En 2006, cuando Castro II fue designado Presidente, una pizza costaba 7 pesos, ahora la más barata cuesta 12. Un corte de cabello valía 10 pesos, ahora vale 20.
Unos años atrás, cuando el Buró Político encabezado por el General Raúl Castro estudiaba variantes para aplicar reformas capaces de reactivar la moribunda economía insular, Marino Murillo, cebado ex coronel reconvertido en el 'zar de las transformaciones', decía que Cuba apostaba por utilizar métodos inéditos en sus transformaciones. No está mal pensar con cabeza propia.
Lo único que la propuesta parte del mismo grupo de poder que en cinco décadas de forma estruendosa ha demostrado el fracaso de su gestión. No pongo en tela de juicio la capacidad de los economistas y tecnócratas cubanos. Aunque sus teorías peregrinas nunca han dado resultado ni llamado la atención en academias occidentales o en un jurado al Premio Nobel, la osadía y el experimento es preferible al inmovilismo habitual en sistemas cerrados y totalitarios.
Algo se debía hacer. La economía había caído un 35% del PIB, si la comparamos con 1989. Luego de cruzar un desierto, donde la misión fue sobrevivir, con miles de personas deseando emigrar, poca y pésima comida, apagones de 12 horas y fábricas convertidas en museos de maquinarias ociosas, Fidel Castro aplicó algunos de los consejos que le sopló al oído Carlos Solchaga, enviado urgentemente por el presidente español Felipe González para asesorar las tibias reformas en la isla.
Los parches permitieron abrir algunas iniciativas de trabajo particular y bolsones de economía mixta. Fue un chorro de oxígeno. Siempre con un ceñudo comandante único vigilando el avance del carro. Cuando en Caracas apareció un paracaidista antiyanqui y locuaz, declamador de poemas y cantador de joropos, Fidel Castro entendió que la etapa de plantarles cara a los insolentes gringos estaba de vuelta.
Con altos impuestos, trabó y obstaculizó el trabajo por cuenta propia. Ya no necesitaba a esa legión de 'mercachifles'. Gente que demostraba que se podía vivir mejor sin el amparo del Estado. Mientras las licencias de los cuentapropistas caducaban, Castro I retomó el discurso del Papá Estado, desvainó el sable y la oratoria antimperialista. Gracias al Santa Claus venezolano se hizo la luz.
El barbudo lo estaba pasando en grande. Alianzas económicas con insurgentes latinoamericanos que solo funcionaban en teoría, planes de revolución energética y discursos sobre las propiedades del chocolatín y el cerelac. De repente se enfermó. Cuba es como una finca familiar: después de mí, mi hermano. Decidido de antemano, a Raúl Castro le tocaba administrar. Así fue.
Castro II tiene sus reglas. Sabe que para gobernar mucho tiempo o cederle la dinastía a un hijo, pariente u otra persona de confianza, se necesitaba despegar en el plano económico. Había que hacer cambios.
Cuando uno decide hacer reformas en la economía, debe hacerlas. Por una razón contundente: si se seguía viviendo la utopía paralela de noticias cargadas de optimismo, cifras macroeconómicas infladas y nacionalismo barato, la ciudadanía podía perder el miedo y colérica estallar en las calles.
La teoría del General se resume en el refrán popular de "barriga llena, corazón contento". Para los tecnócratas oficiales, el cubano se alegra con ron, mujeres, reguetón y comida caliente en el caldero, como si fuéramos esclavos modernos.
Con suficientes alimentos y opciones de hacer plata, la muchedumbre pasaría por alto esa 'tontería de los derechos humanos’ y no iba a exigir democracia ni pluripartidismo. Por eso la premisa sagrada de Raúl Castro es “los frijoles son más importantes que los cañones”.
Las reformas criollas adolecen de reformadores auténticos. Es la misma camada. Otro punto débil es lo incompleto de esas transformaciones. Excepto la autorización de vender o comprar una vivienda, donde un propietario tiene potestad de hacer lo que le venga en gana con su inmueble, las otras cacareadas aperturas tienen grietas. Es como una casa encima de un pantano.
