El autor destaca el oído para la música del jabalí y reprueba a “un cerdo que ha hecho su corral en nuestro cerebro”
El animal desprovisto de una facultad o escaso de ella saca punta a las otras. El pobre de olfato ve mucho; el ciego oye más; el que nada oye se lo huele todo; el que apenas corre, vuela. La vista del jabalí es tan deficiente como prodigioso su oído, que sólo mengua cuando el animal se sabe en peligro y se ve forzado a huir como tirado del hocico por el olfato, su otro cómplice, capaz de detectar enemigos y trufas a más de cien metros de distancia.
El jabalí perseguido no oye la música del aire alegre, ni el canto del universo, ni el andar grandioso de la fábrica cósmica: el jabalí clava las ancas contra un tronco oscuro, hunde el colmillo en el vientre de su perseguidor, y le vuelca el redaño.
Sólo el riesgo de sufrir perjuicio y la carrera desesperada que emprende para evitarlo privan a este animal, según José Martí, de una audición envidiable; no ya la que resulta del paso del aire silbón, cuya música puede percibir el hombre en compañía de ciertos árboles, sino la que ofrece una coral innumerable, la del orbe entero, y, más aún, la música que instrumenta el andar grandioso de la fábrica cósmica.
La palabra fábrica contraría la idea más noble de la Creación, donde las cosas más que fabricarse, en el sentido más mecánico del verbo, brotan o se hacen a sí mismas a partir de un misterio: el del origen común, llámesele Big Bang o Dios. Pero la contrariedad se esfuma tan pronto ese espacio revela que sus dimensiones son las del infinito; la mera yuxtaposición del sustantivo fábrica y el calificativo cósmica desplaza cualquier noción de rebajamiento e imprime al recinto la jerarquía más alta.
No hay empresario más generoso, ni obreros más diversos, ni artículos más deslumbrantes que los que identifican esta industria. Que la maquinaria de las maquinarias, aquélla que todo lo produce, contiene y transforma, emita un sonido deleitoso, capaz de ser percibido por un animal salvaje, sorprende y alienta: cuando la huida en masa de quienes somos hacia quienes anhelamos ser concluya, porque el cansancio nos venza o hayamos arribado a nuestro destino, nos será concedido disfrutar esa música.
La furia del jabalí que desentraña a su agresor revela el grado de su melomanía, y no es injustificada: nadie tiene derecho a importunar a nadie durante un concierto, mucho menos si éste es de música sagrada.
No hay muchos jabalíes en la obra de José Martí; sí, cerdos, los parientes más cercanos de aquéllos. Unos y otros pertenecen a la familia de los suidos. Los cerdos se confunden con los hombres: visten bien, amasan fortunas y presumen de sus concubinas. De ahí, quizás, su engañosa proliferación:
En el teatro nuevo de Broadway, cuyo cielo raso es como el cielo de veras, entró ayer, hozando como un cerdo, un agiotista famoso, que tiene millones y harén, un cerdo rosado, con frac y plastrón, y tres botones de oro.
Los sentimientos también se confunden con ellos:
Ven y apriétate a mí: mira cual cruzan
Los amores, cual cerdos en bandadas…
Sólo muerto, y en estado de descomposición, el cerdo logra trascender su naturaleza infame:
De la camaradería impura de la política y los negocios surgen, imponentes, el férvido universitario, el abogado indómito, el obrero sesudo, el comerciante verdadero, el periodista fustigador. De la podredumbre misma sale la luz: el cerdo corrompido echa llamas azules.
Martí no especifica si la facultad de escuchar la música de la factoría estelar incluye, además de los jabalíes, a los cerdos que no sufren cautiverio ni se saben en peligro de muerte: los cerdos lo intuyen todo, de ahí que chillen tanto cuando se les conduce al sacrificio. Pero sí advierte que el apremio por salvar la vida que despoja al jabalí de esa facultad se asemeja al nuestro por cumplir con las demandas de la vida moderna, y que sus consecuencias no son menos lamentables:
Con tal prisa se vive que no hay tiempo para vestir los apetitos; algo como un cerdo ha hecho su corral en nuestro cerebro…
Un suido nos habita, y aunque aquello que pudiera distinguirlo de sus compañeros de especie permanece ignoto –algo como un cerdo, es todo lo que dice el escritor-- es obvio que su comportamiento no sólo repercute en el nuestro sino en la trama social que conformamos. La visión cochambrosa me devuelve a un apunte de Martí, y con el apunte, a uno de los trabajos de Hércules: la limpieza del establo del rey Augias, donde el cúmulo de heces fecales era tal que ponía en duda la habilidad del héroe para deshacerse de ellas:
Mi tierra tiene que ser “purificada” como el establo de Augias: hay que volcar sobre ella un río –hay que torcer sobre ella un río.—
Ese río, antes de pasar por su tierra, debe pasar por nosotros.
