El ramo azul es una narración de Octavio Paz (1914-1998) donde el protagonista deambula por un pueblo a altas horas de la noche y es confrontado por un desconocido que, machete en mano, le obliga a arrodillarse y alumbrarse el rostro con una llama porque se ha propuesto satisfacer un deseo de su prometida: tener un ramo de ojos azules.
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Dejar camino por vereda es una vocación y, como tal, debe respetarse. No importa que sugiera una de falta de luces por parte de quien la cultiva: hay vocaciones incoercibles. La vereda es más angosta que el camino -sobre todo cuando éste obtiene jerarquía de “real”- y suele dar rodeos: también, estar menos concurrida y ofrecer un contacto más íntimo con la naturaleza.
Precedió al camino y la frecuentaron ganados y cabalgaduras, de donde le viene el nombre: veredus, caballo de viaje o de postas. Figura en el título de una de las canciones mexicanas más hermosas del siglo XX, donde comparte con la noche el sosiego, el aroma de humedad y la cercanía del océano. El camino se explaya y va al grano; la vereda susurra y, recoleta, invita a pasear. Bordea el olvido. La prefiero.
No los grandes poemas de Octavio Paz (Piedra de sol, Pasado en claro, Nocturno de San Ildefonso) sino los pequeños, ésos que pueden relevarme del compromiso de llevarle a mi novia el ramito de ojos azules con el que se ha encaprichado y permitirme regalarle algo más curioso: un ramito de palabras dentro del cual, como dentro de un caleidoscopio, el mundo no cesa de reinventarse y, a veces, de estallar como una mazorca que nadie aprovecha y decide esparcir, sola, sus granos; arrojarlos al aire con la esperanza de verlos rivalizar con astros y colibríes o germinar, como si ella también hubiera leído al poeta: es grande el cielo y arriba siembran mundos.
No los grandes poemas de Octavio Paz sino los pequeños, ésos que no se abren hacia fuera sino hacia adentro, como algunas flores que, tan pronto atardece, se cierran sobre sí mismas para descubrir, perplejas, que el paisaje interior, aquél que guarda su cáliz y del que ellas brotaron, no es menos rico que el que se explaya en torno; un paisaje interior que al amanecer del día siguiente las persuadirá de hacer caso omiso de la luz externa y permanecer absortas sobre su propio abismo, aunque esto signifique que algún necio las dé por muertas. Hay quien llama “morir” a ensimismarse.
No los grandes poemas de Octavio Paz sino los pequeños, donde un árbol a punto de decirle algo se abstiene, y lo hace de manera tan súbita que es posible escuchar su no interrumpido silencio; la instantaneidad de su reserva, y donde una naranja madura, depositada sobre el centro de una mesa, recuerda el mediodía, pero carece de una facultad clave: el movimiento, y de su media naranja: la noche. Sin noche, una naranja encendida es un orbe inacabado.
No los grandes poemas de Octavio Paz sino aquél donde un niño que no aspira a más mundo que el que le rodea, y para quien éste constituye, además de un sitio seguro, el presente -ese instante cuya precariedad está aún por descubrir-, lanza un trompo cuya punta se clava, infalible, en el centro de ese mundo, abriendo un agujero del que brota, como un surtidor intermitente, la felicidad, una felicidad sólo comparable a la de Dios cuando, luego de crear cada cosa, convenía en que todo era bueno.
No los grandes poemas de Octavio Paz sino aquél donde el grillo renuncia a su condición de insecto para devenir en berbiquí y perforar, con el sonido que producen sus élitros, el silencio nocturno y su bóveda: la inmensidad.
Las estrellas no son sino eso: orificios abiertos en la altura por la voz penetrante del grillo; rotos por los que se filtra la luz de un más allá radiante, anticipo de las goteras de aquel tejado de Kobayashi Issa donde cupo el firmamento.
No hay pájaro invisible si canta, porque aunque los ojos no vean la pluma, el canto asume la tonalidad del ave: tonalidad, palabra donde se confunden pintura y música.
La hora es transparente:
vemos, si es invisible el pájaro,
el color de su canto.
(Octavio Paz)
El trino, quintaesencia del pájaro, lo trasciende; es, parafraseando una máxima de José Martí que pretende fijar el mayor de los beneficios que la música reporta al hombre, la criatura escapada de sí misma. El trino resume, según Matsuo Basho, no ya a la criatura que lo emite sino algo más vasto y misterioso: lo imperecedero de una realidad específica, aquello que la incuria no logra abolir:
Aun en Kioto,
si oigo al cuco cantar
añoro Kioto.
El oído ve lo que escapa a la vista, y lo que ve supera lo que ésta hubiera sido capaz de mostrar. La ocultación del pájaro de Paz no significa merma sino ganancia: la tonalidad perceptible, es decir, la auditiva, redunda en totalidad.
Con un ramito de poemas como éstos yo podría complacer a mi novia sin tener que sacarle los ojos a nadie.