El escritor cubano Guillermo Cabrera Infante tuvo una estrecha relación con el cine, no sólo como crítico, sino también como guionista.
Larga y fructÍfera fue la relación de Guillermo Cabrera Infante con el cine, no solo como crítico dotado de elegante estilo y perspicacia irónica, sino también como guionista. Una relación que comenzó, como él mismo confesara, a los 29 días de nacido cuando su madre lo llevó al cine por primera vez. Y que se prolongó en toda la adolescencia y también en la adultez, cuando convirtió el oficio de crítico de cine, en el oficio del siglo XX por convicción. No hay que olvidar que Cabrera Infante nació en 1929, el mismo año en que el cine sonoro destronó al silente, y que la película que su madre lo llevó a “ver” con 29 días de nacido fue “Los cuatro jinetes del Apocalipsis”, protagonizada por Rodolfo Valentino.
Cabrera Infante le confesó a Emir Rodriguez Monegal que había aprendido a escribir más con el cine que con la literatura en sí, y que a los dos años ya podía “leer” una película, y hasta adelantarse al rugido del león de la Metro, en una “imitación regocijante”. Por eso, no resulta nada extraño que aquel niño que había nacido con una pantalla de plata ante los ojos convirtiera al cine en un leit motiv perpetuo. Distracción, arcilla para construir sus libros, trabajo de pan ganar (ya en el exilio) y terapia sanadora (en la época en que sufrió una severa depresión).
Por eso ahora los lectores-cinéfilos, que tenían su obra de crítica cinematográfica dispersa, tienen un doble motivo para celebrar, con la reciente publicación de “El cronista de cine” (Galaxia Gutenberg, 2012): al fin en un solo volumen sus trabajos de amor ganados (por el cine), y aquellos escritos dispersos que no habían sido reunidos antes en libro. Por ejemplo, una entrevista con Marlon Brando, quien había viajado a La Habana de incógnito, y al que Caín sorprendió en su hotel como parte de su oficio.
“En mi pueblo, cuando éramos niños, mi madre nos preguntaba a mi hermano y a mí si preferíamos ir al cine o a comer con una frase festiva: ¿Cine o sardina? Nunca escogimos la sardina”, escribió Guillermo Cabrera Infante en el último libro sobre el séptimo arte que publicara, y que lleva el título, claro, de Cine o Sardina. Y es que el sabía bien, como Truffaut, que un niño nunca responde qué va a ser cuando mayor: va a ser crítico de cine. De ese oficio vivió Cabrera Infante desde que publicó sus primeras reseñas de cine en el Mensuario de Cultura, creado bajo el protectorado de Raúl Roa, director de Cultura en 1948 cuando ganó las elecciones Carlos Prío Socarrás.
En esos primeros escritos empieza a forjar su estilo de “crítico cítrico”, en el que desmenuzaba los filmes con una visión muy particular (la del mirón miope) y que más tarde incluiría juegos de erudición, citas apócrifas, juicios polémicos y destellos de humor hasta entonces ausentes en quienes comentaban películas. “Allí publiqué mis primeras críticas de cine”, le confiesa años más tarde a Danubio Torres Fierro. “Era inevitable que al comenzar yo a escribir, con mi devoción, fanatismo o locura por el cine que todavía me dura, escribiera sobre cine”.
Al año siguiente -1949- mandó una crítica sobre Nido de víboras al concurso del diario El Mundo, que daba como premio una beca para un curso de verano en la Universidad de La Habana. Lo ganó, y aunque no resultó la gran cosa, pudo ver un montón de películas gratis, y conocer a muchachas más interesantes que las del bachillerato, episodio del que da cuenta en “La Habana para un Infante Difunto”.