Cuando Castro II dio luz verde para que los cubanos tuvieran un teléfono móvil, quiso demostrar que el régimen era 'democrático'. Y acabó con el 'apartheid turístico' cuando permitió que los nacionales pudieran alojarse en hoteles. Al eliminar las dos prohibiciones, quedaba al descubierto que durante el mandato de Fidel Castro habíamos sido ciudadanos de tercera.
La Ley de Arrendamiento de la tierra ha sufrido varias enmiendas en cuatro años. En un principio se alquilaba el terreno solo por 10 años y el campesino no tenía derecho a construir su vivienda en la parcela. Después se ha ido corrigiendo. Me pregunto si no hubiese sido más viable arrancar desde el inicio con la opción de rentar la tierra por 99 años y licencia para levantar una casa.
Así sucede con la venta de autos. Se puede comprar un viejo coche estadounidense de los años 40 y 50 o un destartalado auto de la era soviética. Ya para adquirir uno en una agencia se necesita el permiso del Estado. Sería más simple que cualquiera, dinero en mano, pudiera comprar un coche nuevo. Se terminaría con la especulación de precios y el entramado de corrupción que se ha creado alrededor de las ventas de autos.
La reforma migratoria también presenta deficiencias. Tener que pagar un pasaporte en divisas es una anomalía. Y un absurdo el derecho que se otorga el régimen, de mantener en una lista negra a profesionales, deportistas y disidentes.
Otro gran problema, no abordado por las reformas del General, es la doble moneda. Se ha hablado y discutido, pero lo primero que debió hacer es implementar una moneda única. Los trabajadores cubanos pagan el equivalente a 52 pesos por un litro de aceite, 235 pesos por un kilo de queso Gouda y de 360 a 1,200 pesos por un jeans. Y solo devengan un salario promedio de 450 pesos. El trabajador honrado, que no roba en su empresa, es el que peor vive.
El gobierno dice que para elevar los salarios se debe aumentar la productividad. Pero los obreros piensan que por tan poco dinero, no vale la pena laborar con calidad y eficacia. Un círculo vicioso que el régimen no ha sabido o no ha querido cortar.
En cuatro años de reformas y seis de gobierno de Raúl Castro, no se aprecian mejoras ostensibles en el país. Han aumentado las quincallas y los cafetines. Más de 380 mil personas laboran por cuenta propia y no dependen del Estado para elevar su calidad de vida. Eso es algo bueno.
Pero una economía integral no se edifica vendiendo pan con croqueta. En gran medida, el gobierno es culpable por los altos precios de muchos productos, al no crear un mercado mayorista destinado al trabajo privado y mantener las cuotas del 80% de producción agrícola que un campesino debe vender a precios de risa al Estado.
En 2006, cuando Castro II fue designado Presidente, una pizza costaba 7 pesos, ahora la más barata cuesta 12. Un corte de cabello valía 10 pesos, ahora vale 20. La lista es larga. En este lluvioso otoño de 2012, el precio de cada artículo y servicio es más elevado. Y los salarios se mantienen intactos desde hace seis años.
Hay una contracción en los bolsillos. El segmento de la población que recibe moneda dura puede seguir pagando comida y productos de cierta calidad. Pero su dinero cada vez vale menos. 100 dólares en 2004 representan 60 en la actualidad. Debido al 13% de impuesto estatal al dólar y al alza de precios, las divisas en manos de los receptores de remesas se ha devaluado.
La gente tampoco tiene demasiada confianza en los gestores de las reformas. Son los mismos que de una forma u otra han llevado al país al borde del precipicio. Cuba necesita reformas. Serias, urgentes y profundas.
Según Mart Laar, quien fuera primer ministro en Estonia y estuvo al frente de reformas estructurales en los años 90, mientras más sencillas sean las reformas, más exitosas serán. Laar apuntaba que en política solo hay algo seguro: tarde o temprano estarás fuera del poder. Si el temor a reformar a fondo es demasiado, saldrás antes. Y lo más importante, quedarás afuera sin haber hecho nada.
No son palabras huecas. Estonia es una de las naciones que dio un salto de gigante, de una economía comunista a la deriva a un proyecto de país funcional. Otro caso es el de Taiwán, donde los propios nacionalistas iniciaron los cambios sabiendo que perderían el poder. Ahora han vuelto al gobierno con aires renovados.
