Probablemente el Estrecho de la Florida es el cementerio marino más grande del mundo. No hay cifras concretas de los niños, jóvenes, adultos y ancianos que yacen bajo sus turbulentas aguas.
Es como jugar a una ruleta rusa. Aunque los números aterran -uno de cada tres balseros es merienda de tiburones- mucha gente en Cuba se toma el asunto con una ligereza que provoca escalofrío.
Probablemente el Estrecho de la Florida es el cementerio marino más grande del mundo. No hay cifras concretas de los niños, jóvenes, adultos y ancianos que yacen bajo sus turbulentas aguas.
Es un drama humano con evidentes tintes políticos. El régimen quiere contar la historia a su manera. La gente se va de la isla, dicen, alentada por la Ley de Ajuste que otorga residencia automática a los cubanos que pisen suelo estadounidense.
Es cierto. La frivolidad de la política estadounidense de pies secos, pies mojados parece un juego macabro. Si un guardacostas gringo te atrapa en altamar, te devuelven a Cuba. Si logras tocar tierra, te ganas la lotería.
Aunque absurda, la cuota de responsabilidad moral sigue recayendo en la autocracia verde olivo. Solo el desespero, falta de futuro y agobio económico puede impulsar a una persona a planificar esa peligrosa travesía marina.
La gente se marcha porque en Cuba las cosas andan mal. Aquéllos que no tienen parientes en Estados Unidos o se dilatan sus trámites de reunificación familiar, se juegan su futuro en una balsa.
Les cuento una historia de balseros que ha acontecido en mi barrio. Desde las navidades de 2013, Gregorio (nombre cambiado) estaba persuadiendo a parientes y amigos dispuestos a cambiar su destino en una aventura marina.
Después que en 1994 el régimen de Fidel Castro despenalizara las salidas ilegales hacia el Norte, los futuros balseros traman sus proyectos sin demasiada discreción.
Gregorio andaba obsesionado con la idea de marcharse del país. Parte de su familia reside en Miami. Lleva años haciendo trámites legales y sacando cuentas: no quiere llegar a la Florida cuando tenga 60 años. Buscar aliados para semejante empresa no es difícil en Cuba. Jóvenes sin futuro sobran en cualquier rincón de la isla. Una prioridad: fichar a personas con conocimientos náuticos.
Tipos con experiencia fallidas en otros intentos. Gente con plata para construir una embarcación lo más segura posible. El tráfico humano desde Cuba hacia Estados Unidos es un negocio boyante. Pero todos no pueden pagar los 10 mil dólares que vale un boleto. Hay varios tipos de inmigrantes. Están los que apuestan por cruzar fronteras terrestres, saltando de una nación a otra en largas y peligrosas marchas desde Ecuador, o pagarle al contado a un coyote mexicano para que te ponga al otro lado de la frontera.
Luego están los balseros. Según José, “somos los los que andamos más desesperados. Tengo socios que lo han intentado media docena de veces. Si son atrapados por los guardafronteras cubanos o estadounidense, siempre lo vuelven a intentar. Muchos se han convertidos en viejos lobos de mar”.
Gregorio nunca se había tirado. Luego de reclutar doce socios (cada cual aportó algo, uno vendió un auto Moskovich, otro, dos ordenadores HP), contactaron a un hombre experto en diseñar embarcaciones marinas. La faena no es barata. Un motor potente y confiable no baja de 4 mil o 5 mil dólares en el mercado negro. Adquirieron tres GPS para una posible localización, además de otros enseres.
Se fueron sumando amigos a la aventura. En abril de 2014 eran 22 personas. Gregorio puso sobre aviso a familiares y amigos que tienen yates en Miami, para en un momento dado, si recalaban en un cayo, los remolcaran hasta la costa.
El GPS es fundamental. El patrón de la embarcación artesanal debía ser cinco estrellas. Optaron por un ex mecánico de un buque mercante que fanfarroneaba conocer pasadizos fluviales recónditos de los cayeríos floridanos.
Antes de la partida, a las 2 y 30 de la madrugada del miércoles 23 de abril, se despidieron de allegados con un par de litros de whisky barato. Llevaban comida y agua suficiente para dos semanas en caso de naufragio. Un tablero de ajedrez, barajas españolas y un juego de dominó. Como si en vez de una arriesgada travesía marina fueran a un sosegado safari.
La familia en La Habana rastreaba por la ilegal antena de cable noticias frescas en los canales televisivos miamenses. Al parecer, el mediodía del viernes llegaban buenas nuevas.
La madre de uno de los balseros llamó a sus parientes para contarle que en el Canal 23 había visto una noticia sobre la supuesta embarcación donde viajaba su hijo. El rumor se expandió como fuego en el bosque. La familia de Miami de los balseros llamó a Krome y otros centros de detención de inmigrantes en la Florida.
No se pudo confirmar el suceso. Recorrieron hospitales y oficinas de guardacostas. Nadie sabía nada de los balseros. Comenzó a cundir el pánico.
Sus familiares en Cuba llaman insistentemente a los móviles de los balseros. De momento, la única señal es una lacónica respuesta de una voz grabada que dice: "El número que usted llama está apagado o fuera del área de cobertura".
Vecinos y amigos tratan de insuflarles aliento a los parientes de los balseros. "Un tío mío estuvo doce días en altamar hasta que recaló en Cayo Hueso". O, "hay que esperar, solo llevan 6 días en el mar". Familiares a un lado y otro del Estrecho duermen mal, comen poco y tienen los nervios de punta. Rezan a sus santos y suplican por la vida de los suyos. Cada día que pasa sin noticias es sinónimo de malos augurios. Y es que la muerte de un balsero, por lo general, nadie puede confirmarla.