Pero todavía no había aparecido en el panorama cinematográfico cubano aquel joven crítico de nombre G.Caín -Caincito o Gecito para sus novias- tan odiado como querido, y que debutó en Carteles, cuando Bohemia la compró y nombró director a Antonio Ortega. Ortega encargó al joven Infante, nada difunto, la página de cine, y éste, uniendo las dos sílabas de sus apellidos, creo a su álter ego, evadió la censura, y de paso, aprovechó la milenaria propaganda bíblica del nombre, Caín. (Lo de la censura era porque un año antes había publicado un cuento que contenía “obscenidades” en inglés y se había convertido en persona non grata, tanto para Bohemia, como para la policía, falsamente moralista).
En 1953, G. Caín debutó con su primera crónica de cine, un análisis del año cinematográfico en Cuba. El resto casi es historia, al menos para una generación que creció amamantada con el cine: el mudo, destronado por el hablado, posteriormente con las diosas del musical, los villanos del blanco y negro, y por supuesto, los filmes épicos.
La lengua de Caín era el lenguaje del cine. Y con ese lenguaje (más la materia de la que están hechos los sueños) Caín, Can, Cínico deleitó (y muchas veces, torturó) a sus lectores de Carteles, persiguiendolos lo mismo desde los cines luminosos de estreno, hasta oscuros antros a los que llegaba desde un extremo al otro de La Habana, solo para ver una película perdida. De esa época destacan dos reseñas deslumbrantes: Dorado El Dorado (sobre “La Quimera del Oro”, de Chaplin) y El camino del calvario (donde califica a “La Strada”, de Fellini, como un “poema”). Las críticas de cine hechas en Carteles (de 1953 a 1960 cuando él que llegó y mandó a parar la forzó a cerrar, junto a otras publicaciones) fueron compiladas en 1962, en su segundo y último libro publicado en Cuba, concebido como “una pieza de ficción ligeramente subversiva”. El libro se llamó “Un oficio del siglo XX”, y de él dijo el crítico español José Luis Guarner: “Nunca un libro de cine me había divertido tanto”.
Otros trabajos suyos sobre cine fueron publicados en “Arcadia todas las noches”, de 1978, conferencias sobre grandes directores del cine americano, rescatadas del olvido en forma de ensayos, a sugerencia del escritor Vicente Molina Foix. Orson Welles, Alfred Hitchcock, Howard Hawks, John Houston y Vincent Minelli son diseccionados por Cabrera Infante en ese libro con la lupa de un entomólogo cinéfilo. Habría que esperar hasta 1997, en que apareció Cine o Sardina, para leer otra recopilación de trabajos sobre cine, en la que añadió esta vez, al juicio crítico, una serie de remembranzas autobiográficas con varios de los reseñados a los que tuvo oportunidad de conocer. Así reveló lo que le dijo a la legendaria Mae West, en 1970, en un receso del filme que ella rodaba: “He venido desde Cuba solamente para conocerla”.
Claro que el camino del cine transitado por Cabrera Infante no fue solo del otro lado de la orilla. Episodios menos conocidos lo muestran a finales del sesenta metido de lleno en la industria del cine, como guionista. En 1966 había escrito un guión llamado “El Máximo” sobre un dictador latinoamericano que huye a Ibiza. Aunque había sido inspirado en Rafael Leónidas Trujillo, tenía referencias claras al propio Fidel Castro, llamado el Líder Máximo por sus corifeos. Había escrito también un western, “The Gambados”, y había concluido dos proyectos
más: “The Last Trip” y “The Salzburg Connection”. Sin contar una adaptación de un cuento de Julio Cortázar llamado “La autopista del sur”. Tanto en la adaptación de Cortázar (filmada como “Week-End” por Jean-Luc Godard), como en “The Salzburg Connection”, fue omitido su crédito, algo que pareció no molestarle mucho, pues al final de cuentas los trabajos fueron muy bien pagados.
