HAVANA TIMES — La mujer entró en el ómnibus y gritó: “Me pasan de cerca a una gusana de esas y le escupo la cara. Y si me dan un chance le poncho un ojo, a ver si se dejan de tanta protestadera”. Era domingo. 9:00 am. No imaginaba que las expresiones de violencia y odio empezarían tan temprano.
Habían reunido a todos en el teatro del Partido Municipal a las 8:30 am y la primera indicación de la coordinadora del municipio había sido: “Nosotros no tenemos que tocarlas, para eso están las Marianas, encargadas de golpearlas si es necesario, y conducirlas hasta las patrullas, de conjunto con los compañeros del Minint (Ministerio del Interior). Si esas auras nos tocan, ya veremos cómo tocamos”. Un clamor de risas interrumpió a la funcionaria, y luego dijo: “Un golpe que le demos mal dado a… (¿pausa de asco?) una ciudadana de esas, puede traer que el país sea denunciado por violación de los derechos humanos, y eso significaría darle al vecino de enfrente el gusto de pretender intervenir aquí, como ha hecho en otros países, para evitar una guerra civil”.
Las ciudadanas a quienes se refería la funcionaria del Partido son las Damas de Blanco. Y la “tarea” de ese día “responder enérgicamente contra unas comediantes, que a base de infamias, pretenden injuriar a la Revolución y a nuestro líder histórico Fidel Castro”. Aplausos estremecedores. Puños alzados. Consignas. Indignación.
Como presenciaba todo en una sala-teatro, no pude evitar pensar si no estaría asistiendo a un ensayo. Luego vinieron otras indicaciones.
“Nuestro papel es subordinarnos a los compañeros que tienen la misión de organizar y dirigir el enfrentamiento”. “Allí haremos un acto de reafirmación revolucionaria, cantaremos el Himno Nacional y el del 26 de julio, empuñaremos las banderas, agitaremos los carteles de propaganda”. “Hay que estar concentrados en el objetivo, si este falla puede traer graves consecuencias que repercutirá en el prestigio del país, en la imagen del pueblo revolucionario”. “No está de más recordarles que allí todos estaremos vigilados. Así que estemos tranquilos y disciplinados donde nos indiquen estar. Digo esto para que sepan que nada es improvisado, todo está pensado hasta en los mínimos detalles”. Las órdenes del Partido son como las de los militares: se cumplen, no se cuestionan, le faltó decir.
Por andar vestidas de blanco
Control. Enfrentamiento. Vigilancia. Pienso en estas palabras mientras el ómnibus avanza, llevándonos a un destino que muchos especulan según la carretera que va eligiendo el chofer. Al principio escuché que nos dirigíamos a Miramar, luego a la iglesia de Párraga, y más tarde a Alamar. Especulaciones. Misterio.
Cuando por fin el ómnibus se detuvo estábamos en el reparto Santo Suárez, del municipio 10 de octubre. El enfrentamiento estaba previsto frente a la casa esquina Cumbre y E, donde habría una reunión de las Damas de Blanco, algo que supimos en el momento preciso. No fuimos directo a la casa, sino a un galpón tres cuadras abajo, de 70 metros cuadrados, y techo de fibrocemento de dos aguas apuntalado bien alto. Dentro, patrullas y motos estacionadas, militares, policías, funcionarios de la Aduana y otros tantos vestidos de civil. Se respiraba intriga y ese aire siniestro de las operaciones encubiertas. Eran las 9:47am.
Vigilancia. Enfrentamiento. Control. Volvía a pensar en esas palabras mientras desencajaban sillas, formaban círculos, y se sentaban en ellas hombres y mujeres, según la organización a la que pertenecieran: Unión de Jóvenes Comunistas, Comité de Defensa de la Revolución, Federación de Mujeres Cubanas, Partido Comunista de Cuba. También por centros laborales: Gastronomía y Comercio, Casa de Cultura, policlínicos, fábricas, centros educacionales. Mínimo tres personas por cada organización o centro laboral. Era la cifra mínima para cumplir, para evitar el señalamiento, la humillación y las sanciones. Descuento salarial, negativas a viajar al extranjero, bajar de categoría en la evaluación del desempeño laboral, son algunas de las consecuencias de no asistir “voluntariamente” a un acto que muchos consideran una farsa, pero no es conveniente señalarse con una ausencia injustificada.
