Los que se fueron
Comenzaron a llegar a España en julio de 2010 y no sabían que en ese momento iniciaban otra aventura, la de buscarse la vida en un país extraño, por mucho que se diga que los cubanos venimos de ahí. Pero España, que los acogía en calidad de refugiados políticos, atravesaba por una crisis económica que llega hasta hoy.
Mala suerte; el destierro podía haber sido mejor. Sin embargo, se hizo duro y a ellos los distribuyeron por la geografía española hasta que, con el tiempo, les retiraron las ayudas. Entraron en un panorama que nadie quisiera tener delante. Unos vecinos que nuevamente los miran con malos ojos, porque si en Cuba eran "mercenarios de una potencia extranjera", en la península eran inmigrantes que cobraban de la Seguridad Social, de los impuestos de todos los españoles y eso es sagrado.
Los españoles no se daban por enterados de quiénes eran; en muchos casos no querían enterarse de su pasado. Simplemente se trataba de personas extranjeras –inmigrantes, no desterrados– que llegaban para compartir el pedazo de pastel reseco de la economía maltrecha que había dejado el PSOE.
Cayeron, pues, en manos del PP, el Gobierno anticastrista que no fue quien negoció la salida del país de estos prisioneros de conciencia declarados así por Amnistía Internacional. Pero el PP a la larga se desentendería de ellos; tenían muchas cosas en qué ocuparse; entre otras, maniobrar la opinión pública que cada vez apuntaba más hacia las ayudas a recién llegados.
Terminaron, no todos, en una plaza reclamando al Gobierno la continuidad de un pacto establecido por el ejecutivo anterior. Hay un documental sobre ellos. Se les ve a la intemperie con sus protestas, expuestos a la mirada de esa opinión pública que los puso en tela de juicio.
Claro que muchos, la mayoría del grupo, eran familiares de los presos políticos. El pacto había sido llevarse a sus familiares al destierro. Viajaron ancianos y niños que se ven en el documental de la cineasta Heidi Hassan; se ven haciendo una vida "normal" en un plaza madrileña donde construyeron sus barricadas. Los carteles decían que ellos no salieron en balsas (pateras, sería para los españoles), sino que eran producto de una negociación. El documental se titula Otra isla.
Manual de instrucciones sobre la Primavera Negra
En su libro Hay que quitarse la policía de la cabeza (Ed. Ertigo 2015), el investigador sueco Erik Jennische reconstruye la operación de la policía política cubana que llevó a la cárcel a 75 comunicadores y activistas de la oposición interna, con penas de 20 años o más. El eje de la "cacería de brujas", que tuvo lugar entre los días 18, 19 y 20 de marzo del 2003, fue un agente infiltrado que llegó a trabar amistad con el investigador sueco.
Jennische utiliza a Manuel David Orrio también como centro de su libro, un volumen que ha subtitulado sencillamente "Un reportaje sobre Cuba".
Tiene razón Jennische, Cuba es eso, un Estado totalitario de opresión donde se vigila a las personas por sus ideas políticas, donde cualquiera puede ser un agente y le juega una mala pasada a unos "colegas".
Manuel David Orrio fue destapado luego como agente de la Seguridad del Estado con una hoja de servicio impecable. Todavía escribe columnas en medios digitales procastristas, desde la sombrilla del Gobierno de la isla, para asombro del autor del libro que no puede evitar la desazón mientras intenta narrar cómo fue aquel proceso llamado "Primavera Negra". El proceso se apoyó finalmente en el artículo 91 del Código Penal que prevé incluso la pena de muerte.
Erik Jennische utiliza una ironía muy particular, muy del fenómeno cubano, para poner en blanco sobre negro las "razones" por las que 75 activistas fueron encarcelados para desarticular el flujo de información sobre la realidad cubana hacia el exterior. Él manejó copias de los documentos presentados en el juicio y no acaba de comprender cómo unas personas pueden ir a la cárcel por realizar un reportaje sobre una escuela desconchada, sobre unos comedores escolares mal abastecidos o sobre el "delito" de poseer radios de onda corta.
