Ángel Escobar Varela, poeta, narrador, dramaturgo, nació en Guantánamo, Cuba, en 1957.
Su obra poética es abundante y tan compleja como él mismo.
Profundo como el mar y, como el mar, tranquilo sólo en la superficie, Ángel Escobar llevaba en sí toda la angustia existencial que encontramos en artistas tremendos y desgarrados como Antonin Artaud, Amadeo Modigliani, Cesar Pavese y, como ellos, procesaba el desasosiego, macerándolo en una finísima ironía que a nadie dejaba indiferente.
No puedo, aunque quiera, hablar mucho de Ángel porque el dolor y la ira me tuercen las palabras; era mi amigo en los resecos años de Alamar, cuando sólo la belleza de la palabra podía alimentarnos e hidratarnos. Después, el que consideraba el mejor poeta de esa generación, la mía, se marchó a Chile y, cuando volví a tener noticias suyas, ya andaba yo digiriendo mi exilio.
Ángel Escobar Varela, cansado de luchar contra la ley de gravedad, saltó del balcón de un apartamento en el Vedado el 14 de febrero de 1997 y, con ese golpe contra el pavimento, se hizo añicos un fragmento importante de mi propia biografía.
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No sé el título de este poema, ni siquiera intenté buscarlo, no quise, porque todo el poema es el nombre de una vida, la del poeta Escobar.
Yo escribí una señal de humo fugaz sobre las islas
Y estuve nueve años parado en un pasillo
Esperando que un funcionario le diera el visto bueno.
Yo estuve en Moscú unos 26 grados bajo cero entre la muerte de Chernenko y la de Andrópov, el aduanero me gritó como a un bandido, en ruso, por supuesto, y los que iban conmigo le encontraron razón.
Yo era, también para ellos, un sospechoso y me lo hicieron saber en español bien claro, por supuesto,
Allí quise tener dos alas, pero eso, no lo entiende la policía del mundo y me metieron en un taxi, entre dos poetas de Tropas Especiales. Yo recité:
Nuestros ministros son nosotros…
El agregado cultural me miró como se mira a un muerto.
Yo me morí, el 20 de marzo de 1987, es decir, tres años después de esa mirada, que me mortificó igual que un permiso de salida.
Yo estuve en París en el bicentenario de la Revolución francesa, me cayeron encima cuatro fusilados de adentro. Hablé de Cuba, ya usted sabe.
Bultos envueltos en periódicos y los otros, los muertos de Tie Na Men, que ya no verían las pirámides que ahora tenía el Louvre.
Yo estaba solo y loco y aterido y una amiga me hablaba de la Francia profunda,
Después, no sé, ¡pasaron tantas cosas!!!
Hoy trato de hablar sin subterfugios, los esbirros me miran con los ojos de alguna vaca sucia.
Mi madre, que se murió temprano, viene y me dice quedo: No hallan qué hacer contigo, pero ellos sí lo saben. Seguro, me mostrarán los instrumentos, eso, como la bomba de Cohen, forma parte de la función. No está nunca obsoleto.