Enfrentamiento. Vigilancia. Control. Es inevitable pensar en estas palabras, sobre todo, ahora que me relatan una anécdota del proyecto comunitario Amor a la vida, un grupo de mujeres operadas en su mayoría de cáncer de mama, que ofrecen espectáculos artísticos gratis a niños, adolescentes y adultos. Uno de sus trajes de actuar, cuando van a cantar, es de color blanco. Aunque lo usan con una cinta azul rodeándole la cintura, eso no impidió la alarma, las llamadas por teléfonos, y que se montara una operación para caerles encima porque las creían Damas de Blanco. Ese día no pudieron actuar porque a algunas de las mujeres, cuya edad oscila mayoritariamente entre los 60 y 70 años, les subió la presión arterial cuando el tumulto organizado las enfrentó con gritos, carteles y deseos de golpearlas. Todo terminó con una “saludable” advertencia de un funcionario del Poder Popular: que evitaran usar ropa blanca, y en caso de hacerlo avisaran con antelación al Partido y organizaciones de masas para evitar confusiones.
Esperando a los bárbaros
10:38 am. Encienden un amplificador y la música salsa fluye. Varias personas se levantan, arman una rueda de casino, bailan, ríen. Los militares no, tampoco los policías. Solo observan, atentos. Debe ser porque llevan el uniforme reglamentario. Me acerco a una mujer que arregla el peinado a una niña de seis años. Esto parece una actividad recreativa, esas que dan en los centros laborales para celebrar algo, le digo. “Es para despistar, ¿no lo entiendes? Cualquier curioso o periodista de esos independientes que quiera informar algo verá que vinimos a divertirnos, no a realizar ningún enfrentamiento contra las Damas de Blanco”. Ah, simular. Pretenderlo. De eso se trata.
De pronto empiezan a llamar a los futuros enfrentadores. Vocean por organizaciones, luego por centros de trabajo, y cada cual espera para situarse en la cola donde un grupo de personas entregan una merienda fuerte (pan bien nutrido con jamón y queso, yogur y dulce) y otra normal (pan con jamonada y refresco de polvo). Son las 11:48 am. Mientras mastican, y la música de los Van Van persiste de fondo, asoman anécdotas. Una bailadora de unos sesenta años, que no ha dejado de moverse ni para alimentarse, se sienta para beber agua. Suda y sonríe. “Dicen que esas escorias se hacen acompañar de unos gorilas enormes para que las defiendan. Pero ni ellos la van a salvar si empiezan con sus habladurías de mierda. Con la Revolución no se juega, le debemos todo y debemos estar agradecidos por siempre”.
“¿Alguna de ustedes han visto esos abanicos que usan ellas? Tienen en las puntas láminas de cuchillas de afeitar para quien se les acerque a golpearlas abrirlos y cortar. Más de uno de nosotros se ha ido con la cara rajada”, cuenta un gordito joven, de espejuelos montados al aire, sin dejar de masticar. El calor empieza a ser angustiante bajo las tejas de fibrocemento y varios después de merendar cabecean de sueño. Está prohibido merodear, pero algunos salen y regresan con rositas de maíz, potes de helado o compras que vienen envueltas en bolsas de shopping: aceite, jabones, detergente. Los menos se las han arreglado y han traído camuflados de sus casas pomos de ron. “Para soportar la larga jornada que nos espera”, dice una mujer ancha y maciza que trabaja en Gastronomía. Saco el teléfono y me descubren la intención.
Disimulo actualizar el correo y ya tengo encima uno vestido de civil. “Compañero, aquí está prohibido tirar fotos. Le pueden quitar el móvil, la cámara, cualquier artefacto con que pretenda registrar la actividad. Se lo digo por su bien, para que no diga que no lo alertamos”. Cómo pude olvidarlo. Vivo en un país donde la espontaneidad es un lujo que se paga caro.
Salgo a desentumecer los pies. Camino cuadras y más cuadras. En las esquinas y puntos intermedios asechan policías, militares y fieles colaboradores de la Seguridad del Estado disfrazados de civil. Nerviosos y agitados. Algunos se comunican a través de boqui toquis. Imparten o reciben órdenes. Cuando vuelvo al galpón son la 1:42 pm. Pensé que a esta hora estaríamos de regreso al punto de recogida. “Lo peor es que esta espera a veces es por gusto. Esas malditas nos hacen venir aquí y ni siquiera se manifiestan. Sí, quizá hoy venimos a perder el tiempo, no sería la primera vez”, dice un mulato de unos cincuenta años que alardea, como si de condecoraciones en su pecho se tratara, de las 27 veces que ha participado en estas “manifestaciones revolucionarias para evitar el derrumbe de nuestro socialismo”, como las llama.
