El autor expone los motivos que pueden llevarlo a renunciar a su condición de homo erectus.
La múcura está en el suelo,
mamá, ¡no puedo con ella!
Cumbia de Antonio Fuentes
Me pasaría la vida tendido en el suelo, sea éste de losa, madera o tierra; esté desnudo o cubierto de alfombra; cale árbol o techo. Desde el suelo todo se ve mejor. El cielo es más alto, las personas que nos disgustan se encuentran más lejos y nadie al mirarnos tuerce los ojos, al contrario: no hay cadáver ni mascota objeto de una ternura más sincera que la que inspira el caído.
A ras del suelo, la actitud de los muebles es menos rígida. Paseando a gatas entre ellos, incluso por debajo de algunos, se recupera la infancia, que nadie ha perdido, sino que está allí, aguardando que uno regrese a jugar con ella.
Ir y venir entre las patas de una mesa confirma que éstas se mueven y que son tan amigas de poner zancadillas como de jugar al cachumbambé con los codos que las oprimen o hacer malabares con la vajilla más ligera. La manía de algunas matronas de antaño de cubrir con arreos de tela los espacios que se abrían entre las patas de algunos muebles no carece de lógica. La posibilidad de que esos espacios sirvieran de acicate a la fantasía de algún visitante varón, induciéndolo a vislumbrar, así de asequible, la entrepierna de alguna mujer de la casa, las espantaba.
La propensión del niño a esconderse debajo de las mesas responde a la certeza de que por allí se halla el camino de regreso al útero materno. Después de pasar días enteros debajo de una de ellas, puedo dar fe de una sensación de bienestar sólo comparable a la que disfruté en días prenatales.
No somos pocos los hombres que al sentarnos a la mesa sentimos desperezarse nuestra libido. Imposible que la inserción de la mitad inferior de nuestro cuerpo en una abertura proporcionada por cuatro piernas abiertas nos sea indiferente.
La mujer que yace boca arriba en la playa anhela ser poseída por el cielo. El hombre que yace boca abajo posee la Tierra.
El puntal de las habitaciones donde nos tumbamos adopta aires de bóveda celeste. La luna no es más grande que la lámpara del techo; las cápsulas espaciales no son más bellas que los insectos que orbitan la luz eléctrica; las nubes no son más sugerentes que las grietas del cielo raso, ni Dios tan arisco como para no acceder a asomarse por alguna.
Qué sacrificio el de Lázaro, que ante la disyuntiva de permanecer cómodamente tumbado en el frescor de su tumba u obedecer el mandato de aquél que le pedía que se levantara y anduviese, se incorporó y echó a andar. ¿Cómo sobreviviría la nostalgia de la tierra?
No todo el que se cae come hierba, como sugiere el pueblo cubano a la hora de precisar el alto nivel de ignorancia de un compatriota. Hay quienes en el lugar de la caída encuentran un mundo. Entre las historias más célebres están las de personajes tan diversos como Saulo de Tarso y Alicia Liddell, que de no haberse despeñado por un agujero no habría conocido el País de las Maravillas. Ni hablar de Adán y Eva, cuya caída teológica los privó del Paraíso pero les permitió conocer lo que se extendía más allá de él, y a nosotros, vivir con la ilusión de hacer un recorrido opuesto al de ellos. No es descabellado sospechar que Luzbel, más que despeñarse en el abismo, se arrojó a él, seguro de que el fondo de éste le proporcionaría una visión más nítida de la realidad que la altura.
Alguien ha dicho que al sentarnos las cosas que nos rodean se ponen de pie. Si el asiento es el suelo, además de ponerse de pie se inclinan. No soy insensible a las reverencias.
Joseph Joubert aconsejaba no levantar lo frágil. Abandonar un lugar seguro, una postura cómoda, optando por una sola alternativa entre las muy numerosas que ofrece el no optar por ninguna, es vivir menos. Nada de interés rebasa los límites de la imaginación y se adscribe a la cotidianidad. Quien se echa a andar no espera, y quien no espera, ¿para qué vive? Vivir es esperarlo todo: el amor, la muerte, la lluvia, el correo. Todo lo que nos fue concedido se acerca, no hay por qué arriesgarse a salir a buscarlo.
La renuencia de la múcura colombiana a ser cargada en peso y transportada confirma la voluntad sedentaria de los objetos. No en balde, como nosotros, está hecha de barro; no en balde, como nosotros también, conserva el agua. Ni en balde fue simpática a José Lezama Lima, quien debe de haber descubierto en ella una apuesta por la inmovilidad exacta a la suya, y en su ensimismamiento, un peregrinar sinuoso y fraterno.
No es la múcura misma la que conquista La Habana sino la canción que ha inspirado y se escucha en todas partes, como no es el escritor quien abandona su lar y recorre el mundo, sino su obra. El espíritu de la canción tampoco podía serle antipático a Lezama, era el del ángel de la jiribilla, “diablillo de la ubicuidad”, interlocutor óptimo cuando se le hizo clara una sentencia de los Evangelios: Llevamos un tesoro en un vaso de barro.
Sabio es el jugador de lotería, y aún más sabio el que, adicto a la charada, donde ve una mariposa no ve un insecto sino un dígito y sabe que el bienestar verdadero no está en ir tras algo sino en aguardar, aunque aguardando se le vaya la vida. No hay esfuerzo diario capaz de proporcionar el goce de una expectación diariamente reverdecida.
Hay que devolver la vida al suelo. Nada tiene que envidiarle la partícula de polvo a la estrella; nada, los animales que exhibe la yerba a los que luce el zodíaco. Cualquier día me tumbo y no vuelvo a levantarme. “Sólo lo que está en reposo es fácil de retener”, advirtió Lao-Tse, y yo quiero envejecer conmigo.