Es bueno pensar con cabeza propia. Pero también se debe aprender de aquellas naciones que han triunfado en sus procesos de reformas. Vale la pena tener en cuenta la experiencia. Y la lógica.
Lo único que la propuesta parte del mismo grupo de poder que en cinco décadas de forma estruendosa ha demostrado el fracaso de su gestión. No pongo en tela de juicio la capacidad de los economistas y tecnócratas cubanos. Aunque sus teorías peregrinas nunca han dado resultado ni llamado la atención en academias occidentales o en un jurado al Premio Nobel, la osadía y el experimento es preferible al inmovilismo habitual en sistemas cerrados y totalitarios.
Algo se debía hacer. La economía había caído un 35% del PIB, si la comparamos con 1989. Luego de cruzar un desierto, donde la misión fue sobrevivir, con miles de personas deseando emigrar, poca y pésima comida, apagones de 12 horas y fábricas convertidas en museos de maquinarias ociosas, Fidel Castro aplicó algunos de los consejos que le sopló al oído Carlos Solchaga, enviado urgentemente por el presidente español Felipe González para asesorar las tibias reformas en la isla.
Los parches permitieron abrir algunas iniciativas de trabajo particular y bolsones de economía mixta. Fue un chorro de oxígeno. Siempre con un ceñudo comandante único vigilando el avance del carro. Cuando en Caracas apareció un paracaidista antiyanqui y locuaz, declamador de poemas y cantador de joropos, Fidel Castro entendió que la etapa de plantarles cara a los insolentes gringos estaba de vuelta.
Con altos impuestos, trabó y obstaculizó el trabajo por cuenta propia. Ya no necesitaba a esa legión de 'mercachifles'. Gente que demostraba que se podía vivir mejor sin el amparo del Estado. Mientras las licencias de los cuentapropistas caducaban, Castro I retomó el discurso del Papá Estado, desvainó el sable y la oratoria antimperialista. Gracias al Santa Claus venezolano se hizo la luz.
El barbudo lo estaba pasando en grande. Alianzas económicas con insurgentes latinoamericanos que solo funcionaban en teoría, planes de revolución energética y discursos sobre las propiedades del chocolatín y el cerelac. De repente se enfermó. Cuba es como una finca familiar: después de mí, mi hermano. Decidido de antemano, a Raúl Castro le tocaba administrar. Así fue.
Castro II tiene sus reglas. Sabe que para gobernar mucho tiempo o cederle la dinastía a un hijo, pariente u otra persona de confianza, se necesitaba despegar en el plano económico. Había que hacer cambios.
Cuando uno decide hacer reformas en la economía, debe hacerlas. Por una razón contundente: si se seguía viviendo la utopía paralela de noticias cargadas de optimismo, cifras macroeconómicas infladas y nacionalismo barato, la ciudadanía podía perder el miedo y colérica estallar en las calles.
La teoría del General se resume en el refrán popular de "barriga llena, corazón contento". Para los tecnócratas oficiales, el cubano se alegra con ron, mujeres, reguetón y comida caliente en el caldero, como si fuéramos esclavos modernos.
Con suficientes alimentos y opciones de hacer plata, la muchedumbre pasaría por alto esa 'tontería de los derechos humanos’ y no iba a exigir democracia ni pluripartidismo. Por eso la premisa sagrada de Raúl Castro es “los frijoles son más importantes que los cañones”.
Las reformas criollas adolecen de reformadores auténticos. Es la misma camada. Otro punto débil es lo incompleto de esas transformaciones. Excepto la autorización de vender o comprar una vivienda, donde un propietario tiene potestad de hacer lo que le venga en gana con su inmueble, las otras cacareadas aperturas tienen grietas. Es como una casa encima de un pantano.
Cuando Castro II dio luz verde para que los cubanos tuvieran un teléfono móvil, quiso demostrar que el régimen era 'democrático'. Y acabó con el 'apartheid turístico' cuando permitió que los nacionales pudieran alojarse en hoteles. Al eliminar las dos prohibiciones, quedaba al descubierto que durante el mandato de Fidel Castro habíamos sido ciudadanos de tercera.