Devastados por la sed, el calor y la espera, los enfrentadores y enfrentadoras apenas hablan. Se murmura incluso que se trata de otro día perdido, que “las gusanas empiezan a entender la fuerza invicta de la Revolución”, que “son auras asustadas a las que hay que asfixiar de una vez por todas”, “ratas a las que no se puede perder de vista porque aprovechan a lanzar la mordida y vomitar su veneno contrarrevolucionario”. De pronto todo se agita. Voces de alarma, “estén listo, ya vamos a salir”. Despliegan pancartas y banderas hasta ahora ocultas. Enardecida va la caravana calle arriba. Seis niños van sobre los hombros de sus padres. “Para que empiecen a defender desde temprano la Revolución de esa plaga blancusa”, dice un hombre calvo, corpulento, de gafas negra. Son exactamente las 4:00 pm.
Ya están amontonados enfrentadores y enfrentadoras a un costado de la casa de dos plantas, en esquina Cumbre y E, donde siete Damas de Blanco, y dos hombres que se hacen ver, fraguan “una conspiración contra el Estado cubano”. Asoma en el portal enrejado de la planta alta un hombre negro. Sobre un trípode descansa una videocámara. Pertrechado tras el equipo de filmación, el hombre parece realizar zoom. Busca captar imágenes.
La multitud enardecida agita dos banderas enormes, una de la estrella solitaria, otra del 26 de julio. Empuñan pancartas con una consigna pintadas de rojo: “La Revolución es inmortal”. Abruman la cantidad de carteles donde aparecen los Cinco Héroes, Fidel y Raúl Castro, Hugo Chávez y Nicolás Maduro. Entonan el Himno Nacional, cada vez más fuerte, porque desde la planta alta salen voces que gritan: “¡Cuba sí, Castros no! Se oye, se siente, las Damas de Blanco están presentes”. La muchedumbre interrumpe el himno y empieza a vociferar sus consignas: “¡Cuba y Castros sí, gusanera no!”. “Contrarrevolución no, Patria sí”. “¡Viva Fidel, viva Raúl!, ¡mueran las escorias, fin para la gusanera!
Quietud. Silencio. Una tregua de varios minutos. Una calma suspendida que de un momento a otro volverá a quebrarse. Es cuestión de esperar. Una espera que desorienta y agota bajo un sol que empieza a declinar, pero aún es sofocante. De pronto una lluvia de volantes, que sale de la planta alta, se dispersa por el aire. Intento abrirme camino, pero dos hombres de civiles me cierran el paso. “¿A dónde va? Tiene que permanecer aquí con nosotros”. “Quiero saber qué dicen esos papeles”. “Mierdas contrarrevolucionarias, eso es todo. No puede cruzar sin orden, así que quieto. No sabemos a qué vino porque no lo vemos integrado en el enfrentamiento, pero no lo dejaremos pasar a ver qué dice esa basura infame”. Varios hombres se desparraman veloces y van recogiendo los papeles que hacen tiras o estrujan con las manos y las introducen en bolsas de naylon.
Vuelve a instaurarse la calma, el falso sosiego que oculta alguna turbulencia por acontecer. “Parece que hoy no saldrán a la calle y se quedarán arrinconadas allá arriba”, escucho a mis espaldas. Quizá la tregua asome su paz incierta hasta el próximo enfrentamiento el domingo venidero, y los siguientes. Otro domingo estatal inmerso en un intento de doblegación que no ocurrirá acaso nunca, al menos que se produzcan cambios en la gobernabilidad del país y en la mirada hacia la pluralidad política.
¿Han pasado diez, quince minutos? De súbito irrumpe el clamor de las batallas el eco de voces irritadas protagonizando el odio y el desconcierto, hablando en nombre de las ofensas. Parece que las Damas de Blanco han terminado su reunión, y las que viven en otras partes deciden marcharse a sus casas. Agitación. Forcejeos. Dos mujeres vestidas de militar sujetan a una Dama de Blanco y la conducen a la fuerza a una patrulla. Cuatro mujeres militares las escoltan. La acción se repite con dos Damas más. Dicen algo que no puedo entender. La última, antes de entrar en el auto militar, grita: “Amo a mi país. Mi único delito es detestar a los Castros y su gobierno. ¡Viva Cuba! ¡Abajo los Castros! La unidad compacta de la manifestación se rompe y todos se lanzan para rodear a las patrullas, agitar puños y pancartas.
