El General Raúl Castro reconoce que los frijoles son más importantes que los cañones. Para los mandarines de verde olivo, la alimentación es un asunto de seguridad nacional.
Desde que tomó el poder el 31 de julio del 2006, Castro II ha intentado revitalizar la producción agrícola. Pero nada. El descomunal e ineficiente Ministerio de la Agricultura no logra que la gente cene carne de res, coma malanga o pueda adquirir frutas y vegetales a precios asequibles.
De nada ha servido arrendar la tierra para aumentar las cosechas. Pagar tres pesos por cada litro de leche. O subir los precios de compra a la producción de los campesinos privados. Es un problema estructural. Nunca, ni aún cuando la antigua URSS gastaba miles de millones de rublos en subsidiar a la economía cubana, el asunto de la alimentación ha podido ser resuelto.
Con cierta reiteración, a Fidel Castro le gustaba recordarnos que era un experto en materia agrotécnica. Desde los primeros años de revolución, invirtió tiempo y recursos en aumentar la producción agrícola y ganadera.
A Francia mandó a buscar un entendido en ganadería como Andrés Voisin. Quería que el francés aplicara en el trópico su tesis del pastoreo racional. El entonces joven y presuntuoso comandante aseguraba que Cuba recolectaría tal cantidad de malanga que podríamos exportarla.
De los cítricos decía otro tanto. En el Valle de Picadura, en las afueras de La Habana, diseñó inmensas vaquerías con aire acondicionado, donde el guerrillero se dedicaba a cruzar el ganado para obtener ejemplares superiores que produjeran mayor cantidad de carne y leche.
No creo que otro presidente en el mundo se haya involucrado tan a fondo, y con tan pésimo resultado, con el problema de la alimentación de su país.
Sembró café por toda la isla. Introdujo nuevas y más resistentes variedades de caña. Le dio por sembrar fresas, uvas, melocotones y manzanas en una zona montañosa de Sancti Spiritus con un microclima especial.
A pesar de los sucesivos fracasos, Castro no desistía. Ya en los 90, sin el subsidio de Moscú, construyó medio centenar de campamentos agrícolas para sembrar una variedad de plátanos a la que llamó 'microjet'. Estaba tan refocilado con la abundancia de plátanos, que ordenó imprimir libros de recetas, para que las amas de casa aprendieran a elaborar diferentes tipos de platos.
Una noche pidió a sus asesores que por avión le enviaran Mc Donald's auténticas. Quería compararlas con unas hamburguesas que él había creado y bautizado con el nombre de Zas. Después de probar las hamburguesas gringas, dijo que las cubanas eran superiores. Las Zas se vendían en cafeterías reconvertidas en hamburgueserías en La Habana, a dos por persona.
En Argentina adquirió cientos de máquinas de frozen. Ya en Cuba, fueron dedicadas a la elaboración de helados sin leche, a base de concentrados de limón, naranja o toronja. Entonces dijo que los cítricos aportarían las dosis de vitamina C necesitadas por las personas. Era tanta su pasión por la tierra y el ganado, que tenía cosechas de frijoles, vacas, búfalas, fábricas de quesos y helados en su vasta propiedad conocida como la Zona 0.
Pero el colmo fue que destrozó la industria azucarera nacional. Si algo siempre supieron hacer bien los cubanos, fue cosechar caña y producir azúcar. La producción de la dulce gramínea en estos años es comparable con las zafras de principio del siglo XX. De ser 'la azucarera del mundo', Cuba pasó a importar azúcar.
El número de cabezas de ganado se ha reducido al mínimo. Les doy un dato. Ilegalmente se sacrifican más reses en los campos cubanos que en los mataderos del Estado. Todos los proyectos del comandante culminaron en pura astracanada. Hoy no tenemos vacas, ni leche, ni café, ni plátanos, ni carne de res, ni pescados y mariscos.
Su hermano Raúl sabe que la comida es una bomba de relojería. Si el régimen pudiese atiborrar los mercados de alimentos, podría gobernar más cómodamente a una población con la barriga llena. Pero ni a trancas logran sacar frutos de la tierra. Cuba gasta casi mil 500 millones de dólares anuales en la compra de alimentos. El plan de Castro II es reducir las importaciones.
Además, las medidas puestas en práctica son incompletas. Arrendar la tierra por 10 años y prohibir al que la trabaja construir su vivienda en el terreno alquilado, es una estupidez mayúscula. Lo ideal sería arrendar la tierra por 90 años o más. Y que los campesinos puedan levantar allí sus casas.