El jabalí perseguido no oye la música del aire alegre, ni el canto del universo, ni el andar grandioso de la fábrica cósmica: el jabalí clava las ancas contra un tronco oscuro, hunde el colmillo en el vientre de su perseguidor, y le vuelca el redaño.
Sólo el riesgo de sufrir perjuicio y la carrera desesperada que emprende para evitarlo privan a este animal, según José Martí, de una audición envidiable; no ya la que resulta del paso del aire silbón, cuya música puede percibir el hombre en compañía de ciertos árboles, sino la que ofrece una coral innumerable, la del orbe entero, y, más aún, la música que instrumenta el andar grandioso de la fábrica cósmica.
La palabra fábrica contraría la idea más noble de la Creación, donde las cosas más que fabricarse, en el sentido más mecánico del verbo, brotan o se hacen a sí mismas a partir de un misterio: el del origen común, llámesele Big Bang o Dios. Pero la contrariedad se esfuma tan pronto ese espacio revela que sus dimensiones son las del infinito; la mera yuxtaposición del sustantivo fábrica y el calificativo cósmica desplaza cualquier noción de rebajamiento e imprime al recinto la jerarquía más alta.
No hay empresario más generoso, ni obreros más diversos, ni artículos más deslumbrantes que los que identifican esta industria. Que la maquinaria de las maquinarias, aquélla que todo lo produce, contiene y transforma, emita un sonido deleitoso, capaz de ser percibido por un animal salvaje, sorprende y alienta: cuando la huida en masa de quienes somos hacia quienes anhelamos ser concluya, porque el cansancio nos venza o hayamos arribado a nuestro destino, nos será concedido disfrutar esa música.
La furia del jabalí que desentraña a su agresor revela el grado de su melomanía, y no es injustificada: nadie tiene derecho a importunar a nadie durante un concierto, mucho menos si éste es de música sagrada.
No hay muchos jabalíes en la obra de José Martí; sí, cerdos, los parientes más cercanos de aquéllos. Unos y otros pertenecen a la familia de los suidos. Los cerdos se confunden con los hombres: visten bien, amasan fortunas y presumen de sus concubinas. De ahí, quizás, su engañosa proliferación:
En el teatro nuevo de Broadway, cuyo cielo raso es como el cielo de veras, entró ayer, hozando como un cerdo, un agiotista famoso, que tiene millones y harén, un cerdo rosado, con frac y plastrón, y tres botones de oro.
Los sentimientos también se confunden con ellos:
Ven y apriétate a mí: mira cual cruzan
Los amores, cual cerdos en bandadas…
Sólo muerto, y en estado de descomposición, el cerdo logra trascender su naturaleza infame:
De la camaradería impura de la política y los negocios surgen, imponentes, el férvido universitario, el abogado indómito, el obrero sesudo, el comerciante verdadero, el periodista fustigador. De la podredumbre misma sale la luz: el cerdo corrompido echa llamas azules.
Martí no especifica si la facultad de escuchar la música de la factoría estelar incluye, además de los jabalíes, a los cerdos que no sufren cautiverio ni se saben en peligro de muerte: los cerdos lo intuyen todo, de ahí que chillen tanto cuando se les conduce al sacrificio. Pero sí advierte que el apremio por salvar la vida que despoja al jabalí de esa facultad se asemeja al nuestro por cumplir con las demandas de la vida moderna, y que sus consecuencias no son menos lamentables:
Con tal prisa se vive que no hay tiempo para vestir los apetitos; algo como un cerdo ha hecho su corral en nuestro cerebro…
Un suido nos habita, y aunque aquello que pudiera distinguirlo de sus compañeros de especie permanece ignoto –algo como un cerdo, es todo lo que dice el escritor-- es obvio que su comportamiento no sólo repercute en el nuestro sino en la trama social que conformamos. La visión cochambrosa me devuelve a un apunte de Martí, y con el apunte, a uno de los trabajos de Hércules: la limpieza del establo del rey Augias, donde el cúmulo de heces fecales era tal que ponía en duda la habilidad del héroe para deshacerse de ellas:
Mi tierra tiene que ser “purificada” como el establo de Augias: hay que volcar sobre ella un río –hay que torcer sobre ella un río.—
Ese río, antes de pasar por su tierra, debe pasar por nosotros.