La lectura del libro deja el saldo de un mundo que podría parecer de ficción, aunque las personas involucradas existen. Unas aceptaron el destierro después de largos meses o años de prisión –un canje que tuvo a la Iglesia Católica y al Gobierno español de José Luis Rodríguez Zapatero como mediadores–, y otras personas, 11 en total, eligieron quedarse en la isla bajo una figura jurídica que no les permitía salir del país, hasta hace unos días que autorizaron a siete de ellos a viajar por una sola vez. Más material para el investigador sueco.
Los que se quedaron
El escritor y periodista Jorge Olivera Castillo llevaba 10 años en la disidencia cuando tocaron a su puerta, aquella mañana de marzo del 2003. A partir de ese momento, y hasta 21 meses después (casi dos años), no vio otra cosa que barrotes, asesinos y gente alienada a su alrededor. En la cárcel, aunque lo solicitó, nunca tuvo una mesa y una silla, comenta con la voz bien clara del otro lado del teléfono, desde La Habana, donde siempre ha vivido.
El 6 de diciembre de 2004 le "otorgaron" una licencia extrapenal por enfermedades que todavía padece. "Son secuelas debido al estrés: problemas digestivos, hipertensión arterial, trastornos con la memoria", dice como si se tratara de algo sencillo. Lo dice resignado, porque sabe que arrastrará con esas dolencias a cualquier lugar que vaya.
Los arrestos fueron coordinados hasta el milímetro. Olivera Castillo estuvo un mes y una semana en una celda tapiada de Villa Marista, el temible centro de interrogatorios de la Seguridad del Estado.
De ahí lo trasladaron al Combinado de Guantánamo, a más de 1.000 kilómetros de su vivienda, y lo internaron en una celda de aislamiento durante nueve meses. Luego pasó a Agüica, la prisión de Colón, provincia de Matanzas.
Las dos son centros penitenciarios de alto rigor donde convivió con reos peligrosos.
De la prisión salieron sus libros Confesiones antes del crepúsculo (poemas, publicado por Bibliotecas Independientes, en Miami) y Huésped del infierno (cuentos cortos, Ed. Aduana Vieja, 2007).
Ahora trabaja con el Pen Club de Escritores Independientes, promocionando literatura "al margen de la ley" y se prepara para asistir a una beca en Harvard, que tenía otorgada desde 2009. La beca se titula Writers at Risk (Escritores en Riesgo).
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¿Cómo ha logrado que lo autoricen a salir? ¿Ha sido Obama?
Olivera Castillo se considera un "optimista moderado". El 22 de febrero último fue llamado a las oficinas de la Dirección Nacional de Emigración y Extranjería para comunicarle que se le ha "permitido" –junto a otros seis de los 11 que quedaron en Cuba con "licencia extrapenal"– viajar al exterior una sola vez.
¿Qué es eso de una sola vez?
Olivera Castillo ríe. Eso tal vez signifique que el Gobierno comunista quiera deshacerse de él, con la esperanza de que no regrese.
"No estamos tan cerca del final, aunque se abrirán nuevos espacios a largo plazo… El proceso es irreversible", comenta el autor que en 2014 obtuvo el Premio Nacional de Literatura Independiente Gastón Baquero, instaurado por la editorial Neo Club Press, de Miami.
Un escritor pacífico nunca se imagina que terminará en la cárcel con el mismo tratamiento que le dan a los criminales.
"Los días después de los juicios –escribe Erik Jennische en su novela-reportaje sobre Cuba– las organizaciones pro Derechos Humanos del país reunieron las copias de las acusaciones y de los veredictos contra los 75 activistas y las enviaron a los interesados de todas partes del mundo". Una de esas copias llegó a manos del investigador sueco.
Fabio Prieto Llorente, de la Agencia de Prensa Independiente Isla de Pinos, fue uno de los últimos detenidos de la Primavera Negra cubana, el 20 de marzo del 2003. Fue condenado a 20 años de cárcel. Poco antes de ser detenido leyó para Radio Martí el siguiente artículo:
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