido disturbios y acciones vandálicas por parte de elementos delincuenciales que querían robar y destruir las “tiendas del pueblo”.
“Llegamos al hotel Deauville, ubicado en donde confluyen las calles Galiano y Malecón, y vi que había unos camiones de la PNR y el ejército atravesados en la avenida del Malecón. Un militar vestido de verde subió un poco la capota de uno de los vehículos y pudimos ver el cañón de una sub ametralladora calibre 50. Poco rato después llegaron los contingentes Blas Roca. Traían consigo, tubos y una especie de fuetes y repartían golpes en la cara, las piernas en cualquier parte del cuerpo, tanto a mujeres como a hombres. Los manifestantes nos defendimos con lo que encontramos, pedazos de concreto, palos, cabillas, piedras. Hubo muchos lesionados de los dos bandos, a un hombre del Blas Roca le dieron un tubazo en la sien que le sacaron de orbita un ojo. Los enfrentamientos fueron violentos”.
“En otras partes dicen que dispararon tiros al aire, yo no los oí donde estaba”, aclaró Calderón Frías.
Decenas de camiones del ejército y jeeps con ametralladoras se apostaron en las zonas donde ocurrían las protestas.
“Siempre que recuerdo ese día me vienen a la memoria unos fortísimos golpes en la puerta de mi casa que me despertaron. Cuando abrí me encontré del otro lado a mi amigo el escritor Ernesto Santana quien me dijo ‘se está cayendo el comunismo y tú durmiendo’, rememoró el ahora corresponsal de Cubanet, Jorge Ángel Pérez.
“Fue entonces cuando escuché los helicópteros que sobrevolaban la ciudad. Sonó el teléfono de casa. Respondí. Era mi madre que también oyó los chillidos de la multitud y las avionetas”, dijo.
“Afuera, en la esquina de mi casa, había una bronca enorme entre una mulata alta y voluptuosa que estaba discutiendo con un militar vecino nuestro. Creo que era coronel. El, por supuesto, defendiendo a la Revolución y la mujer asegurando que se había caído el comunismo y vociferando ‘Abajo Fidel’. Le costó la cárcel”, apuntó Pérez.
“Cuando Santana y yo llegamos al Malecón vimos la dimensión que tenía todo aquello. Era mucha gente gritando, desafiando, libre, resuelta. Luego empezaron a arribar camiones que bajaban hombres vestidos de civil que golpeaban a todo el mundo y, algo después, vimos pasar a Fidel Castro en un jeep”, dijo
El alzamiento popular se prolongó durante varias horas. Castro se trasladó hasta la zona y pronunció un discurso donde llamó al pueblo a «derrotar a los apátridas» y acusó a los Estados Unidos de intentar «provocar un baño de sangre».
Aquellos, que hasta ese momento, habían estado gritando contra él, imbuidos de miedo, comenzaron a aplaudir y gritar "Viva Fidel", junto con centenares de movilizados por el gobierno, que desfilaron por el Paseo del Prado gritando consignas revolucionarias, con carteles y bates de aluminio en sus manos.
Después de las protestas, más de 35,000 cubanos abandonaron la isla en lo que se le llamó la Crisis de los Balseros. El presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton, promulgó la política de pies mojados y pies secos en 1995 como reacción a la masiva emigración.