Presentación de una nueva edición de El verano en que Dios dormía del novelista Ángel Santiesteban Prats, Casa Bacardí, Miami, 3 de junio de 2014.
Les agradezco a Neo Club Ediciones; a Armando Añel, y a Idabell, su mujer; a la Casa Bacardí de la Universidad de Miami y del Instituto de Estudios Cubanos y Cubanoamericanos; y a Alexandria Library, la oportunidad de presentar esta excelente novela de Ángel Santiesteban Prats, El verano en que Dios dormía, ganadora del concurso literario Franz Kafka, Novelas de Gaveta 2013.
Quiero mencionar especialmente al escritor Amir Valle quien, en su momento, me llamó la atención sobre la calidad humana y profesional de Santiesteban descubriéndome a un singularísimo escritor. La devoción de Amir por Santiesteban y su generosa solidaridad es una buena prueba de que el comunismo no ha podido destruir los lazos de amistad, aunque ha pretendido controlar la vida afectiva de los cubanos.
La represión como castigo e intimidación general
Santiesteban es un magnífico narrador cubano, nacido en 1966. Fue encarcelado por la dictadura y condenado a cinco años de prisión, supuestamente por un delito nunca probado de violencia doméstica. En realidad, lo que castigaban eran sus críticas al sistema y su enfrentamiento con el régimen. La acusación sólo era la coartada formal para ocultar la represión política.
Naturalmente, el régimen cubano esconde su mano represiva tras la supuesta independencia de un poder judicial que en Cuba sólo es otra temida expresión del aparato de terror.
Si el régimen castrista, realmente, sintiera que debe perseguir a los culpables de grandes atrocidades, y si no utilizara los tribunales selectivamente para acosar a sus adversarios, hubiera castigado severamente al comandante Universo Sánchez cuando mató a tiros a un vecino incómodo. O hubiese iniciado una investigación responsable sobre el asesinato de decenas de inocentes en el remolcador Trece de marzo. O habría indagado con seriedad la acusación hecha por Ángel Carromero sobre la probable ejecución de Oswaldo Payá y Harold Cepero en julio del 2012, por sólo mencionar tres casos entre los cientos de atropellos y crímenes impunes que han debido soportar los cubanos.
Hemos visto, vivido y sufrido lo suficiente para saber que la dictadura invariablemente miente sobre la naturaleza de sus adversarios. Los acusa de terroristas, agentes de la CIA, de alcohólicos, de traidores o, como en este caso, hasta de violencia doméstica, para no tener que asumir una ingrata verdad: utilizan la difamación, los actos de repudio, las golpizas, la cárcel y, a veces, el paredón, para cobrarles a las personas críticas la osadía de decir lo que piensan.
Simultáneamente, esos maltratos de palabra y obra siembran el terror con el objeto de que el ejemplo no se propague. Se trata del castigo preventivo. Pegan para que los demás bajen la cabeza.
La represión en Cuba, pues, tiene dos propósitos claros que ya Lenin recomendaba al inicio de la revolución bolchevique: castigar a los culpables de apartarse de la línea oficial e intimidar al resto de la población. Son, por cierto, los mismos métodos de la mafia convertidos en medidas de gobierno.
Ese proceso de destrucción de la reputación del disidente o del simple desafecto, especialmente si se trata de un intelectual afamado, es siempre el preludio de la cárcel, o de la agresión física. Comienza con el insulto y evoluciona hacia una salvaje pateadura, ostensible y pública, encaminada a “darle una lección” para que no se atreva a contradecir los evangelios sagrados de la tribu de matones que ocupa el poder.
Ángel Santiesteban ha pasado por todo esto. Lo han golpeado, lo han difamado y han tratado inútilmente de silenciarlo, pero lo que han conseguido es convertir su caso en lo que se llama “una causa célebre” que ha despertado la atención de medio mundo.
