Placentero vuelo de unas tres horas de Miami a Medellín, que da tiempo para repasar las historias de los cubanos que inician gira en La Habana, para pasar por Ecuador, Colombia, Panamá y rumbo norte, hasta pasar el Río Bravo.
Desde Medellín, metida entre montañas tomamos otro avión, pero más pequeño para 60 minutos más tarde aterrizar en Apartadó, ciudad cabecera del municipio de igual nombre donde abundan las planicies y escasean las montañas.
A unos 35 kilómetros esta nuestro destino, Turbo, la tierra del cangrejo y el banano, en la subregión de Urabá, departamento de Antioquia. “De ninguna manera, el taxi está listo y yo me encargo del equipaje”, nos dijo un colombiano de rasgos indígenas y chaparro que nos arrebató las maletas. Al volante esperaba Marino Jairo, de parecido a los personajes malos de las películas de Pedro Infante.
Pero nuestro Marino Jairo resultó ser un malo bueno. Afable, amistoso, hospitalario y de despacio conducir pero que conoce el rostro de la muerte y lo sustenta con historias escalofriantes. Durante el trayecto nos contó que fue testigo y sólo un milagro lo salvó de dos masacres perpetradas en 1997 y en el 200 por hombres ocultos bajo pasamontañas y uniformes camuflados: los temibles paramilitares.
En la plaza del copiloto Rudy, mi camarógrafo, escuchaba con atención el elocuente relato de Marino Jairo, pero de cuando en vez volteaba la cabeza. Me buscaba con la mirada como pidiendo un visual S.O.S—“brother esto no me gusta”, me dijo entre dientes a la velocidad que los cubanos saben hablar cuando no quieren que el extranjero entienda lo que dicen. La frente le sudaba como si adentrara en el Sahara mientras pasábamos por pueblitos de calles de arena y barro que conforman la región de Urabá, “la más fértil de Colombia”, asegura con orgullo Marino Jairo.
Poco más de una hora de viaje y ya casi entramos a la ciudad portuaria de Turbo, donde en el pasado los paramilitares fijaron una de sus bases. Hoy es el punto de partida de Colombia y al mismo tiempo la puerta de entrada hacia Centroamérica de cubanos y otros inmigrantes que buscan de manera irregular llegar al otro lado del Rio Bravo, Estados Unidos.
Y por eso estamos aquí, por los cerca de 500 cubanos aglutinados en un almacén, una nave enclavada a la orilla del puerto que brindó su propietario a los isleños como único refugio que han recibido en Turbo.
Todavía con el polvo del camino encima, nuestro Marino Jairo esperó a que dejáramos el equipaje en el hotel y con la caída del sol, nos condujo al barrio Obrero, por calles estrechas de dos vías, algunas sin pavimentar, otras con pavimento pero sin aceras. El tránsito en motos domina la circulación. Un giro a la izquierda, entramos en un callejón sin salida. Al final el vejete almacén, con grietas en su estructura, y una madera que perdió el componente arbóreo por la acción devastadora de los años y los elementos.
La fresca brisa del mar Caribe me golpeó con agrado. Me vino el recuerdo de los años noventa, horas de pasiones en el malecón de una tórrida Habana a oscuras en pleno periódico especial.
Curiosos salieron descamisados los hombres, las mujeres no esperaban la visita de paisanos llegados de tan lejos a este recóndito pueblito, que debe su nombre (y con mucha razón) a lo turbio del agua de mar que le circunda. Aparecen algunos con cara de susto, otros con una sonrisa de esperanza.
Rudy ya no sudaba, cámara en mano bajo del taxi y no dejo de presionar el obturador hasta que tarde, bien tarde y rendidos ante el cansancio nos despedimos con un hasta ahorita a la cubana. De vuelta al hotel con Marino Jairo, no se veía ni una sola sombra humana en las calles de Turbo.
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