El autor destaca la humanidad y la intensa vida interior de los automóviles.
La naturaleza metálica del automóvil no impedirá que la arqueología futura lo sitúe en el reino animal. Quien ha conducido por una autopista y ha corrido el riesgo de apartar la mirada de los vehículos que le anteceden o rodean para fijarla en los que por sendas vecinas viajan en dirección contraria, sabe hasta qué punto sus facciones recuerdan las nuestras y las de otras especies. El vaticinio fue hecho por Bogdan Igor Antonech, poeta ucraniano, en su poema “Automóviles muertos”:
Al igual que descubrimos debajo de las rocas los restos de las salamandras hace tiempo sepultadas,
algún día cavarán en nuestras necrópolis para desenterrar huesos de metal.
Aunque la nariz del automóvil antiguo era más prominente que la del moderno, ahí están los ojos y la boca: enormes y transparentes los primeros; dilatada en rictus o en sonrisa la segunda. Inquietantes todos.
No faltan los automóviles que fruncen el ceño y, bravucones, confían en su cara de pocos amigos para adelantarse a otros y obstaculizarles el paso: de tener codos los utilizarían. Verles avanzar de noche, en tumulto, con las pupilas encendidas y a gran velocidad, es temer una trifulca entre ellos o una revuelta contra nosotros. Verles por dentro, donde todo es órgano, tripa, sistema circulatorio, respiración y siseo, es corroborar nuestra consanguinidad.
Ante la mirada de algunos automóviles he tenido que bajar la mía: tan feroz o suplicante se me ha antojado. Los hay con cara de pez, carecen de párpados, y los hay con cara de insecto, se les diría parientes de Gregorio Samsa. A nadie deberá sorprender que un día se incorporen y apoyados sobre los neumáticos traseros, automobilis erectus, se deleiten aspirando el vaho de gasolina que por entonces sustituirá al oxígeno.
Imposible determinar si la matrícula de un automóvil es su tarjeta de crédito, su cédula de sufragio o su licencia para conducir. Aunque todos la exhiban, suelen llevarla debajo del trasero. Tanto desdén les inspira.
No es raro que los pensamientos del creador que conduce y viaja solo recorran geografías extrañas a las que su automóvil recorre. Nada como un vehículo responsable para que un creador se ensimisme. Es indiferente que ambos parezcan dirigirse al mismo lugar: el automovilista suele confiarse al volante y, en pleno trayecto, irse a vagabundear por los parajes más intrincados de su memoria o imaginación.
Tampoco es raro que el creador que conduce y viaja solo hable solo. Y quien dice “solo” dice consigo mismo, con alguien que no está o, sin proponérselo, con el propio vehículo. Un automóvil con las ventanillas cerradas y buen aire acondicionado, capaz de transitar sin dificultades por un paisaje aburrido, constituye, además de un confidente idóneo, el recinto perfecto para tararear melodías en embrión, barajar cuadros por pintarse o rumiar versos sin temor a que un zafio importune o tome al conductor por loco:
Un hombre solo
recorre en su automóvil
el Siglo de Oro.
Ningún lugar mejor para escuchar música que un automóvil en marcha. Hay dentro de él suficiente holgura para que el conductor solitario no se sienta un recluso, y suficiente privacidad para que el sonido colme su entorno: “el jarrón da forma al vacío, y la música, al silencio”, decía George Braque. El automovilista es obra de su automóvil.
El propio movimiento contribuye a avivar ese efecto liberador y estimulante tan característico de la música. Si ésta es buena, estupendo: orientará al creador en sus andanzas por sí mismo; si es mala, mejor: espantado, huirá más adentro de sí y los hallazgos, de haberlos, serán mayores.
La afición a escuchar música dentro del automóvil no debe ser reprobada por quienes no la comparten: revela una perenne necesidad de armonía. Cuando nada está bien dentro de uno, y la realidad que se abre más allá del vehículo también le es hostil, la música ofrece una alternativa consoladora, un entorno impar de belleza y orden.
Cabe recordar que los primeros en señalar la relación de los automóviles con la música fueron los niños, que a principios del siglo XX advirtieron que la letra de “La donna e mobile” y el cómputo progresivo de un número indeterminado de vehículos eran intercambiables: Un automóvil, dos automóviles, tres automóviles, cuatro automóviles, etc.