Algo parecido a lo que, en el pasado, les sucedió a Heberto Padilla, José Mario, Armando Valladares, Jorge Valls, Ángel Cuadra, Reinaldo Arenas, René Ariza, Héctor Santiago, María Elena Cruz Varela, Juan Manuel Cao, o a Raúl Rivero, y a tantos otros escritores y artistas que padecieron diversas modalidades del mismo calvario. Los sufrimientos que les infligieron sirvieron para desenmascarar y desacreditar a la dinastía militar de los Castro.
La novela y la fuga
El verano en que Dios dormía narra la fuga de un grupo de cubanos a bordo de una balsa. El narrador cuenta, casi siempre en primera persona, los avatares del viaje, y describe a los personajes que lo acompañan desde que embarcan en las costas cubanas, llenos de ilusiones, hasta que regresan a la Isla, a bordo de una nave de la marina norteamericana que los traslada a los campamentos de Guantánamo, donde les aguarda un destino incierto.
En este caso, la peripecia es menos importante que las disquisiciones del autor sobre la historia cubana y sobre el fallido gobierno comunista. Es interesante destacar una presencia frecuente en las reflexiones del novelista: José Martí. Santiesteban, como tantos cubanos, justamente, venera a Martí y utiliza su vida y su obra como canon y medida para juzgar lo que acontece en la Isla.
La historia es fuerte y dramática por dos razones. La primera, porque miles de cubanos han muerto ahogados o devorados por los tiburones y barracudas en los mares cercanos a Cuba tratando de escapar del sistema comunista. Es decir, Santiesteban, en su ficción, que tanto tiene de realidad, les da una voz potente a esos millares de víctimas. Su novela, aunque el autor no se lo haya propuesto, tiene un componente histórico muy importante.
¿Cuántos cubanos han muerto en el intento? Son decenas de miles. No se sabe con exactitud, pero son muchos. Algunos hablan de 75 000, otros del doble. Sin duda, muchos más de los que han muerto en combate en todas las guerras libradas en la Isla desde que Colón la pisara a fines del siglo XV. Y si no son más, es porque José Basulto concibió y puso en el aire a Hermanos al Rescate para ayudar a los balseros, hasta que la dictadura destruyó dos de las avionetas desarmadas que volaban sobre aguas internacionales, asesinando a cuatro personas que sólo intentaban ayudar a compatriotas en peligro de muerte.
La segunda razón que le da una notable importancia a esta novela es el tema del éxodo imparable de los cubanos. ¿Por qué o, más bien, de qué huyen, si desde los siglos XVIII, XIX, y muy particularmente del XX, hasta el triunfo de la revolución cubana en 1959, la Isla había sido un receptor neto de cientos de miles de inmigrantes, al punto de ser la nación americana que más extranjeros recibiera con relación a su población? (Más, proporcionalmente, que Argentina y Estados Unidos).
Huyen de la falta de libertades, traducida en falta de oportunidades. Las sucesivas generaciones de habitantes de Cuba siempre percibieron la prometedora experiencia de vivir mejor que sus padres y abuelos, algo que lograban sistemáticamente.
Hasta que llegaron los Comandantes, mandaron parar las ilusiones de prosperar, y les impusieron a los cubanos un sistema de gobierno que impide la creación de riqueza, es incapaz de mantener las infraestructuras, y destruye el capital físico acumulado, como se observa en esas ciudades devastadas por la estupidez sin paliativos del castrismo.
Cuando uno nace en Cuba sabe que, por mucho que estudie o se esfuerce, no podrá mejorar su calidad de vida porque el sistema lo impide. Por eso Cuba es el único país del mundo del que escapan en balsa, arriesgándose a morir, los ingenieros, los médicos, los escritores, y todo aquel que tiene ganas de hacer algo constructivo con su vida o emprender una actividad lucrativa para lograr el bienestar propio y de la familia.
Huyen, además del discurso mentiroso y cansino que trata de justificar más de medio siglo de fracasos sociales con referencias heroicas a unas actividades violentas que perdieron toda conexión con las jóvenes generaciones.
¿Qué demonios significan la remota batalla de Uvero –un tiroteo elevado a la categoría combate épico--, o la desastrosa aventura del Che en Bolivia, para unos muchachos que quieren tener vidas divertidas y normales que les permitan desplegar sus alas y perseguir sus sueños individuales?
