El autor describe la sensualidad de una criatura amiga de compartir la bañera.
La muerte de José Emilio Pacheco (Ciudad de México, 1939-2014) me devolvió a uno de sus textos: Elogio del jabón. El texto me animó a redactar y musicalizar un guión para la radio. El guión, a su vez, me sugirió algunas ideas, y esas ideas convergieron en estos párrafos cuya única pretensión es recordar hasta qué punto la poesía puede contagiar al lector su necesidad de reescribir alguna porción de la realidad y de compartir con otros lectores su nueva percepción de ella.
Pacheco celebra las nupcias del jabón y el agua. Nuestra relación con ellos no puede ser más íntima: son las únicas criaturas que invitamos a bañarse con nosotros a diario. Huelga hablar de lascivia, de haberla es inconsciente, y todos nos solazamos en silencio, sin que una manifestación de euforia extrema turbe la paz del vecindario. La manía de cantar bajo la ducha es sólo indicio de una sexualidad satisfecha.
El matrimonio del jabón y el agua no es estéril, tiene una hija (bella, por cierto): la espuma. Y promiscua como nosotros, como ellos, pero más cariñosa que sus padres. Mientras el agua, antes de desposarse con el jabón, nos cae encima y huye cuerpo abajo, escurriéndose por la boca del desagüe, que la utiliza para hacer gorgoritos y aclararse el gaznate como si fuera él, y no nosotros, quien va a cantar; mientras el jabón --sin el agua-- es sólo una presencia inexpresiva, la espuma se adhiere a nuestra piel como si no se resignara a abandonarnos.
No se sabe cuál es su canción favorita pero la bañera me ha escuchado entonarle varias, y como la supongo aficionada al bolero, no hay vez que la sienta hacerme cosquillas en la nuca, resbalarme por el tórax y lamerme las piernas que no encuentre uno dispuesto a halagarla y hacerla partícipe de mis propios deseos: ¡Mira que eres linda!, Abrázame así, Bésame mucho, Novia mía, Tápame contigo y, si se esmera en el toqueteo, la más ardiente de las guarachas imaginables: Ven, devórame otra vez.
Ninguna pareja de amantes se enjabona: la enjabonan el jabón y el agua, que, a través de ella, se enjabonan a sí mismos.
Ninguna pareja se desenjabona: la desenjabonan el agua y el jabón que, a través de ella, renuncian a sus respectivas individualidades y escapan por la alcantarilla disfrazados de mugre para que ningún envidioso atente contra su felicidad.
Ninguna pareja más perfecta que la de ambos. El libestod de Tristán e Isolda fue compuesto para ellos. Si hombres y mujeres se fundieran al contacto de los unos con los otros como se funde el jabón al contacto con el agua; si, luego de intimar, quedaran tan ebrios de su cónyuge como el agua queda del jabón, no existiría el divorcio. Basta que la bañera se llene de vapor para que a la pastilla de jabón se le caiga la baba. Basta que el agua salpique la jabonera para que ésta bulla, como el champán.
La sensualidad de las mujeres cubanas que me atrajeron de niño radicaba en su afición al jabón de lavar, cuyo aroma humilde esparcían por dondequiera que pasaban, como una promesa de acoplamiento. Por eso arremetía de cabeza contra las sábanas blancas que se ahuecaban o hinchaban en las tendederas de la azotea de mi casa y en los patios vecinos, y las dejaba lengüetearme el rostro, y daba vueltas y vueltas dentro de las más mojadas, o entre ellas, borracho de su perfume, que así de lúbricos pueden ser los niños.
Una sábana húmeda que cuelga al sol es un cuerpo que juega con quien lo palpa y que tan pronto le escurre el bulto como reaparece a sus espaldas, cubriéndole los ojos y revolviéndole el cabello. Una vez escuché a una sábana musitarme, ¡loco, loco! , y nada le dije, pero la loca era ella, que no me soltaba.
Por eso envidiaba y aún envidio al viento, todo hocico, capaz de raptarlas e ir dándose revolcones con ellas sobre los tejados y la hierba. Oler es una forma de poseer. La doncella olorosa a jabón de Castilla que transita una acera flanqueada por hombres corre peligro de perder su virginidad; la esposa más honesta le es infiel a su marido. Respirar el aroma que cualquiera de ellas exhala es poseerlas públicamente, pero sin impudicia.
La ola es madre soltera. Se ignora quién fue el padre de la espuma que lleva en los brazos. A no ser que el movimiento sea una forma de jabón, y de él descienda la espuma que, temerosa de ser desflorada por el viento, huye y se estrella contra las rocas o por el contrario, ávida de varón, se extiende boca arriba en la arena.
Quien va a la playa y prefiere el baño de asiento al chapuzón, la orilla a la profundidad, no es tonto, ama la espuma y superpone a su condición inodora la fragancia de las lociones para broncearse que erotizan el ambiente. Nada como el olor a zumo de piña y crema de coco que arrojan algunas. El cubano aficionado a ver en las frutas una humanidad apetitosa descubre que cielo e infierno son uno en la playa.
Miro la espuma, su delicadeza,
¡que es tan distinta a la de la ceniza!
Como quien mira una sonrisa, aquella
por la que da su vida.
confesó Claudio Rodríguez, y lo entiendo. Pero la espuma no distrae de la muerte: su fugacidad es recordatorio de la nuestra.