La Ley de Arrendamiento de la tierra ha sufrido varias enmiendas en cuatro años. En un principio se alquilaba el terreno solo por 10 años y el campesino no tenía derecho a construir su vivienda en la parcela. Después se ha ido corrigiendo. Me pregunto si no hubiese sido más viable arrancar desde el inicio con la opción de rentar la tierra por 99 años y licencia para levantar una casa.
Así sucede con la venta de autos. Se puede comprar un viejo coche estadounidense de los años 40 y 50 o un destartalado auto de la era soviética. Ya para adquirir uno en una agencia se necesita el permiso del Estado. Sería más simple que cualquiera, dinero en mano, pudiera comprar un coche nuevo. Se terminaría con la especulación de precios y el entramado de corrupción que se ha creado alrededor de las ventas de autos.
La reforma migratoria también presenta deficiencias. Tener que pagar un pasaporte en divisas es una anomalía. Y un absurdo el derecho que se otorga el régimen, de mantener en una lista negra a profesionales, deportistas y disidentes.
Otro gran problema, no abordado por las reformas del General, es la doble moneda. Se ha hablado y discutido, pero lo primero que debió hacer es implementar una moneda única. Los trabajadores cubanos pagan el equivalente a 52 pesos por un litro de aceite, 235 pesos por un kilo de queso Gouda y de 360 a 1,200 pesos por un jeans. Y solo devengan un salario promedio de 450 pesos. El trabajador honrado, que no roba en su empresa, es el que peor vive.
El gobierno dice que para elevar los salarios se debe aumentar la productividad. Pero los obreros piensan que por tan poco dinero, no vale la pena laborar con calidad y eficacia. Un círculo vicioso que el régimen no ha sabido o no ha querido cortar.
En cuatro años de reformas y seis de gobierno de Raúl Castro, no se aprecian mejoras ostensibles en el país. Han aumentado las quincallas y los cafetines. Más de 380 mil personas laboran por cuenta propia y no dependen del Estado para elevar su calidad de vida. Eso es algo bueno.
Pero una economía integral no se edifica vendiendo pan con croqueta. En gran medida, el gobierno es culpable por los altos precios de muchos productos, al no crear un mercado mayorista destinado al trabajo privado y mantener las cuotas del 80% de producción agrícola que un campesino debe vender a precios de risa al Estado.
En 2006, cuando Castro II fue designado Presidente, una pizza costaba 7 pesos, ahora la más barata cuesta 12. Un corte de cabello valía 10 pesos, ahora vale 20. La lista es larga. En este lluvioso otoño de 2012, el precio de cada artículo y servicio es más elevado. Y los salarios se mantienen intactos desde hace seis años.
Hay una contracción en los bolsillos. El segmento de la población que recibe moneda dura puede seguir pagando comida y productos de cierta calidad. Pero su dinero cada vez vale menos. 100 dólares en 2004 representan 60 en la actualidad. Debido al 13% de impuesto estatal al dólar y al alza de precios, las divisas en manos de los receptores de remesas se ha devaluado.
La gente tampoco tiene demasiada confianza en los gestores de las reformas. Son los mismos que de una forma u otra han llevado al país al borde del precipicio. Cuba necesita reformas. Serias, urgentes y profundas.
Según Mart Laar, quien fuera primer ministro en Estonia y estuvo al frente de reformas estructurales en los años 90, mientras más sencillas sean las reformas, más exitosas serán. Laar apuntaba que en política solo hay algo seguro: tarde o temprano estarás fuera del poder. Si el temor a reformar a fondo es demasiado, saldrás antes. Y lo más importante, quedarás afuera sin haber hecho nada.
No son palabras huecas. Estonia es una de las naciones que dio un salto de gigante, de una economía comunista a la deriva a un proyecto de país funcional. Otro caso es el de Taiwán, donde los propios nacionalistas iniciaron los cambios sabiendo que perderían el poder. Ahora han vuelto al gobierno con aires renovados.
Es bueno pensar con cabeza propia. Pero también se debe aprender de aquellas naciones que han triunfado en sus procesos de reformas. Vale la pena tener en cuenta la experiencia. Y la lógica.