Y, cuando lo logran, cuando, finalmente, han conseguido emigrar, experimentan otra faceta del horror: el Estado, esa rencorosa dictadura comunista empecinada en perjudicar a los que han huido y en acosar y mortificar a los que se han quedado, les niega el acceso a los títulos académicos que legítimamente adquirieron, les vende documentos a precios de estafa, los califica de escoria o gusanos, los trata como enemigos, e intenta que el país de acogida los mantenga en un limbo legal para que no puedan abrirse paso.
Mientras las demás naciones de América Latina le piden a Estados Unidos que proteja a sus ciudadanos indocumentados con unas medidas legales semejantes a la Ley de Ajuste que ampara a los cubanos cuando tocan suelo americano, el miserable Estado forjado por los Castro intenta que se derogue esa legislación. No satisfecho con el daño infligido a los cubanos cuando vivían en la Isla, trata de prolongar su sufrimiento en el exilio creándoles dificultades para que no puedan desenvolverse adecuadamente.
Nada de lo que aquí se dice es diferente a lo que musitan en voz baja los intelectuales cubanos que no han podido o querido exiliarse, incluidos muchos de esos desdichados que firman cartas en la UNEAC para respaldar la tiranía o para aplaudir fusilamientos, presionados por la policía política.
Por eso es tan incómoda una voz como la de Ángel Santiesteban Prats. Cada vez que un escritor dentro de la Isla –y pienso en Padilla, en María Elena Cruz Varela, en Antonio José Ponte, en Raúl Rivero, en Yoani Sánchez, en Iván García, en tantos otros—se atreve a describir la realidad sin miedo, o tragándose el miedo, sus pusilánimes colegas son víctimas del desagradable fenómeno de la disonancia moral. Piensan una cosa, pero dicen otra, mientras aplauden lo que, realmente, corazón adentro, les repugna. El régimen ha conseguido domesticarlos, ellos lo saben, y viven con esa molesta huella que siempre dejan los grilletes.
En fin, debe ser muy triste vivir enmascarado oficiando siempre en el templo de la doble moral. Ángel Santiesteban Prats se libró de esa ignominia y escribió, para probarlo, un libro espléndido. Algún día Dios despertará y él saldrá de su celda. Lo esperarán miles de lectores agradecidos para darle el abrazo que merece.
Quiero mencionar especialmente al escritor Amir Valle quien, en su momento, me llamó la atención sobre la calidad humana y profesional de Santiesteban descubriéndome a un singularísimo escritor. La devoción de Amir por Santiesteban y su generosa solidaridad es una buena prueba de que el comunismo no ha podido destruir los lazos de amistad, aunque ha pretendido controlar la vida afectiva de los cubanos.
La represión como castigo e intimidación general
Santiesteban es un magnífico narrador cubano, nacido en 1966. Fue encarcelado por la dictadura y condenado a cinco años de prisión, supuestamente por un delito nunca probado de violencia doméstica. En realidad, lo que castigaban eran sus críticas al sistema y su enfrentamiento con el régimen. La acusación sólo era la coartada formal para ocultar la represión política.
Naturalmente, el régimen cubano esconde su mano represiva tras la supuesta independencia de un poder judicial que en Cuba sólo es otra temida expresión del aparato de terror.
Si el régimen castrista, realmente, sintiera que debe perseguir a los culpables de grandes atrocidades, y si no utilizara los tribunales selectivamente para acosar a sus adversarios, hubiera castigado severamente al comandante Universo Sánchez cuando mató a tiros a un vecino incómodo. O hubiese iniciado una investigación responsable sobre el asesinato de decenas de inocentes en el remolcador Trece de marzo. O habría indagado con seriedad la acusación hecha por Ángel Carromero sobre la probable ejecución de Oswaldo Payá y Harold Cepero en julio del 2012, por sólo mencionar tres casos entre los cientos de atropellos y crímenes impunes que han debido soportar los cubanos.
