Al final de mi décimo grado, comenzaron a entrar también a aquel preuniversitario en el campo los polvos para inhalar y la “hierba” en paquetes pequeños.
Tenía yo una queratitis bastante agresiva en el ojo izquierdo. Era el resultado de la poca higiene del albergue y de las sucesivas conjuntivitis mal cuidadas. Me recetaron un complejo tratamiento, pero después de un mes de colirios seguía sin notar ninguna mejoría. Me ardían los ojos al mirar las paredes pintadas de blanco y las zonas donde se proyectara la luz del sol. Los renglones de las libretas se mostraban borrosos y observar mis propias uñas era un imposible. Yanet, la muchacha que dormía en la litera de enfrente, me contó lo que ocurría. “Te roban la homatropina para tomársela, cogen tremendo vuele y después te rellenan el frasco con otra cosa”, me dijo en un susurro frente a las duchas. Así que me puse a vigilar cada noche mi taquilla y comprobé que era verdad. La medicina que debía curarme la consumían algunas de mis colegas de albergue mezclada con un poco de agua … no en balde mi córnea no sanaba.
Elefantes azules, caminos de plastilina, brazos que se alargaban hasta el horizonte. Escapar, volar, saltar por la ventana sin hacerse daño… hacia el mismísimo abismo, eran las sensaciones que perseguían muchas de aquellas adolescentes alejadas de sus padres y que vivían bajo los pocos valores éticos que nos transmitían los profesores. Algunas noches, los varones hacían en el área deportiva un infusión de la flor conocida como “campana”, la droga del pobre le decían. Al final de mi décimo grado, comenzaron a entrar también a aquel preuniversitario en el campo los polvos para inhalar y la “hierba” en paquetes pequeños. Los traían principalmente los estudiantes que vivían en el paupérrimo barrio de El Romerillo. Risitas en las aulas las mañanas después de la ingesta, miradas extraviadas que traspasaban el pizarrón y la libido exacerbada con todos aquellos “alicientes para vivir”. Con dosis regulares ya no se siente ni el ardor del hambre en el estómago, me confirmaban algunas amigas ya “enganchadas”. Por suerte, nunca me he dejado tentar.
Al salir de la beca, supe que afuera de los muros de aquel lugar se repetía la misma situación, pero a mayor escala. En mi barriada de San Leopoldo, aprendí a reconocer los párpados semiabiertos de los “colocados”, la flaqueza y la piel mortecina del consumidor empedernido y la agresiva actitud de algunos que después de darse “un toque” se creían los reyes del mundo. Cuando llegaron los años dos mil aumentaron las ofertas en el mercado de la evasión: melca, marihuana, coca –esta última actualmente a unos 50 pesos convertibles el gramo- pastillas EPO; Parkisonil rosado y verde, piedra, Popper y todo tipo de psicotrópicos. Los compradores son de muy variados estratos sociales, pero en su mayoría buscan escapar, pasar un buen rato, salirse de la rutina, dejar atrás la asfixia cotidiana. Inhalan, beben, fuman y después se les ve bailar toda la noche en una discoteca. Pasada la euforia se quedan dormidos frente a esa misma pantalla de televisión donde Raúl Castro asegura que “en Cuba no hay droga”.
Publicado en Generación Y el 31 de enero del 2013
Elefantes azules, caminos de plastilina, brazos que se alargaban hasta el horizonte. Escapar, volar, saltar por la ventana sin hacerse daño… hacia el mismísimo abismo, eran las sensaciones que perseguían muchas de aquellas adolescentes alejadas de sus padres y que vivían bajo los pocos valores éticos que nos transmitían los profesores. Algunas noches, los varones hacían en el área deportiva un infusión de la flor conocida como “campana”, la droga del pobre le decían. Al final de mi décimo grado, comenzaron a entrar también a aquel preuniversitario en el campo los polvos para inhalar y la “hierba” en paquetes pequeños. Los traían principalmente los estudiantes que vivían en el paupérrimo barrio de El Romerillo. Risitas en las aulas las mañanas después de la ingesta, miradas extraviadas que traspasaban el pizarrón y la libido exacerbada con todos aquellos “alicientes para vivir”. Con dosis regulares ya no se siente ni el ardor del hambre en el estómago, me confirmaban algunas amigas ya “enganchadas”. Por suerte, nunca me he dejado tentar.
Al salir de la beca, supe que afuera de los muros de aquel lugar se repetía la misma situación, pero a mayor escala. En mi barriada de San Leopoldo, aprendí a reconocer los párpados semiabiertos de los “colocados”, la flaqueza y la piel mortecina del consumidor empedernido y la agresiva actitud de algunos que después de darse “un toque” se creían los reyes del mundo. Cuando llegaron los años dos mil aumentaron las ofertas en el mercado de la evasión: melca, marihuana, coca –esta última actualmente a unos 50 pesos convertibles el gramo- pastillas EPO; Parkisonil rosado y verde, piedra, Popper y todo tipo de psicotrópicos. Los compradores son de muy variados estratos sociales, pero en su mayoría buscan escapar, pasar un buen rato, salirse de la rutina, dejar atrás la asfixia cotidiana. Inhalan, beben, fuman y después se les ve bailar toda la noche en una discoteca. Pasada la euforia se quedan dormidos frente a esa misma pantalla de televisión donde Raúl Castro asegura que “en Cuba no hay droga”.
Publicado en Generación Y el 31 de enero del 2013