Si el régimen desea que los precios de los alimentos caigan en picada, debería clausurar los centros estatales de acopio. Son antros de burócratas corruptos. Embriones de mafias que a su antojo manipulan los precios. Los robos y fraudes en esos centros son millonarios. El propio Raúl Castro reconoció que en los agromercados habaneros hubo un desfalco de 12 millones de pesos.
El precio ridículo que el Estado paga por los productos no incentivan a los guajiros a tener grandes cosechas. Quienes trabajan la tierra prefieren vender su producción a intermediarios particulares, porque les ofrecen mejores precios.
Un campesino particular debe vender el 80% de su cosecha al Estado. Si las ventas fueran de un 20 o 25%, y sus productores pudieran comercializar por su cuenta los excedentes, los precios desorbitados de viandas, frutas y hortalizas descenderían.
Otra traba es la imposibilidad de los propietarios de vender sus animales. Solo pueden hacerlo al Estado, que paga menos de 10 pesos convertibles por una vaca. La solución es degollarla y aparentar que fue un accidente. O hacer un trato con matarifes de la zona, para que por la noche sacrifiquen reses y luego reportarlo como hurto.
Las leyes absurdas invitan a las trampas. Si el gobierno creara mercados mayoristas, disminuirían los precios de los alimentos elaborados que ofertan los trabajadores privados. Si hace 5 años una pizza costaba entre 5 y 7 pesos en la capital, actualmente cuesta entre 12 y 15 la más barata. Un vaso de jugo natural de dos pesos subió a tres. El refresco instantáneo, de un peso se elevó a dos. Entre tanto, los salarios de los trabajadores siguen congelados en el tiempo.
El General Castro sabe que la escasez de alimentos es como un volcán dormido. Si en algún momento entra en erupción, podría volar en pedazos al régimen.
No hay oposición más eficaz que ese segmento significativo -y en aumento- de ciudadanos sin dinero, alimentándose poco y mal. En un intento por frenar el descontento y las cazuelas vacías, Castro II trata de poner en marcha una serie de medidas que eleven en flecha la producción de alimentos a menos costo.
Hasta ahora no lo ha logrado. Mientras, desde su sillón de jubilado político, Fidel Castro observa el panorama. Y asegura que investiga una planta llamada moringa, la cual será la solución definitiva al problema alimenticio nacional. Créanme, no es un chiste.
De nada ha servido arrendar la tierra para aumentar las cosechas. Pagar tres pesos por cada litro de leche. O subir los precios de compra a la producción de los campesinos privados. Es un problema estructural. Nunca, ni aún cuando la antigua URSS gastaba miles de millones de rublos en subsidiar a la economía cubana, el asunto de la alimentación ha podido ser resuelto.
Con cierta reiteración, a Fidel Castro le gustaba recordarnos que era un experto en materia agrotécnica. Desde los primeros años de revolución, invirtió tiempo y recursos en aumentar la producción agrícola y ganadera.
A Francia mandó a buscar un entendido en ganadería como Andrés Voisin. Quería que el francés aplicara en el trópico su tesis del pastoreo racional. El entonces joven y presuntuoso comandante aseguraba que Cuba recolectaría tal cantidad de malanga que podríamos exportarla.
De los cítricos decía otro tanto. En el Valle de Picadura, en las afueras de La Habana, diseñó inmensas vaquerías con aire acondicionado, donde el guerrillero se dedicaba a cruzar el ganado para obtener ejemplares superiores que produjeran mayor cantidad de carne y leche.
No creo que otro presidente en el mundo se haya involucrado tan a fondo, y con tan pésimo resultado, con el problema de la alimentación de su país.
Sembró café por toda la isla. Introdujo nuevas y más resistentes variedades de caña. Le dio por sembrar fresas, uvas, melocotones y manzanas en una zona montañosa de Sancti Spiritus con un microclima especial.
A pesar de los sucesivos fracasos, Castro no desistía. Ya en los 90, sin el subsidio de Moscú, construyó medio centenar de campamentos agrícolas para sembrar una variedad de plátanos a la que llamó 'microjet'. Estaba tan refocilado con la abundancia de plátanos, que ordenó imprimir libros de recetas, para que las amas de casa aprendieran a elaborar diferentes tipos de platos.