Hemos visto, vivido y sufrido lo suficiente para saber que la dictadura invariablemente miente sobre la naturaleza de sus adversarios. Los acusa de terroristas, agentes de la CIA, de alcohólicos, de traidores o, como en este caso, hasta de violencia doméstica, para no tener que asumir una ingrata verdad: utilizan la difamación, los actos de repudio, las golpizas, la cárcel y, a veces, el paredón, para cobrarles a las personas críticas la osadía de decir lo que piensan.
Simultáneamente, esos maltratos de palabra y obra siembran el terror con el objeto de que el ejemplo no se propague. Se trata del castigo preventivo. Pegan para que los demás bajen la cabeza.
La represión en Cuba, pues, tiene dos propósitos claros que ya Lenin recomendaba al inicio de la revolución bolchevique: castigar a los culpables de apartarse de la línea oficial e intimidar al resto de la población. Son, por cierto, los mismos métodos de la mafia convertidos en medidas de gobierno.
Ese proceso de destrucción de la reputación del disidente o del simple desafecto, especialmente si se trata de un intelectual afamado, es siempre el preludio de la cárcel, o de la agresión física. Comienza con el insulto y evoluciona hacia una salvaje pateadura, ostensible y pública, encaminada a “darle una lección” para que no se atreva a contradecir los evangelios sagrados de la tribu de matones que ocupa el poder.
Ángel Santiesteban ha pasado por todo esto. Lo han golpeado, lo han difamado y han tratado inútilmente de silenciarlo, pero lo que han conseguido es convertir su caso en lo que se llama “una causa célebre” que ha despertado la atención de medio mundo.
Algo parecido a lo que, en el pasado, les sucedió a Heberto Padilla, José Mario, Armando Valladares, Jorge Valls, Ángel Cuadra, Reinaldo Arenas, René Ariza, Héctor Santiago, María Elena Cruz Varela, Juan Manuel Cao, o a Raúl Rivero, y a tantos otros escritores y artistas que padecieron diversas modalidades del mismo calvario. Los sufrimientos que les infligieron sirvieron para desenmascarar y desacreditar a la dinastía militar de los Castro.
La novela y la fuga
El verano en que Dios dormía narra la fuga de un grupo de cubanos a bordo de una balsa. El narrador cuenta, casi siempre en primera persona, los avatares del viaje, y describe a los personajes que lo acompañan desde que embarcan en las costas cubanas, llenos de ilusiones, hasta que regresan a la Isla, a bordo de una nave de la marina norteamericana que los traslada a los campamentos de Guantánamo, donde les aguarda un destino incierto.
En este caso, la peripecia es menos importante que las disquisiciones del autor sobre la historia cubana y sobre el fallido gobierno comunista. Es interesante destacar una presencia frecuente en las reflexiones del novelista: José Martí. Santiesteban, como tantos cubanos, justamente, venera a Martí y utiliza su vida y su obra como canon y medida para juzgar lo que acontece en la Isla.
La historia es fuerte y dramática por dos razones. La primera, porque miles de cubanos han muerto ahogados o devorados por los tiburones y barracudas en los mares cercanos a Cuba tratando de escapar del sistema comunista. Es decir, Santiesteban, en su ficción, que tanto tiene de realidad, les da una voz potente a esos millares de víctimas. Su novela, aunque el autor no se lo haya propuesto, tiene un componente histórico muy importante.
¿Cuántos cubanos han muerto en el intento? Son decenas de miles. No se sabe con exactitud, pero son muchos. Algunos hablan de 75 000, otros del doble. Sin duda, muchos más de los que han muerto en combate en todas las guerras libradas en la Isla desde que Colón la pisara a fines del siglo XV. Y si no son más, es porque José Basulto concibió y puso en el aire a Hermanos al Rescate para ayudar a los balseros, hasta que la dictadura destruyó dos de las avionetas desarmadas que volaban sobre aguas internacionales, asesinando a cuatro personas que sólo intentaban ayudar a compatriotas en peligro de muerte.
