El aliento del polvo

"Tarahumaras", fotografía de Pedro Tzontémoc (México,1964). Se publica por cortesía suya y de la revista Artes de México.

El autor reconoce en el polvo una presencia humana y hasta familiar
. A Marta Agudo


El polvo atrae al polvo. Bastó que la primera pareja regresara a él para que sus descendientes más inmediatos la siguieran, y con ellos y hasta hoy, las sucesivas generaciones. El polvo nos imanta aunque lo sacudamos de nuestros hogares, lo cepillemos de nuestro calzado, lo espantemos a escobazos de nuestros portales o le arrojemos agua si cubre nuestros vehículos y aceras, como si más que polvo fuera gato meón y camorrista.

Tarahumaras, detalle.

El polvo está lleno de nosotros pero preferimos no darnos por enterados. Nos deshacemos en células muertas que luego de flotar a nuestro alrededor corren a mezclarse con aquellas que yacen a nuestros pies y, silenciosas, imperceptibles a veces, atisbándonos, nos aguardan.

El placer que experimenta la juventud que visita la playa y juega con la arena húmeda o seca, cubriendo a sus padres y hermanos con ella, levantando castillos o dibujando rostros, amasándola y viéndola adherírsele a las palmas de las manos, responde a una pasión por el polvo que tendrá su apoteosis el día de su muerte, cuando sus restos mortales se sepan a punto de desintegrarse y confundirse con las multitudes que les han precedido y a las que no hay por qué imaginar desprovistas de conciencia.

​El reencuentro, entre el polvo, con seres queridos difuntos y personas a quienes no alcanzamos a conocer y admiramos a través de las noticias que tenemos de ellas, puede ser una de las razones por las cuales no renunciemos a su llamado: entre el polvo cabe la posibilidad de que lo extraño se traduzca en familiaridad, lo remoto en inmediatez, y el diálogo imposible, en plática entrañable.

La atracción por el polvo es de origen sagrado: Dios recurrió a él a la hora de crear al hombre, quién sabe si ávido de compartir un destino similar, de ser polvo entre el polvo Él también, y no mera abstracción inaccesible a los sentidos de la más allegada de sus criaturas. Jesús encarnó ese anhelo.

Los niños aficionados a hundir las manos en el lodo y embarrarse el rostro con él no deberían ser reprendidos por sus mayores. De haber sido niño y haber sido privado de la oportunidad de amasar el polvo es probable que Dios no hubiera alcanzado a crear al hombre, y nadie, por consecuencia, a dar testimonio de su existencia. Que Dios escogiera el polvo para ofrecer el único calco de sí mismo autenticado por la Biblia revela hasta qué punto esa infinidad de partículas de tierra seca se le antojaba afín a su naturaleza última. Nada más leve que el polvo: al primer golpe de viento se endereza y desplaza, cobra forma y se desvanece, como Él mismo en la fe o la duda de quienes no descartan su existencia.

El polvo atrae al polvo, y los textos que sobre él se han escrito atraen otros textos que hablan de él:
Si el hombre es polvo,
esos que andan por el llano
son hombres.
Octavio Paz
​Los párrafos anteriores, éste y los que siguen son parientes de esos versos donde un puñado de tolvaneras sugiere una humanidad desencarnada o por encarnar, una humanidad trashumante, quién sabe si en busca de sí misma, de su desdoblamiento en formas que aún la eluden, o nostálgica de aquéllas que una vez asumió y de las que fue desprovista.

Tarahumaras, detalle.


Un cable noticioso difundido por la prensa internacional el 18 de abril de 2014, procedente de Nueva Delhi, devuelve al poema de Paz:

Al menos dieciocho personas murieron y otras tantas resultaron heridas por una tormenta de polvo que sacudió anoche varias zonas del estado septentrional hindú de Uttar Pradesh. Los vientos, que alcanzaron una velocidad de 75 kilómetros por hora, dañaron numerosas edificaciones, causando la muerte de tres personas en la capital regional, Lucknow; dos, en Kasganj; once, en Jalaun, y otras dos en Faizabad. Todas las muertes ocurrieron en un radio de unos 200 kilómetros, entre ellas la de un niño de dos años, que falleció cuando uno de los muros de su escuela se derrumbó sobre él.

Ignoro los avatares sociopolíticos de la región pero no descarto la posibilidad de que esa tormenta haya sido la embestida de una multitud hostil a sus vecinos actuales; de una multitud pulverizada por la muerte e iracunda por el desplazamiento de que fuera víctima por parte de los vivos.

El 23 de septiembre de 2009, un cable procedente de Sidney dio cuenta de un fenómeno similar:

Sidney, la mayor ciudad de Australia, ha amanecido este miércoles invadida por una densa nube de polvo amarillento. Una gran tormenta de arena, procedente del desierto del interior del país, ha paralizado la actividad a primera hora de la mañana. El fenómeno meteorológico --provocado por la sequía que padecen vastas zonas del país-- empezó durante la noche y afectó gran parte del Estado de Nueva Gales del Sur, con vientos superiores a los cien kilómetros por hora. El transporte público quedó suspendido y las autoridades sanitarias emitieron una alerta para que los ciudadanos con problemas respiratorios o de corazón no salgan a la calle. La arena llegó a cubrir desde Newcastle hasta Dubbo y Wollongong, donde las lluvias dejaron un aguacero de lodo.

Un aguacero de gente.

El hombre desintegrado y esparcido se agrupa para reclamar lo que fue suyo, o el que está por ser se impacienta y convoca a otros, en cierne como él, para exigir que se les dote de carne y hueso, solicitando el concurso de la lluvia que, al impregnarlos, casi los dota de una efigie blanda a la que sólo le resta hacerse de una armazón ósea, porque alma ya tiene. El aliento de Dios debe de haber sido húmedo.

El polvo del Sahara que anualmente cruza el Atlántico y se aposenta en América, descendiendo sobre las ciudades más soleadas del Caribe y agrisando el ambiente, es una de las formas más sutiles de emigración adoptadas por el hombre, una vaharada de humanidad harinosa que merece que se le permita avecindársenos o volver a incorporarse para continuar su travesía, y a cuya contemplación vale la pena entregarse. El número más reciente de la revista Artes de México describe la facultad del pueblo tarahumara para “huellear”:

Durante la vigilia y el sueño, el “huellear” es una habilidad recurrente que permite buscar o identificar a las personas. “Huellear” es leer las huellas impresas en el suelo como un texto. Un buen “huelleador” es capaz de reconocer el género del caminante, la edad, el peso y la velocidad de su andar (…)

Amar el polvo, huellear el aire.



NOTA: El autor desea expresar su gratitud a Margarita de Orellana, directora, junto a Alberto Ruy Sánchez, de la revista Artes de México, y al fotógrafo Pedro Tzontémoc por permitirle utilizar las espléndidas imágenes que acompañan este texto y que aparecen en la portada del número más reciente de la revista: “Tarahumaras. El camino, el hilo, la palabra”.