Una noche pidió a sus asesores que por avión le enviaran Mc Donald's auténticas. Quería compararlas con unas hamburguesas que él había creado y bautizado con el nombre de Zas. Después de probar las hamburguesas gringas, dijo que las cubanas eran superiores. Las Zas se vendían en cafeterías reconvertidas en hamburgueserías en La Habana, a dos por persona.
En Argentina adquirió cientos de máquinas de frozen. Ya en Cuba, fueron dedicadas a la elaboración de helados sin leche, a base de concentrados de limón, naranja o toronja. Entonces dijo que los cítricos aportarían las dosis de vitamina C necesitadas por las personas. Era tanta su pasión por la tierra y el ganado, que tenía cosechas de frijoles, vacas, búfalas, fábricas de quesos y helados en su vasta propiedad conocida como la Zona 0.
Pero el colmo fue que destrozó la industria azucarera nacional. Si algo siempre supieron hacer bien los cubanos, fue cosechar caña y producir azúcar. La producción de la dulce gramínea en estos años es comparable con las zafras de principio del siglo XX. De ser 'la azucarera del mundo', Cuba pasó a importar azúcar.
El número de cabezas de ganado se ha reducido al mínimo. Les doy un dato. Ilegalmente se sacrifican más reses en los campos cubanos que en los mataderos del Estado. Todos los proyectos del comandante culminaron en pura astracanada. Hoy no tenemos vacas, ni leche, ni café, ni plátanos, ni carne de res, ni pescados y mariscos.
Su hermano Raúl sabe que la comida es una bomba de relojería. Si el régimen pudiese atiborrar los mercados de alimentos, podría gobernar más cómodamente a una población con la barriga llena. Pero ni a trancas logran sacar frutos de la tierra. Cuba gasta casi mil 500 millones de dólares anuales en la compra de alimentos. El plan de Castro II es reducir las importaciones.
Además, las medidas puestas en práctica son incompletas. Arrendar la tierra por 10 años y prohibir al que la trabaja construir su vivienda en el terreno alquilado, es una estupidez mayúscula. Lo ideal sería arrendar la tierra por 90 años o más. Y que los campesinos puedan levantar allí sus casas.
Si el régimen desea que los precios de los alimentos caigan en picada, debería clausurar los centros estatales de acopio. Son antros de burócratas corruptos. Embriones de mafias que a su antojo manipulan los precios. Los robos y fraudes en esos centros son millonarios. El propio Raúl Castro reconoció que en los agromercados habaneros hubo un desfalco de 12 millones de pesos.
El precio ridículo que el Estado paga por los productos no incentivan a los guajiros a tener grandes cosechas. Quienes trabajan la tierra prefieren vender su producción a intermediarios particulares, porque les ofrecen mejores precios.
Un campesino particular debe vender el 80% de su cosecha al Estado. Si las ventas fueran de un 20 o 25%, y sus productores pudieran comercializar por su cuenta los excedentes, los precios desorbitados de viandas, frutas y hortalizas descenderían.
Otra traba es la imposibilidad de los propietarios de vender sus animales. Solo pueden hacerlo al Estado, que paga menos de 10 pesos convertibles por una vaca. La solución es degollarla y aparentar que fue un accidente. O hacer un trato con matarifes de la zona, para que por la noche sacrifiquen reses y luego reportarlo como hurto.
Las leyes absurdas invitan a las trampas. Si el gobierno creara mercados mayoristas, disminuirían los precios de los alimentos elaborados que ofertan los trabajadores privados. Si hace 5 años una pizza costaba entre 5 y 7 pesos en la capital, actualmente cuesta entre 12 y 15 la más barata. Un vaso de jugo natural de dos pesos subió a tres. El refresco instantáneo, de un peso se elevó a dos. Entre tanto, los salarios de los trabajadores siguen congelados en el tiempo.
El General Castro sabe que la escasez de alimentos es como un volcán dormido. Si en algún momento entra en erupción, podría volar en pedazos al régimen.
No hay oposición más eficaz que ese segmento significativo -y en aumento- de ciudadanos sin dinero, alimentándose poco y mal. En un intento por frenar el descontento y las cazuelas vacías, Castro II trata de poner en marcha una serie de medidas que eleven en flecha la producción de alimentos a menos costo.
Hasta ahora no lo ha logrado. Mientras, desde su sillón de jubilado político, Fidel Castro observa el panorama. Y asegura que investiga una planta llamada moringa, la cual será la solución definitiva al problema alimenticio nacional. Créanme, no es un chiste.