La segunda razón que le da una notable importancia a esta novela es el tema del éxodo imparable de los cubanos. ¿Por qué o, más bien, de qué huyen, si desde los siglos XVIII, XIX, y muy particularmente del XX, hasta el triunfo de la revolución cubana en 1959, la Isla había sido un receptor neto de cientos de miles de inmigrantes, al punto de ser la nación americana que más extranjeros recibiera con relación a su población? (Más, proporcionalmente, que Argentina y Estados Unidos).
Huyen de la falta de libertades, traducida en falta de oportunidades. Las sucesivas generaciones de habitantes de Cuba siempre percibieron la prometedora experiencia de vivir mejor que sus padres y abuelos, algo que lograban sistemáticamente.
Hasta que llegaron los Comandantes, mandaron parar las ilusiones de prosperar, y les impusieron a los cubanos un sistema de gobierno que impide la creación de riqueza, es incapaz de mantener las infraestructuras, y destruye el capital físico acumulado, como se observa en esas ciudades devastadas por la estupidez sin paliativos del castrismo.
Cuando uno nace en Cuba sabe que, por mucho que estudie o se esfuerce, no podrá mejorar su calidad de vida porque el sistema lo impide. Por eso Cuba es el único país del mundo del que escapan en balsa, arriesgándose a morir, los ingenieros, los médicos, los escritores, y todo aquel que tiene ganas de hacer algo constructivo con su vida o emprender una actividad lucrativa para lograr el bienestar propio y de la familia.
Huyen, además del discurso mentiroso y cansino que trata de justificar más de medio siglo de fracasos sociales con referencias heroicas a unas actividades violentas que perdieron toda conexión con las jóvenes generaciones.
¿Qué demonios significan la remota batalla de Uvero –un tiroteo elevado a la categoría combate épico--, o la desastrosa aventura del Che en Bolivia, para unos muchachos que quieren tener vidas divertidas y normales que les permitan desplegar sus alas y perseguir sus sueños individuales?
Y, cuando lo logran, cuando, finalmente, han conseguido emigrar, experimentan otra faceta del horror: el Estado, esa rencorosa dictadura comunista empecinada en perjudicar a los que han huido y en acosar y mortificar a los que se han quedado, les niega el acceso a los títulos académicos que legítimamente adquirieron, les vende documentos a precios de estafa, los califica de escoria o gusanos, los trata como enemigos, e intenta que el país de acogida los mantenga en un limbo legal para que no puedan abrirse paso.
Mientras las demás naciones de América Latina le piden a Estados Unidos que proteja a sus ciudadanos indocumentados con unas medidas legales semejantes a la Ley de Ajuste que ampara a los cubanos cuando tocan suelo americano, el miserable Estado forjado por los Castro intenta que se derogue esa legislación. No satisfecho con el daño infligido a los cubanos cuando vivían en la Isla, trata de prolongar su sufrimiento en el exilio creándoles dificultades para que no puedan desenvolverse adecuadamente.
Nada de lo que aquí se dice es diferente a lo que musitan en voz baja los intelectuales cubanos que no han podido o querido exiliarse, incluidos muchos de esos desdichados que firman cartas en la UNEAC para respaldar la tiranía o para aplaudir fusilamientos, presionados por la policía política.
Por eso es tan incómoda una voz como la de Ángel Santiesteban Prats. Cada vez que un escritor dentro de la Isla –y pienso en Padilla, en María Elena Cruz Varela, en Antonio José Ponte, en Raúl Rivero, en Yoani Sánchez, en Iván García, en tantos otros—se atreve a describir la realidad sin miedo, o tragándose el miedo, sus pusilánimes colegas son víctimas del desagradable fenómeno de la disonancia moral. Piensan una cosa, pero dicen otra, mientras aplauden lo que, realmente, corazón adentro, les repugna. El régimen ha conseguido domesticarlos, ellos lo saben, y viven con esa molesta huella que siempre dejan los grilletes.
En fin, debe ser muy triste vivir enmascarado oficiando siempre en el templo de la doble moral. Ángel Santiesteban Prats se libró de esa ignominia y escribió, para probarlo, un libro espléndido. Algún día Dios despertará y él saldrá de su celda. Lo esperarán miles de lectores agradecidos para darle el abrazo que merece.