Mi colega Juan Juan Almeida ha escrito otra diatriba contra los que gritan a voz en cuello que pedir permiso a quien te botó de casa es un acto de humillación. Lo ha hecho escudado en el regreso del bolerista Pancho Céspedes bajo la invitación oficialista que le ha extendido su colega Leo Brouwer.
Almeida Jr. desenfunda el fárrago de que estamos confundidos “entre la vida real y las noticias”, que “perseverar no es sinónimo de sumisión…” y califica de sinsentido el hecho de que los exiliados cubanos no les insistamos demasiado a quienes nos expulsaron de ese país que Pancho Céspedes gozará luego de un permiso del gobierno castrense, que a estas alturas del siglo XXI, y ante la exigua lista de dictaduras militares, adquiere la connotación de ‘Castrista’.
La polémica desatada semanas atrás entre el entrañable Paquito de Rivera y quienes defienden el acto de poner la cara ante la bota militar de La Habana (a ver si no les dan el cachetazo) volvió a sacar los trapos al sol del exilio cubano, un hecho puramente democrático y saludable para cualquier ser humano.
Estoy en contra de quienes argumentan que los trapos se lavan en casa: sencillamente los cubanos no lo podemos hacer porque no tenemos casa, o porque está ocupada hace más de medio siglo por una banda de facinerosos que se creen dueños de la isla que casi todos extrañamos. Grande Estados Unidos que permite lo hagamos aquí… y a la cubana.
No creo que exista voluntad por parte de quienes desde un Palacio en La Habana usan el intercambio cultural con una talanquera en el Aeropuerto Internacional José Martí o la Sección de Intereses en Washington. A estas alturas la única posibilidad que deja el aparato castrista es que los artistas y escritores pidamos permiso para regresar al país que nos vio nacer, y no en mi caso, pero obligaría a muchos de mis paisanos en el exilio, en todos los exilios, a pedirle permiso a militares y funcionarios que no habían nacido cuando ellos se vieron obligados a salir de Cuba.
Los rancheadores
En el artículo que Almeida Jr. publicó en Martí Noticias refiere unas gestiones que hizo (por ser hijo de un comandante guerrillero) junto a su padre para que Céspedes cantara en público hace unos años en Cuba. A la solicitud del bolerista Juan Juan le llama ‘perseverancia’ e insiste en que lo consideremos “una obsesión contagiosa” (pero no cita a los contagiados, ni falta que le hace).
La lógica de quienes defienden el término “intercambio cultural’ parece ser la de insistir en el regreso sin mirar a las causas que motivaron la partida. En ese sentido el hijo músico de Ramiro Valdés pudiera hacer las veces de traductor entre los pianistas exiliados y las malas pulgas de su padre, un pistolero con buena puntería y al que no le salen las guarachas como al fallecido Juan Almeida, pero sí los decretos militares y los cuños de Prohibición definitiva de entrada al país.
Una parte del estado de opinión defiende a mordida una avalancha de artistas cubanos frente a los consulados rogando ser recibidos en La Habana, y con ellos a miles de cubanos más, pues si no lo habían pensado estos estrategas, no hay hecho cultural sin público para aplaudir.
De la manera que nos quieren vender el cacareado intercambio parece una brigada artística de montaña que regresa a los campamentos de cortadores de caña o zonas devastadas por un ciclón y que sólo lo puede hacer para un público escogido por los que controlan la zona de desastre.
El venidero 27 de septiembre Pancho Céspedes cantará (o no) “La vida loca” en el teatro “Karl Marx” de La Habana, así “responde” a una invitación del guitarrista Leo Brouwer en la inauguración del VI Festival de Música de Cámara. Almeida Jr. y sus seguidores creen que dedicará “un pensamiento para quienes usurpan el trono de la isla: aquí estoy, lo logré”, dirá Céspedes (piensa JJ). Yo no lo creo, es más, resulta infantil lanzarle trompetillas (desde su “pensamiento”) a quienes hacen presencia física y le han puesto rostro, nombre, cuño y firma a cada acto represivo que han cometido, sin sonrojarse.
En una telenovela cubana un negro esclavo escapa de los barracones, huye al monte machete en mano, pero al ser capturado por los rancheadores lo obligaban a cargar un peñasco y cantar encadenado a pies y manos: “Yo soy Juan Calesero, el que le levantó la mano a su amo…”.
Este artículo fue publicado originalmente en el blog Cruzar las alambradas el día 16 de septiembre de 2014.