Agosto 1994: salvaguardar la integridad física de "los líderes de la revolución"

Maleconazo

Esos hombres verdeolivos poseen un plan de evacuación para contingencias, reunir el familión y volar.

El 1994 comenzó con incertidumbre y terminó en desesperanza. Varios astrólogos coinciden en que ese año era lógico tener la equivocada sensación de que algo inusual sucedería. Efecto que en cierta medida – aseguran - fue causado por el incremento de la actividad solar. Más sabiendo que durante los primeros días de agosto, ocurrieron grandes llamaradas solares.

Independientemente de la respetable opinión de quienes todo lo ven en el cielo. Ese año, Cuba registró el punto más bajo en la caída económica que se venía manifestando desde la desaparición del campo socialista en 1989. Crisis que se agudizó con los factores negativos de una zafra azucarera que apenas alcanzó los 4 millones de toneladas, y la inoportuna, aunque lógica, aparición de una epidemia de polineuritis que obligó a las autoridades a hacer gastos extraordinarios.

La economía sumergida llegó a registrar volúmenes de transacciones similares al de las ventas minoristas estatales, pero con un nivel de precios 20 veces mayor. Así que el desequilibrio financiero, el déficit presupuestario y el exceso de liquidez monetaria en manos de la población, convirtieron la vida cubana en un drama y se hizo común, intentos nada convencionales de salidas ilegales. El remolcador 13 de marzo, y las lanchas de Regla y Casablanca.

El gobierno lo sabía, esa bomba de relojería no podía hacer más que estallar creando una nueva estampida o una revuelta social. Por ello había ensalzado el ánimo de los militares con ascensos de categoría realizados el 6 de junio de ese mismo año.

Pero La Habana, en agosto, se torna ciudad calurosa y la brisa que viene del mar es el ventilador de los pobres. Por eso, el día cinco de ese mes, una veintena de jóvenes estaban sentados sobre el muro del Malecón, en la avenida del Puerto, cerca de Cuba y Chacón. Y no sé si por ser pobres, o porque algunos eran negros, resultaron sospechosos y aparecieron los camiones de la brigada especial repartiendo agresión. El cansancio, la necesidad, la ira e incluso el agravio dinamitaron la obediencia popular e hicieron que el grupo de jóvenes respondiera caminando en bloque y gritando “Basta ya”, “Abajo Fidel” más todo lo que ya sabemos y no cito para no redundar.

A ellos se le unieron otros, y a estos otros muchos más. No fue un desorden antisocial creado por grupos de delincuentes; fue una reacción popular espontánea, producida por las circunstancias y reprimida con exceso de perversidad. El gobierno cubano reaccionó con brutalidad, y contraatacó en todas las direcciones.

A fuerza de golpe, malas mañas y mucha sangre, enfrentó a grupos de cubanos, aplastó a los manifestantes e infiltró la manifestación con falsos manifestantes que desde adentro enfriaron el arrojo libertario.

La policía mostró sus fuerzas al pueblo, tropas antimotines con cascos, escudos y vehículos artillados se pasearon por La Habana (especialmente en los municipios Habana Vieja, Guanabacoa y 10 de octubre). Los homicidas de la ley amedrentaron a todos enseñando toda una tecnología de ejecución, dejando en la población una lúgubre, aterradora y poco inspiradora visión.

En los medios nacionales, todos fueron obligados a exponer públicamente, una opinión de repudio hacia lo que decidieron nombrar “los sucesos del 5 de agosto”. Tenían que vitorear aún cuando no había razón. Pero lo que pocos vivieron fue la puesta en marcha de el “plan para salvaguardar la integridad física de los líderes de la revolución”.

Sí, esos hombres verdeolivos que envejecieron repitiendo la falsa consigna; “Defender la revolución hasta la última gota de sangre”; poseen un plan de evacuación para contingencias, reunir el familión y volar, no hacia la primera línea, sino en primera clase, donde en lugar de trincheras, existen cómodos asientos y aeromozas que sirven champán.

Lo sé porque ese 5 de agosto de 1994, cuando el sol no alcanzaba el cenit, recibí una breve llamada de un oficial de guardia pidiéndome permanecer en casa, y cinco minutos después apareció el entonces jefe de escoltas de mi padre, Raúl Romero Torreblanca, informándome que recogiera lo esencial, porque me pasarían a buscar. Sin explicación.

No era una opción; desde hace muchos años, a los dirigentes cubanos (de primer nivel) se les había pedido una relación de familia priorizada y, aunque ya yo no era del agrado de la alta dirección, mi nombre aún aparecía en la lista que había hecho mi padre.

Torreblanca se marchó, tres horas más tarde mi teléfono volvió a sonar; posición anterior - escuché -, situación controlada.

Preguntando me enteré que no todos los dirigentes ni sus cercanos familiares habían recibido la misma llamada, ni siquiera instrucciones similares. Ya lo decía mi abuela “los que ladran siempre mienten”.