Algunos piensan que a la Libreta hay que hacerle una estatua, que sin ella no hubiesen podido sobrevivir.
Durante décadas la Libreta (de racionamiento) ha servido para que las autoridades en Cuba presuman de que en la isla a nadie le falta un pedazo de pan, y aunque en verdad haya sido la muestra más fehaciente de las penurias vividas por la población en la isla, lo paradójico es que al cabo de medio siglo de existencia algunos temen perderla.
Surgida con el engañoso nombre de Libreta de Abastecimiento en marzo de 1962 como remedio, según dijo entonces el gobierno, para paliar los efectos de la escasez provocada por el embargo económico impuesto por Estados Unidos, la cartilla de racionamiento se mantuvo como un grillete puesto en la boca del cubano común, una mano oficial dando “generosamente” de comer a la población.
Algunos piensan que a la Libreta hay que hacerle una estatua, que sin ella no hubiesen sobrevivido a tantas estrecheces, que sin las colas en las bodegas y carnicerías no hubieran podido disponer de una alimentación, que aunque jamás fue ni suculenta ni balanceada, al menos alcanzaba para no desfallecer de hambre.
Todo el mundo en Cuba sabe que, salvo el abastecimiento especial y sin límites de que han disfrutado los altos dirigentes del partido y del gobierno, las raciones de frijoles, arroz, azúcar, sal, pollo o pescado cuando aparecía, picadillo de soja—porque la carne de res por largo rato ha sido cosa de otro mundo--, una cantidad insignificante de aceite, café al chícharo, un puñado de huevos de vez en vez, y muy raramente pasta de dientes y jabón no han alcanzado ni siquiera para cubrir la mitad del mes.
Pero aun así, el aviso hecho por las autoridades de que se van a terminar los subsidios al calor de la “actualización” del modelo económico decretado por el gobernante Raúl Castro ha destapado el pánico entre la población.
Se ha dicho que la supresión (de la libreta) será paulatina, pero la razón para el miedo es matemática: con ingresos tan sumamente bajos (que en el mejor de los casos apenas llegan a $20 dólares mensuales), y sin perspectivas de que el horizonte familiar cambie, el bolsillo no alcanzaría ni para comer dos semanas.
De acuerdo con fuentes oficiales, la canasta familiar de alimentos racionados, que se vende a precios subsidiados, le cuesta al gobierno el equivalente de unos $1.600 millones de dólares, y la cuenta no da para seguir importando casi $2.000 millones de dólares en alimentos todos los años mientras se trata de apuntalar la economía, y por enésima vez se habla de poner en marcha una producción agrícola y un rendimiento económico hasta ahora sólo quiméricos.
El vicepresidente Marino Murillo, nombrado por Castro como supervisor principal de los nuevos cambios económicos en Cuba ha admitido que hay que “ crear condiciones para que lo que se quite de la 'libreta' y se le ponga un precio no subsidiado, la población tenga la alternativa de comprarlo en algún lugar". La fórmula mágica, que además incluye el despido de cientos de miles de empleados estatales, aún está por encontrar.
Surgida con el engañoso nombre de Libreta de Abastecimiento en marzo de 1962 como remedio, según dijo entonces el gobierno, para paliar los efectos de la escasez provocada por el embargo económico impuesto por Estados Unidos, la cartilla de racionamiento se mantuvo como un grillete puesto en la boca del cubano común, una mano oficial dando “generosamente” de comer a la población.
Algunos piensan que a la Libreta hay que hacerle una estatua, que sin ella no hubiesen sobrevivido a tantas estrecheces, que sin las colas en las bodegas y carnicerías no hubieran podido disponer de una alimentación, que aunque jamás fue ni suculenta ni balanceada, al menos alcanzaba para no desfallecer de hambre.
Todo el mundo en Cuba sabe que, salvo el abastecimiento especial y sin límites de que han disfrutado los altos dirigentes del partido y del gobierno, las raciones de frijoles, arroz, azúcar, sal, pollo o pescado cuando aparecía, picadillo de soja—porque la carne de res por largo rato ha sido cosa de otro mundo--, una cantidad insignificante de aceite, café al chícharo, un puñado de huevos de vez en vez, y muy raramente pasta de dientes y jabón no han alcanzado ni siquiera para cubrir la mitad del mes.
Pero aun así, el aviso hecho por las autoridades de que se van a terminar los subsidios al calor de la “actualización” del modelo económico decretado por el gobernante Raúl Castro ha destapado el pánico entre la población.
Se ha dicho que la supresión (de la libreta) será paulatina, pero la razón para el miedo es matemática: con ingresos tan sumamente bajos (que en el mejor de los casos apenas llegan a $20 dólares mensuales), y sin perspectivas de que el horizonte familiar cambie, el bolsillo no alcanzaría ni para comer dos semanas.
De acuerdo con fuentes oficiales, la canasta familiar de alimentos racionados, que se vende a precios subsidiados, le cuesta al gobierno el equivalente de unos $1.600 millones de dólares, y la cuenta no da para seguir importando casi $2.000 millones de dólares en alimentos todos los años mientras se trata de apuntalar la economía, y por enésima vez se habla de poner en marcha una producción agrícola y un rendimiento económico hasta ahora sólo quiméricos.
El vicepresidente Marino Murillo, nombrado por Castro como supervisor principal de los nuevos cambios económicos en Cuba ha admitido que hay que “ crear condiciones para que lo que se quite de la 'libreta' y se le ponga un precio no subsidiado, la población tenga la alternativa de comprarlo en algún lugar". La fórmula mágica, que además incluye el despido de cientos de miles de empleados estatales, aún está por encontrar.