Fue con “Wonderwall”, de 1968, que Cain (así, sin tilde para el mercado anglosajón) vio su primer guión en la gran pantalla. Dirigida por Joe Massot, interpretada por Jack McGowran y con música de George Harrison, cuenta la historia de un viejo científico que espía por los agujeros de la pared a su nueva vecina, Penny Lane, un evidente guiño a los Beatles, hecho deseo por la actriz de moda en ese entonces, Jane Birkin. Aunque Cabrera Infante la calificó más adelante como “mediocre película”, “Wonderwall” tuvo momentos vanguardistas con sus escenas oníricas y su fiesta psicodélica con los miembros del grupo The Fool, copiadas posteriormente por filmes como “Midnight Cowboy”, de un año después.
El segundo guión de Caín convertido en película fue “Vanishing Point”, de 1971, dirigida por Richard Sarafian, para la Fox. Esta road movie se convirtió en una película “de culto”, hecha con muy bajo presupuesto y que influiría a otras como “Duel”, de Steven Spielberg y “Thelma and Louise”, de Ridley Scott. La epopeya de Kowalski, en su enloquecida carrera por el desierto de Nevada, contra la autoridad, encontró su remake reciente para la televisión, esta vez protagonizado por Viggo Mortensen.
Pero fue el guión basado en “Bajo el volcán”, de Malcolm Lowry, para Joseph Losey, el que supuso su despedida de ese otro oficio del siglo, el de libretista, y también (por largo tiempo) del mundo de la cordura. Lo que Cabrera Infante llamó el período de “su locura”, en 1972, con los “sucesivos electroshocks y una cura intensiva por drogas”, incluidos. Un verdadero descenso a los infiernos por culpa de la demencia del Cónsul y el trabajo a presión de la vida real. El libreto de “Bajo el volcán”, Losey jamás llegó a filmarlo. El filme lo hizo en 1984 el viejo John Houston, quien dijo refiriéndose al trabajo de Guillermo Cain, el autor, que era “maravilloso, pero irrealizable”.
El último gran proyecto cinematográfico -como guionista- al que Cabrera Infante apostó fue el mil veces pospuesto “The lost city”, del que Andy García hablaba en todas las entrevistas, pero que tardó 16 años en hacerse. Una historia de amor imposible, un personaje escrito a la medida de Andy García (el de Fico Fellove), más de una obsesion temática del escritor, plasmada en este guión que quiso ser un homenaje por partida doble: a “Casablanca” y “El Padrino”. Un canto de amor a La Habana, esa ciudad perdida a la que Guillermo nunca pudo volver.
Cabrera Infante le confesó a Emir Rodriguez Monegal que había aprendido a escribir más con el cine que con la literatura en sí, y que a los dos años ya podía “leer” una película, y hasta adelantarse al rugido del león de la Metro, en una “imitación regocijante”. Por eso, no resulta nada extraño que aquel niño que había nacido con una pantalla de plata ante los ojos convirtiera al cine en un leit motiv perpetuo. Distracción, arcilla para construir sus libros, trabajo de pan ganar (ya en el exilio) y terapia sanadora (en la época en que sufrió una severa depresión).
Por eso ahora los lectores-cinéfilos, que tenían su obra de crítica cinematográfica dispersa, tienen un doble motivo para celebrar, con la reciente publicación de “El cronista de cine” (Galaxia Gutenberg, 2012): al fin en un solo volumen sus trabajos de amor ganados (por el cine), y aquellos escritos dispersos que no habían sido reunidos antes en libro. Por ejemplo, una entrevista con Marlon Brando, quien había viajado a La Habana de incógnito, y al que Caín sorprendió en su hotel como parte de su oficio.
“En mi pueblo, cuando éramos niños, mi madre nos preguntaba a mi hermano y a mí si preferíamos ir al cine o a comer con una frase festiva: ¿Cine o sardina? Nunca escogimos la sardina”, escribió Guillermo Cabrera Infante en el último libro sobre el séptimo arte que publicara, y que lleva el título, claro, de Cine o Sardina. Y es que el sabía bien, como Truffaut, que un niño nunca responde qué va a ser cuando mayor: va a ser crítico de cine. De ese oficio vivió Cabrera Infante desde que publicó sus primeras reseñas de cine en el Mensuario de Cultura, creado bajo el protectorado de Raúl Roa, director de Cultura en 1948 cuando ganó las elecciones Carlos Prío Socarrás.