No renuncié a afeitarme con navaja por temor a degollarme sino a degollar a la espuma. Un día la vi sangrar y no supe qué hacer. La herida, aunque minúscula, me dolió más que a ella. Su sangre era más roja que la mía.
Pacheco celebra las nupcias del jabón y el agua. Nuestra relación con ellos no puede ser más íntima: son las únicas criaturas que invitamos a bañarse con nosotros a diario. Huelga hablar de lascivia, de haberla es inconsciente, y todos nos solazamos en silencio, sin que una manifestación de euforia extrema turbe la paz del vecindario. La manía de cantar bajo la ducha es sólo indicio de una sexualidad satisfecha.
El matrimonio del jabón y el agua no es estéril, tiene una hija (bella, por cierto): la espuma. Y promiscua como nosotros, como ellos, pero más cariñosa que sus padres. Mientras el agua, antes de desposarse con el jabón, nos cae encima y huye cuerpo abajo, escurriéndose por la boca del desagüe, que la utiliza para hacer gorgoritos y aclararse el gaznate como si fuera él, y no nosotros, quien va a cantar; mientras el jabón --sin el agua-- es sólo una presencia inexpresiva, la espuma se adhiere a nuestra piel como si no se resignara a abandonarnos.
No se sabe cuál es su canción favorita pero la bañera me ha escuchado entonarle varias, y como la supongo aficionada al bolero, no hay vez que la sienta hacerme cosquillas en la nuca, resbalarme por el tórax y lamerme las piernas que no encuentre uno dispuesto a halagarla y hacerla partícipe de mis propios deseos: ¡Mira que eres linda!, Abrázame así, Bésame mucho, Novia mía, Tápame contigo y, si se esmera en el toqueteo, la más ardiente de las guarachas imaginables: Ven, devórame otra vez.
Ninguna pareja de amantes se enjabona: la enjabonan el jabón y el agua, que, a través de ella, se enjabonan a sí mismos.
Ninguna pareja se desenjabona: la desenjabonan el agua y el jabón que, a través de ella, renuncian a sus respectivas individualidades y escapan por la alcantarilla disfrazados de mugre para que ningún envidioso atente contra su felicidad.
Ninguna pareja más perfecta que la de ambos. El libestod de Tristán e Isolda fue compuesto para ellos. Si hombres y mujeres se fundieran al contacto de los unos con los otros como se funde el jabón al contacto con el agua; si, luego de intimar, quedaran tan ebrios de su cónyuge como el agua queda del jabón, no existiría el divorcio. Basta que la bañera se llene de vapor para que a la pastilla de jabón se le caiga la baba. Basta que el agua salpique la jabonera para que ésta bulla, como el champán.
La sensualidad de las mujeres cubanas que me atrajeron de niño radicaba en su afición al jabón de lavar, cuyo aroma humilde esparcían por dondequiera que pasaban, como una promesa de acoplamiento. Por eso arremetía de cabeza contra las sábanas blancas que se ahuecaban o hinchaban en las tendederas de la azotea de mi casa y en los patios vecinos, y las dejaba lengüetearme el rostro, y daba vueltas y vueltas dentro de las más mojadas, o entre ellas, borracho de su perfume, que así de lúbricos pueden ser los niños.
Una sábana húmeda que cuelga al sol es un cuerpo que juega con quien lo palpa y que tan pronto le escurre el bulto como reaparece a sus espaldas, cubriéndole los ojos y revolviéndole el cabello. Una vez escuché a una sábana musitarme, ¡loco, loco! , y nada le dije, pero la loca era ella, que no me soltaba.
Por eso envidiaba y aún envidio al viento, todo hocico, capaz de raptarlas e ir dándose revolcones con ellas sobre los tejados y la hierba. Oler es una forma de poseer. La doncella olorosa a jabón de Castilla que transita una acera flanqueada por hombres corre peligro de perder su virginidad; la esposa más honesta le es infiel a su marido. Respirar el aroma que cualquiera de ellas exhala es poseerlas públicamente, pero sin impudicia.
La ola es madre soltera. Se ignora quién fue el padre de la espuma que lleva en los brazos. A no ser que el movimiento sea una forma de jabón, y de él descienda la espuma que, temerosa de ser desflorada por el viento, huye y se estrella contra las rocas o por el contrario, ávida de varón, se extiende boca arriba en la arena.
Quien va a la playa y prefiere el baño de asiento al chapuzón, la orilla a la profundidad, no es tonto, ama la espuma y superpone a su condición inodora la fragancia de las lociones para broncearse que erotizan el ambiente. Nada como el olor a zumo de piña y crema de coco que arrojan algunas. El cubano aficionado a ver en las frutas una humanidad apetitosa descubre que cielo e infierno son uno en la playa.
Miro la espuma, su delicadeza,
¡que es tan distinta a la de la ceniza!
Como quien mira una sonrisa, aquella
por la que da su vida.
confesó Claudio Rodríguez, y lo entiendo. Pero la espuma no distrae de la muerte: su fugacidad es recordatorio de la nuestra.
No renuncié a afeitarme con navaja por temor a degollarme sino a degollar a la espuma. Un día la vi sangrar y no supe qué hacer. La herida, aunque minúscula, me dolió más que a ella. Su sangre era más roja que la mía.