El actor y director de escena Ariel Bouza Quintero (Manicaragua, 1969) ha visto marchar de Cuba a gran parte de los actores que en los años 90 le acompañaron en la gran aventura del pequeño formato. No solo a quienes trabajaron con él, sino también ha visto irse a otros de diversas compañías, o proyectos, como les llamaban entonces.
Bouza es un luchador contracorriente. Ha pasado el tiempo y se ha quedado en la isla con el grupo Pálpito que fundó en 1993. Todavía conserva el nombre de la compañía y el grueso del repertorio. Sus actores ahora son otros. Los iniciales están en México, España, Francia, Estados Unidos o en Cuba, pero haciendo televisión, por ejemplo.
El "juego" de las artes escénicas ha cambiado. Ya no hay esa ultranecesidad de hacer teatro como en los 90 y, de hecho, un creador como él, con tantos años de trabajo y siendo profesor en la especialidad de actuación del Instituto Superior de Arte (ISA), no ha conseguido una sala propia para Pálpito.
Según nos comentó recientemente, ahora en el ISA los alumnos eligen si los profesores se quedan en el instituto, mediante votación. Esto quiere decir que el alumnado tiene la facultad de echar a un maestro.
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El llamado boom teatral de los 90 cuenta con la contradicción de haber llevado a cartelera la mayor cantidad de estrenos consecutivos nunca antes vista, en medio de una profunda crisis económica. Dentro de ese boom, el teatro para niños dio un vuelco impresionante con respecto a épocas anteriores. Salió a la calle a buscar su público, en bicicleta y muchas veces desfallecido por hambre (literalmente) y por el grave inconveniente de no encontrar recursos materiales para producir los espectáculos.
Junto a esta paradoja, estaba la necesidad de buscarse la vida fuera de la isla, mediante viajes cortos que oxigenaban un poco al creador. O en no pocos casos marchándose definitivamente.
Se disolvieron muchas de las grandes compañías –El Guiñol Nacional y el de Santa Clara continuaron en escena– y surgieron decenas de "proyectos" compuestos por dos o tres personas, incluso por un solo actor que se dirigía a sí mismo.
En medio de esa dinámica competitiva, Pálpito estrenó obras de pequeño y mediano teatro (Historias para contar, El pez enamorado) incluyendo un musical (Alfa del alba o la quimera de los siete sueños), con actores recién graduados o que estudiaban todavía en la academia. En el repertorio también incluyeron piezas de dramaturgos reconocidos como Luigi Pirandello (Así es si así os parece), pero siempre con algún "sabor" cubano.
De visita en Miami, Bouza acaba de presentar en la sala Artefactus Teatro un clásico de su repertorio, Historia de una muñeca abandonada, junto a un actor increíblemente dúctil, Gleris Garcés, cuya energía parece no agotarse nunca. Bouza y Garcés tuvieron una pequeña temporada en Kendall, al sur de la ciudad, en un lugar que pudiera parecer remoto según se mire. "La sala es excelente y muy bien cuidada en todos los detalles", comentó Bouza al final de la temporada. Estaba emocionado al poder reencontrarse en Miami con muchos amigos y colegas de los 90.
Esta versión que trajo es todo un reto para la actuación. No hay retablo y, sin embargo, trabajan con muñecos. El retablo está en el vestuario y en el propio cuerpo del actor, que, para mayor exigencia, se ven obligados a cantar y a bailar. Es posible que este reto tenga sus antecedentes en la dinámica de los 90.
–¿Cómo surge Pálpito dentro de esos años duros del llamado "Período Especial"?
Había que hacer un tipo de teatro que sirviera para todo público, tanto para niños como para adultos. Siempre buscamos espectáculos con esa doble lectura, para los padres y para los niños. Esa fue la línea de Pálpito.
Cuando comenzamos hicimos de todo: Teatro con máscaras, con títeres, hicimos un musical, teatro dramático. Y logramos una media con nuestra propia poética: Hacemos un teatro muy cubano, popular, rescatamos los personajes populares y lo que hacemos es contar historias
Mientras más en crisis están las cosas, es que surgen obras mejores. No había nada para fabricar los muñecos, ni el vestuario… Como es más fácil vestir a un títere que a un actor, muchos de nosotros optamos, entonces, por vestir al títere… Así surgieron muchos grupos.
–Pero estaba aún una compañía de referencia como es el Guiñol Nacional. ¿Ellos no se pusieron celosos?
No, todo lo contrario…
–¿Y ese espíritu creativo murió?
De alguna manea sí. Muchos teatristas se han ido fuera del país. Pero hay grupos que están empezando ahora. Se puede hablar de una novísima dramaturgia en Cuba.
–¿Sólo la necesidad económica hizo en los 90 que creciera el número de espectáculos?
No solo eso. También mucha gente incapacitada para actuar en directo se metió detrás de un retablo. El sistema de "proyectos" fue muy generoso y masivo. Detrás de un títere está el ego del actor, esa es una realidad.
–Pero en los 90 se rompió un poco el mito de que el teatro para niños era solo marionetas. Esa tradición de los hermanos Camejo, esa tradición del retablo por encima de todo se rompió de cierta manera, y predominó el actor visible. ¿O la combinación de las dos cosas?
Sí, las dos cosas. Mi grupo creo que es un ejemplo de eso, con la obra Sácame del apuro… Lo que no podía hacer un actor en directo lo hacía por detrás de un retablo y viceversa. Hay gente que dice que el retablo es una especialidad y eso es respetable. En el caso mío, es un recurso que utilizo con un fin determinado para una obra determinada.
Es cierto que el actor tenía en aquellos años mucha necesidad de actuar en vivo y eso es lo que te enseñan en la escuela. En el ISA, el títere se estudia un semestre nada más, dentro de las clases de teatro infantil.
–¿Qué pasó definitivamente en los 90?
Que el actor se veía obligado a hacer lo que fuera, actuar en una plaza, en un parque o donde sea. La inventiva del creador estaba por encima de todo. El actor lo que tiene es necesidad de ser visto y escuchado. Esa es la cuestión.
–¿Te vas contento de Miami?
Muy contento. Y espero volver pronto.