En esos primeros escritos empieza a forjar su estilo de “crítico cítrico”, en el que desmenuzaba los filmes con una visión muy particular (la del mirón miope) y que más tarde incluiría juegos de erudición, citas apócrifas, juicios polémicos y destellos de humor hasta entonces ausentes en quienes comentaban películas. “Allí publiqué mis primeras críticas de cine”, le confiesa años más tarde a Danubio Torres Fierro. “Era inevitable que al comenzar yo a escribir, con mi devoción, fanatismo o locura por el cine que todavía me dura, escribiera sobre cine”.
Al año siguiente -1949- mandó una crítica sobre Nido de víboras al concurso del diario El Mundo, que daba como premio una beca para un curso de verano en la Universidad de La Habana. Lo ganó, y aunque no resultó la gran cosa, pudo ver un montón de películas gratis, y conocer a muchachas más interesantes que las del bachillerato, episodio del que da cuenta en “La Habana para un Infante Difunto”.
Pero todavía no había aparecido en el panorama cinematográfico cubano aquel joven crítico de nombre G.Caín -Caincito o Gecito para sus novias- tan odiado como querido, y que debutó en Carteles, cuando Bohemia la compró y nombró director a Antonio Ortega. Ortega encargó al joven Infante, nada difunto, la página de cine, y éste, uniendo las dos sílabas de sus apellidos, creo a su álter ego, evadió la censura, y de paso, aprovechó la milenaria propaganda bíblica del nombre, Caín. (Lo de la censura era porque un año antes había publicado un cuento que contenía “obscenidades” en inglés y se había convertido en persona non grata, tanto para Bohemia, como para la policía, falsamente moralista).
En 1953, G. Caín debutó con su primera crónica de cine, un análisis del año cinematográfico en Cuba. El resto casi es historia, al menos para una generación que creció amamantada con el cine: el mudo, destronado por el hablado, posteriormente con las diosas del musical, los villanos del blanco y negro, y por supuesto, los filmes épicos.
La lengua de Caín era el lenguaje del cine. Y con ese lenguaje (más la materia de la que están hechos los sueños) Caín, Can, Cínico deleitó (y muchas veces, torturó) a sus lectores de Carteles, persiguiendolos lo mismo desde los cines luminosos de estreno, hasta oscuros antros a los que llegaba desde un extremo al otro de La Habana, solo para ver una película perdida. De esa época destacan dos reseñas deslumbrantes: Dorado El Dorado (sobre “La Quimera del Oro”, de Chaplin) y El camino del calvario (donde califica a “La Strada”, de Fellini, como un “poema”). Las críticas de cine hechas en Carteles (de 1953 a 1960 cuando él que llegó y mandó a parar la forzó a cerrar, junto a otras publicaciones) fueron compiladas en 1962, en su segundo y último libro publicado en Cuba, concebido como “una pieza de ficción ligeramente subversiva”. El libro se llamó “Un oficio del siglo XX”, y de él dijo el crítico español José Luis Guarner: “Nunca un libro de cine me había divertido tanto”.
Otros trabajos suyos sobre cine fueron publicados en “Arcadia todas las noches”, de 1978, conferencias sobre grandes directores del cine americano, rescatadas del olvido en forma de ensayos, a sugerencia del escritor Vicente Molina Foix. Orson Welles, Alfred Hitchcock, Howard Hawks, John Houston y Vincent Minelli son diseccionados por Cabrera Infante en ese libro con la lupa de un entomólogo cinéfilo. Habría que esperar hasta 1997, en que apareció Cine o Sardina, para leer otra recopilación de trabajos sobre cine, en la que añadió esta vez, al juicio crítico, una serie de remembranzas autobiográficas con varios de los reseñados a los que tuvo oportunidad de conocer. Así reveló lo que le dijo a la legendaria Mae West, en 1970, en un receso del filme que ella rodaba: “He venido desde Cuba solamente para conocerla”.
