En Cuba cada vez se habla más alto. Muchas veces a gritos. Vociferamos dondequiera: en la casa, el trabajo, la calle, de una acera a otra o de balcón a balcón. Sin respeto por nada ni nadie.
Hablamos con alaridos, como si la rabia nos devorara el alma. Aderezamos lo que decimos con palabrotas. Mientras más fuertes, mejor. Son la sal de nuestro léxico. Subrayan, dan fuerza a lo que decimos. Basta decir que algo está de p… para que uno imagine lo peor y también, cómo no, lo mejor, lo máximo.
Manoteamos agresivos, prestos a abofetear o apretar el cuello al que nos pise el zapato, nos empuje en la guagua o nos contradiga en algo. Nos insultamos hasta para saludarnos. Los piropos, de tan crudos, asustan.
Con familiaridad, nos llamamos aseres, fieras, locos, salvajes. Y tenemos razón: en una mezcla de todo eso nos hemos convertido.
En el caso de los más jóvenes, es peor. Zafios, gesticulan y hablan en una jerga ininteligible, selvática y presidiaria. Escupiendo y rascándose la entrepierna, pasan como si nada por encima de valores, categorías y normas.
Para ellos, nadie merece respeto. Especialmente los viejos. Los tratan como trastos inservibles que les roban espacio en la sala, el cuarto o la barbacoa. Los culpan por legarles “esto”.
Gritan su desafío y su voluntad de no parecerse ni remotamente a sus padres. No pueden perdonarles que sean unos perdedores, unos pasmados, que dieron demasiada importancia a boberías como el trabajo, el estudio, la moral y la decencia. Los chicos aprendieron a no perder el tiempo con abstracciones que no se comen ni permiten entrar a la discoteca o comprar ropa de marca.
Pero no nos quejemos. ¿Podían ser mejores? ¿Qué esperábamos obtener de ellos?
Crecieron escuchando las broncas matrimoniales de sus padres, que reñían como perros porque no había comida, el dinero no alcanzó para llegar a fin de mes y la casa, en la que ya no se cabía, se caía a pedazos.
Fueron criados con gritos, gaznatones y amenazas de molerlos a palos. Sus progenitores confiaron en que la escuela se encargaría de educarlos, porque con tanto trabajo, emulación socialista, movilizaciones y tareas de la revolución, no tenían mucho tiempo para los niños. Y en el poco tiempo libre que quedaba, había que descompresionar, fiestar con los amigos, pegar tarros y emborracharse para aguantar “esto”.
Dan risa los sicólogos y sociólogos que investigan las causas de los comportamientos agresivos en la sociedad cubana. Culpan a las películas norteamericanas y a los cantantes de reguetón pero obvian que durante medio siglo, el pendenciero Máximo Líder, que pretendió ser el paradigma de los cubanos, enalteció la intolerancia, la difamación y la agresión verbal, lo mismo contra los presidentes norteamericanos que contra los disidentes, los exiliados o los deportistas que se quedaban en el exterior.
Luego que en el ambiente casi carcelario de las escuelas en el campo, las becas y el servicio militar obligatorio, donde reinaba la ley del más fuerte, aprendimos a resolver los conflictos e imponer nuestros criterios de un modo violento, es inevitable que hoy, tan cotidianamente frustrados como estamos,proyectemos a cada paso, aun sin proponérnoslo, actitudes violentas.
De nada vale que refuercen la policía y dicten leyes más severas. Eso no va a hacer que regresen los valores que se perdieron, que fueron desterrados por considerarlos propios de burgueses y no de proletarios empeñados en la construcción del comunismo.
No exageran con la chusmería, la marginalidad y la violencia, ciertas películas cubanas y las novelas de Pedro Juan Gutiérrez y otros autores del llamado realismo sucio: es así y peor aún.
Cuba se convirtió en una gran familia disfuncional, moradora de una inmensa villa miseria, donde los problemas, no importa de la índole que sean, se resuelven con gritos, golpes y amenazas. Eso, si no es a puñaladas y machetazos.
Este artículo de Luis Cino fue publicado originalmente en Cubanet