Creo recordar que era Viernes Santos. Es una escena que he recreado en mi novela La tabla. Fue a finales de los setenta. En tiempos del comunismo parasitario floreciente y del ateísmo militante; recuérdese que apenas una década atrás unos treinta mil jóvenes, muchos de ellos por motivos religiosos, habían pasado por los campos de concentración de las tristemente célebres UMAP.
Éramos unos veinte peludos, o pelúos, como despectivamente nos nombraba el pueblo enardecido y chivatiente, éramos adolescentes o muy jóvenes. Íbamos a pie por la carretera de Pasacaballos a Rancho Luna, en Cienfuegos. Apenas vestidos con unas mínimas trusas y descalzos, el sol del mediodía rajaba, aplomaba y aplanaba la tierra; la carretera era una brasa ardiente bajo nuestros pies; casi levitábamos para evitar las ampollas en las plantas. Algunos eran mis amigos o conocidos, entre los primeros creo recordar a Fuácata, de Pueblo Griffo, y a Flores, de la calle San Fernando, entre los segundos a uno que le decían El Arlequín, del pueblo de Palmira, que ya había estado en la prisión por prófugo del Servicio Militar Obligatorio.
De pronto alguien, no recuerdo quién, quizá yo mismo, toma un grueso y largo madero de la cuneta, otro le sigue y toma otro más corto, y todos, como compulsados por una fuerza del inconsciente, pues nuestra nociones de religión eran mínimas, arrancamos bejucos de la manigua y nos damos a la inusitada tarea de componer una enorme cruz, después con nuestras ropas que portábamos atadas al cuello, armamos un muñeco que sería el crucificado, el Cristo, y marchamos en procesión por los varios kilómetros que separan el Hotel de Pasacaballos de la playa de Rancho Luna.
Recuerdo que desde muchos autos nos pitaban en señal de aprobación. Al arribar a Rancho Luna unos aparentes turistas, alemanes o franceses, nos tiraron muchas fotos. Posamos arrodillados en fila junto a la playa con el brazo derecho extendido hacia delante con la cruz al frente. Uno de ellos me confesó que harían un reportaje acerca de cómo la religiosidad aflora aún en lugares donde se le reprime, o suprime, como en Cuba.
Por la loma de la carretera de Rancho Luna, viniendo de Cienfuegos, se sintieron las sirenas y vimos unos tres carros patrulleros que descendían en una exhalación hacia la playa. Le dije al aparente turista, ahora periodista, que ocultara su cámara. Dejamos la cruz con su crucificado en la arena y nos dispersamos entre la multitud.
Recuerdo que en cuanto pude me tiré al agua y nadé hasta la zona de los manglares. Tenía sed y cuando se fuera la policía procuraría a toda costa tomarme una cerveza. Ni pensar que podría recuperar la ropa que había configurado el cuerpo de Cristo. Seguramente los segurosos se la llevarían en trofeo tras destrozar la improvisada cruz. Todavía sigue siendo un misterio para mí el cómo nos pusimos de acuerdo para hacer aquella procesión. No recuerdo un plan ni que ninguno de nosotros fuera católico de misa, más allá de ser bautizados como era mi caso. Pienso que pudo ser un mandato del más allá; lo divino que se manifiesta y actúa en el más acá.