Claro que el camino del cine transitado por Cabrera Infante no fue solo del otro lado de la orilla. Episodios menos conocidos lo muestran a finales del sesenta metido de lleno en la industria del cine, como guionista. En 1966 había escrito un guión llamado “El Máximo” sobre un dictador latinoamericano que huye a Ibiza. Aunque había sido inspirado en Rafael Leónidas Trujillo, tenía referencias claras al propio Fidel Castro, llamado el Líder Máximo por sus corifeos. Había escrito también un western, “The Gambados”, y había concluido dos proyectos
más: “The Last Trip” y “The Salzburg Connection”. Sin contar una adaptación de un cuento de Julio Cortázar llamado “La autopista del sur”. Tanto en la adaptación de Cortázar (filmada como “Week-End” por Jean-Luc Godard), como en “The Salzburg Connection”, fue omitido su crédito, algo que pareció no molestarle mucho, pues al final de cuentas los trabajos fueron muy bien pagados.
Fue con “Wonderwall”, de 1968, que Cain (así, sin tilde para el mercado anglosajón) vio su primer guión en la gran pantalla. Dirigida por Joe Massot, interpretada por Jack McGowran y con música de George Harrison, cuenta la historia de un viejo científico que espía por los agujeros de la pared a su nueva vecina, Penny Lane, un evidente guiño a los Beatles, hecho deseo por la actriz de moda en ese entonces, Jane Birkin. Aunque Cabrera Infante la calificó más adelante como “mediocre película”, “Wonderwall” tuvo momentos vanguardistas con sus escenas oníricas y su fiesta psicodélica con los miembros del grupo The Fool, copiadas posteriormente por filmes como “Midnight Cowboy”, de un año después.
El segundo guión de Caín convertido en película fue “Vanishing Point”, de 1971, dirigida por Richard Sarafian, para la Fox. Esta road movie se convirtió en una película “de culto”, hecha con muy bajo presupuesto y que influiría a otras como “Duel”, de Steven Spielberg y “Thelma and Louise”, de Ridley Scott. La epopeya de Kowalski, en su enloquecida carrera por el desierto de Nevada, contra la autoridad, encontró su remake reciente para la televisión, esta vez protagonizado por Viggo Mortensen.
Pero fue el guión basado en “Bajo el volcán”, de Malcolm Lowry, para Joseph Losey, el que supuso su despedida de ese otro oficio del siglo, el de libretista, y también (por largo tiempo) del mundo de la cordura. Lo que Cabrera Infante llamó el período de “su locura”, en 1972, con los “sucesivos electroshocks y una cura intensiva por drogas”, incluidos. Un verdadero descenso a los infiernos por culpa de la demencia del Cónsul y el trabajo a presión de la vida real. El libreto de “Bajo el volcán”, Losey jamás llegó a filmarlo. El filme lo hizo en 1984 el viejo John Houston, quien dijo refiriéndose al trabajo de Guillermo Cain, el autor, que era “maravilloso, pero irrealizable”.
El último gran proyecto cinematográfico -como guionista- al que Cabrera Infante apostó fue el mil veces pospuesto “The lost city”, del que Andy García hablaba en todas las entrevistas, pero que tardó 16 años en hacerse. Una historia de amor imposible, un personaje escrito a la medida de Andy García (el de Fico Fellove), más de una obsesion temática del escritor, plasmada en este guión que quiso ser un homenaje por partida doble: a “Casablanca” y “El Padrino”. Un canto de amor a La Habana, esa ciudad perdida a la que Guillermo nunca pudo volver.