Probablemente el Estrecho de la Florida es el cementerio marino más grande del mundo. No hay cifras concretas de los niños, jóvenes, adultos y ancianos que yacen bajo sus turbulentas aguas.
Es un drama humano con evidentes tintes políticos. El régimen quiere contar la historia a su manera. La gente se va de la isla, dicen, alentada por la Ley de Ajuste que otorga residencia automática a los cubanos que pisen suelo estadounidense.
Es cierto. La frivolidad de la política estadounidense de pies secos, pies mojados parece un juego macabro. Si un guardacostas gringo te atrapa en altamar, te devuelven a Cuba. Si logras tocar tierra, te ganas la lotería.
Aunque absurda, la cuota de responsabilidad moral sigue recayendo en la autocracia verde olivo. Solo el desespero, falta de futuro y agobio económico puede impulsar a una persona a planificar esa peligrosa travesía marina.
La gente se marcha porque en Cuba las cosas andan mal. Aquéllos que no tienen parientes en Estados Unidos o se dilatan sus trámites de reunificación familiar, se juegan su futuro en una balsa.
Les cuento una historia de balseros que ha acontecido en mi barrio. Desde las navidades de 2013, Gregorio (nombre cambiado) estaba persuadiendo a parientes y amigos dispuestos a cambiar su destino en una aventura marina.
Después que en 1994 el régimen de Fidel Castro despenalizara las salidas ilegales hacia el Norte, los futuros balseros traman sus proyectos sin demasiada discreción.
Gregorio andaba obsesionado con la idea de marcharse del país. Parte de su familia reside en Miami. Lleva años haciendo trámites legales y sacando cuentas: no quiere llegar a la Florida cuando tenga 60 años. Buscar aliados para semejante empresa no es difícil en Cuba. Jóvenes sin futuro sobran en cualquier rincón de la isla. Una prioridad: fichar a personas con conocimientos náuticos.
Tipos con experiencia fallidas en otros intentos. Gente con plata para construir una embarcación lo más segura posible. El tráfico humano desde Cuba hacia Estados Unidos es un negocio boyante. Pero todos no pueden pagar los 10 mil dólares que vale un boleto. Hay varios tipos de inmigrantes. Están los que apuestan por cruzar fronteras terrestres, saltando de una nación a otra en largas y peligrosas marchas desde Ecuador, o pagarle al contado a un coyote mexicano para que te ponga al otro lado de la frontera.
Luego están los balseros. Según José, “somos los los que andamos más desesperados. Tengo socios que lo han intentado media docena de veces. Si son atrapados por los guardafronteras cubanos o estadounidense, siempre lo vuelven a intentar. Muchos se han convertidos en viejos lobos de mar”.
Gregorio nunca se había tirado. Luego de reclutar doce socios (cada cual aportó algo, uno vendió un auto Moskovich, otro, dos ordenadores HP), contactaron a un hombre experto en diseñar embarcaciones marinas. La faena no es barata. Un motor potente y confiable no baja de 4 mil o 5 mil dólares en el mercado negro. Adquirieron tres GPS para una posible localización, además de otros enseres.
Se fueron sumando amigos a la aventura. En abril de 2014 eran 22 personas. Gregorio puso sobre aviso a familiares y amigos que tienen yates en Miami, para en un momento dado, si recalaban en un cayo, los remolcaran hasta la costa.
El GPS es fundamental. El patrón de la embarcación artesanal debía ser cinco estrellas. Optaron por un ex mecánico de un buque mercante que fanfarroneaba conocer pasadizos fluviales recónditos de los cayeríos floridanos.
Antes de la partida, a las 2 y 30 de la madrugada del miércoles 23 de abril, se despidieron de allegados con un par de litros de whisky barato. Llevaban comida y agua suficiente para dos semanas en caso de naufragio. Un tablero de ajedrez, barajas españolas y un juego de dominó. Como si en vez de una arriesgada travesía marina fueran a un sosegado safari.
La familia en La Habana rastreaba por la ilegal antena de cable noticias frescas en los canales televisivos miamenses. Al parecer, el mediodía del viernes llegaban buenas nuevas.
La madre de uno de los balseros llamó a sus parientes para contarle que en el Canal 23 había visto una noticia sobre la supuesta embarcación donde viajaba su hijo. El rumor se expandió como fuego en el bosque. La familia de Miami de los balseros llamó a Krome y otros centros de detención de inmigrantes en la Florida.
No se pudo confirmar el suceso. Recorrieron hospitales y oficinas de guardacostas. Nadie sabía nada de los balseros. Comenzó a cundir el pánico.
Sus familiares en Cuba llaman insistentemente a los móviles de los balseros. De momento, la única señal es una lacónica respuesta de una voz grabada que dice: "El número que usted llama está apagado o fuera del área de cobertura".
Vecinos y amigos tratan de insuflarles aliento a los parientes de los balseros. "Un tío mío estuvo doce días en altamar hasta que recaló en Cayo Hueso". O, "hay que esperar, solo llevan 6 días en el mar". Familiares a un lado y otro del Estrecho duermen mal, comen poco y tienen los nervios de punta. Rezan a sus santos y suplican por la vida de los suyos. Cada día que pasa sin noticias es sinónimo de malos augurios. Y es que la muerte de un balsero, por lo general, nadie puede confirmarla.