Advertencia: el tenor que ensaye esta letra correrá el peligro de preferirla a la original y verse incapacitado, desde entonces, para interpretar la obra con la convicción necesaria.
* Fragmento de un libro inédito
Al igual que descubrimos debajo de las rocas los restos de las salamandras hace tiempo sepultadas,
algún día cavarán en nuestras necrópolis para desenterrar huesos de metal.
(Traducción de Iury Lech)
Aunque la nariz del automóvil antiguo era más prominente que la del moderno, ahí están los ojos y la boca: enormes y transparentes los primeros; dilatada en rictus o en sonrisa la segunda. Inquietantes todos.
No faltan los automóviles que fruncen el ceño y, bravucones, confían en su cara de pocos amigos para adelantarse a otros y obstaculizarles el paso: de tener codos los utilizarían. Verles avanzar de noche, en tumulto, con las pupilas encendidas y a gran velocidad, es temer una trifulca entre ellos o una revuelta contra nosotros. Verles por dentro, donde todo es órgano, tripa, sistema circulatorio, respiración y siseo, es corroborar nuestra consanguinidad.
Ante la mirada de algunos automóviles he tenido que bajar la mía: tan feroz o suplicante se me ha antojado. Los hay con cara de pez, carecen de párpados, y los hay con cara de insecto, se les diría parientes de Gregorio Samsa. A nadie deberá sorprender que un día se incorporen y apoyados sobre los neumáticos traseros, automobilis erectus, se deleiten aspirando el vaho de gasolina que por entonces sustituirá al oxígeno.
Imposible determinar si la matrícula de un automóvil es su tarjeta de crédito, su cédula de sufragio o su licencia para conducir. Aunque todos la exhiban, suelen llevarla debajo del trasero. Tanto desdén les inspira.
No es raro que los pensamientos del creador que conduce y viaja solo recorran geografías extrañas a las que su automóvil recorre. Nada como un vehículo responsable para que un creador se ensimisme. Es indiferente que ambos parezcan dirigirse al mismo lugar: el automovilista suele confiarse al volante y, en pleno trayecto, irse a vagabundear por los parajes más intrincados de su memoria o imaginación.
Tampoco es raro que el creador que conduce y viaja solo hable solo. Y quien dice “solo” dice consigo mismo, con alguien que no está o, sin proponérselo, con el propio vehículo. Un automóvil con las ventanillas cerradas y buen aire acondicionado, capaz de transitar sin dificultades por un paisaje aburrido, constituye, además de un confidente idóneo, el recinto perfecto para tararear melodías en embrión, barajar cuadros por pintarse o rumiar versos sin temor a que un zafio importune o tome al conductor por loco:
Un hombre solo
recorre en su automóvil
el Siglo de Oro.
Ningún lugar mejor para escuchar música que un automóvil en marcha. Hay dentro de él suficiente holgura para que el conductor solitario no se sienta un recluso, y suficiente privacidad para que el sonido colme su entorno: “el jarrón da forma al vacío, y la música, al silencio”, decía George Braque. El automovilista es obra de su automóvil.
El propio movimiento contribuye a avivar ese efecto liberador y estimulante tan característico de la música. Si ésta es buena, estupendo: orientará al creador en sus andanzas por sí mismo; si es mala, mejor: espantado, huirá más adentro de sí y los hallazgos, de haberlos, serán mayores.
La afición a escuchar música dentro del automóvil no debe ser reprobada por quienes no la comparten: revela una perenne necesidad de armonía. Cuando nada está bien dentro de uno, y la realidad que se abre más allá del vehículo también le es hostil, la música ofrece una alternativa consoladora, un entorno impar de belleza y orden.
Cabe recordar que los primeros en señalar la relación de los automóviles con la música fueron los niños, que a principios del siglo XX advirtieron que la letra de “La donna e mobile” y el cómputo progresivo de un número indeterminado de vehículos eran intercambiables: Un automóvil, dos automóviles, tres automóviles, cuatro automóviles, etc.
Advertencia: el tenor que ensaye esta letra correrá el peligro de preferirla a la original y verse incapacitado, desde entonces, para interpretar la obra con la convicción necesaria.
* Fragmento de un libro inédito