Aprovecho la dispersión, el frenesí, los ánimos alterados, para tomar algunas fotos. Los autos policiales que retienen a las Damas de Blanco contra su voluntad arrancan veloces, doblan por una esquina chillando gomas y se pierden. “¿A dónde las llevan?”, pregunto al que está a mi lado. “Las llevan a una estación de policías, le hacen una advertencia y las regresan a sus casas para evitar que el pueblo las linchen”. El pueblo uniformado. Al mismo que le cuesta protagonizar una iniciativa, decide por cuenta propia linchar a mujeres desarmadas. En una esquina veo un camión estacionado que cierra la calle. Carga dos bafles enormes. La música estalla. Es la canción Me dicen Cuba, de Alexander Abreu. Los enfrentadores y enfrentadoras empiezan a cantar, pancartas y banderas en mano. De nuevo se han agrupado. Como una columna de manifestantes llegan hasta el frente de la casa y vuelven las consignas revolucionarias, los gritos de “Viva Cuba Libre, sin gusanas”, hasta que sale una mujer vestida de blanco tras la rejas y empieza a tirar cubos de agua. Hasta un “mueran malditas” se escucha desde el tumulto de manifestantes.
El regreso al paraíso
Rostros sudorosos y contentos se disgregan, felices de la labor cumplida. Otra hazaña más para contar a los vecinos y amigos, a sus descendientes cuando crezcan. Muchos caminan bailando mientras se dirigen al ómnibus que definitivamente nos llevará de regreso. Me acerco a un conocido, trabaja en la Antillana de Acero. “¿Tú aquí?”, me pregunta sorprendido. “Y tú también”, le contesto. “No jodas, a mí me quitan la estimulación en divisas, a ti nada”. La mujer que peinaba a la niña de seis años, y que la lleva a su lado, camina a nuestro lado. “¿Hubieras venido voluntaria a este enfrentamiento? Quiero decir, ¿si no te hubieran citado, hubieras venido igualmente?”, le pregunto. “¿De qué lado tú estás? ¡Defínete!”, me dice con mal humor, “a estas compradas con el dinero del imperialismo hay que tratarlas así y más, callarlas a golpes. Ojalá me dejaran”.
Callarlas a golpes. A las auras, las gusanas, las ratas, las comediantes. ¿Por qué? ¿por pensar diferente?, ¿por decir lo que piensan?, ¿por anunciar verdades incómodas? Golpear si es necesario para lograr el silencio. Defender a la Revolución se ha convertido también en amenazar la libertad de expresar una opinión. “Cree en lo que yo creo o te haré el daño que pueda. ¡Piensa como yo o muere!”, el dogma del fanatismo según Voltaire. A más de dos siglos, en una sociedad que continúa enarbolando la democracia y la participación ciudadana en los destinos del país, sigue vigente la imposición como método para asfixiar la pluralidad, sea esta política o artística. “Con la Revolución todo, contra la revolución nada”. La alianza del dogma y la ceguera. También de la censura, el ostracismo y el porque sí.
Estamos ya montados en el ómnibus. El responsable corrobora si todos los que vinimos en él están presentes. Da la orden al chofer y este arranca. Sigue flotando en el aire una tristeza espesa, a pesar de que abandonamos el lugar. Callarlas a golpes. Vuelven las anécdotas, la supuesta victoria contra los bárbaros. Evocan otros enfrentamientos, el merecido linchamiento. Hay júbilo en ser los hombres y mujeres del látigo, la prepotencia y la incomprensión. Hay que golpearlas si es necesario para lograr su silencio. El silencio de las auras, las gusanas, las ratas, las comediantes. Nos han inoculado el odio tan profundo que expresarlo nos parece normal, como el pan de cada día. Cerca de mí está el hombre de las 27 medallas invisibles en su pecho por tanta participación en esta Comedia Cubana. “¿Y por qué tantos policías, tantos militares en el enfrentamiento?”, le pregunto. “Para evitar que les caigamos encima, compadre”.
Ah. El Partido en nombre de la Revolución organiza la farsa y encima el cuerpo represivo de la Revolución son los abanderados, los protectores de los bárbaros, los encargados de que el pueblo alucinado no se lance sobre las Damas de Blanco a golpearlas. Intentar controlar la libertad de expresión también nos ha vuelto cínicos. Tantos recursos invertidos en alimentación, transporte y otros avituallamientos para mostrar al mundo algo insostenible y burlesco: la policía, los militares y la Seguridad del Estado enmascarada de civiles, controlando a un pueblo que la Revolución misma le ha inoculado la intolerancia y el odio contra la libertad de opinión. El hechizo del odio nos ha vuelto ciegos.
Son las 6:17 pm. Pienso una vez más en los enfrentadores, en su supuesta hazaña, y no puedo evitar un pensamiento: el día de mañana una de nuestras hijas, una de nuestras madres, protagonizarán el No frente al ofendido Poder, y serán las próximas humilladas, las nuevas testigos de la persecución política, en nombre de la Revolución y la utopía de una democracia que se cree con derecho a señalarlas y ensañarse contra las Damas de Blanco por pensar diferente.
[Esta crónica fue publicada originalmente en Havana Times]