El autor narra la historia de una pareja y sus desacuerdos sobre la cama.
Pocos días antes de contraer matrimonio, la joven le advirtió que estaría dispuesta a desempeñar las labores más diversas del hogar menos una: arreglar la cama. La advertencia estuvo a punto de arruinar la relación. Si algo le resultaba intolerable era verse forzado a acostarse en una cama revuelta. Una cama por arreglar es un brote del caos primigenio, y entre sus nostalgias de desterrado no figuraba la de una época tan remota.
La joven rehusó dar explicaciones: todo, menos la cama. Tenderla, quiso decir. Y él sintió que el futuro se le ensombrecía. De no hacerlo ella tendría que hacerlo él, y el solo espectáculo de una cama deshecha lo desasosegaba; tanto, que al abandonar la suya no miraba atrás. Luego de poner los pies en el suelo, dirigirse al cuarto de baño y recoger la ropa del día, procedía a vestirse en la sala, donde la tapicería sin arrugas de los muebles le auguraba una jornada feliz.
El origen de las pesadillas no está dentro de uno sino afuera: en los pliegues de la sábana sobre la cual duerme. Una cama revuelta contagia su desasosiego. De niño no había comprendido la urgencia de las mujeres de su casa por arreglar las camas tan pronto amanecía; de adulto, sí. Los problemas matrimoniales, los enfrentamientos entre padres e hijos, el mal humor, el estrés y la falta de ánimo, las disputas entre vecinos, las discordias políticas, las crisis nacionales e internacionales menguan y hasta se desvanecen cuando se arreglan las camas.
Un país donde todas las sábanas estuvieran tendidas; las frazadas, dobladas; las fundas de las almohadas, lisas, y los edredones impecablemente echados sobre ellas, sería un país mejor. La sola idea de una cama modelo le proporcionaba una sensación de bienestar tan viva que le alebrestaba la libido, por eso declinaba hospedarse en casas de parientes y amigos cuando viajaba: lo suyo era el hotel, donde siempre había una mucama ansiosa por arreglar las habitaciones, y las camas, a su llegada del aeropuerto o regreso de la calle, no sólo lo esperaban tendidas y perfumadas como las concubinas ideales a los maridos infieles sino con un caramelo o bombón justo delante de esa ranura que se abre entre las dos almohadas, y con un cartelito que suele rezar “Bienvenido” o “Buenas noches”.
Nada como llegar a una habitación de hotel y ver la cama impecable, toda disponibilidad, en medio de la penumbra. Nada como deshacerse de los zapatos y la camisa, echarse bocabajo sobre ella, extender los brazos y apretar la mejilla contra la tela muda, tensa como la piel de un vientre; casi se la siente respirar debajo de uno, y contraerse y ensancharse, acogerle, a medida que ambos cuerpos se acoplan. No se la puede abarcar, pero no importa, la suavidad de la colcha, fresca o cálida, según la temperatura exterior de la cual se huye, tiene morbidez de beso.
Una cama desarreglada es un vórtice cuyos vientos arrancan las alas de los ángeles de la guarda y asolan la psiquis de quien persiste en dormir sobre ella; un mar embravecido donde los sueños zozobran; una topografía accidentada, capaz de obstaculizar el flujo de la sangre del durmiente, cubrir su torso de estrías y abrir abismos o levantar murallas entre los amantes. Hay parejas cuyos miembros acaban por darse la espalda y no volver a mirarse durante la noche ante la imposibilidad de sortear el obstáculo que una sábana rugosa improvisa entre ellos.
El matrimonio de marras se consumó bajo los peores auspicios, pero fue dichoso. El recién casado no tardó en descubrir lo que su mujer había rehusado revelarle y jamás le revelaría, al menos de viva voz (el pudor encabezaba la lista de sus virtudes y no estaba dispuesta a renunciar a él): mientras más revuelta la cama, más débiles las inhibiciones; más feroz, el deseo; más animal el animal.
Travieso Oscar Hahn:
La joven rehusó dar explicaciones: todo, menos la cama. Tenderla, quiso decir. Y él sintió que el futuro se le ensombrecía. De no hacerlo ella tendría que hacerlo él, y el solo espectáculo de una cama deshecha lo desasosegaba; tanto, que al abandonar la suya no miraba atrás. Luego de poner los pies en el suelo, dirigirse al cuarto de baño y recoger la ropa del día, procedía a vestirse en la sala, donde la tapicería sin arrugas de los muebles le auguraba una jornada feliz.
El origen de las pesadillas no está dentro de uno sino afuera: en los pliegues de la sábana sobre la cual duerme. Una cama revuelta contagia su desasosiego. De niño no había comprendido la urgencia de las mujeres de su casa por arreglar las camas tan pronto amanecía; de adulto, sí. Los problemas matrimoniales, los enfrentamientos entre padres e hijos, el mal humor, el estrés y la falta de ánimo, las disputas entre vecinos, las discordias políticas, las crisis nacionales e internacionales menguan y hasta se desvanecen cuando se arreglan las camas.
Un país donde todas las sábanas estuvieran tendidas; las frazadas, dobladas; las fundas de las almohadas, lisas, y los edredones impecablemente echados sobre ellas, sería un país mejor. La sola idea de una cama modelo le proporcionaba una sensación de bienestar tan viva que le alebrestaba la libido, por eso declinaba hospedarse en casas de parientes y amigos cuando viajaba: lo suyo era el hotel, donde siempre había una mucama ansiosa por arreglar las habitaciones, y las camas, a su llegada del aeropuerto o regreso de la calle, no sólo lo esperaban tendidas y perfumadas como las concubinas ideales a los maridos infieles sino con un caramelo o bombón justo delante de esa ranura que se abre entre las dos almohadas, y con un cartelito que suele rezar “Bienvenido” o “Buenas noches”.
Nada como llegar a una habitación de hotel y ver la cama impecable, toda disponibilidad, en medio de la penumbra. Nada como deshacerse de los zapatos y la camisa, echarse bocabajo sobre ella, extender los brazos y apretar la mejilla contra la tela muda, tensa como la piel de un vientre; casi se la siente respirar debajo de uno, y contraerse y ensancharse, acogerle, a medida que ambos cuerpos se acoplan. No se la puede abarcar, pero no importa, la suavidad de la colcha, fresca o cálida, según la temperatura exterior de la cual se huye, tiene morbidez de beso.
Una cama desarreglada es un vórtice cuyos vientos arrancan las alas de los ángeles de la guarda y asolan la psiquis de quien persiste en dormir sobre ella; un mar embravecido donde los sueños zozobran; una topografía accidentada, capaz de obstaculizar el flujo de la sangre del durmiente, cubrir su torso de estrías y abrir abismos o levantar murallas entre los amantes. Hay parejas cuyos miembros acaban por darse la espalda y no volver a mirarse durante la noche ante la imposibilidad de sortear el obstáculo que una sábana rugosa improvisa entre ellos.
El matrimonio de marras se consumó bajo los peores auspicios, pero fue dichoso. El recién casado no tardó en descubrir lo que su mujer había rehusado revelarle y jamás le revelaría, al menos de viva voz (el pudor encabezaba la lista de sus virtudes y no estaba dispuesta a renunciar a él): mientras más revuelta la cama, más débiles las inhibiciones; más feroz, el deseo; más animal el animal.
Travieso Oscar Hahn:
Mi cama está deshecha: sábanas en el suelo
y frazadas dispuestas a levantar el vuelo.
La muerte dice ahora que me va a hacer la cama.
Le suplico que no, que la deje deshecha.
Ella insiste y replica que esta noche es la fecha.
Se acomoda y agrega que esta noche me ama.
y frazadas dispuestas a levantar el vuelo.
La muerte dice ahora que me va a hacer la cama.
Le suplico que no, que la deje deshecha.
Ella insiste y replica que esta noche es la fecha.
Se acomoda y agrega que esta noche me ama.