El autor recuerda las historias de un gran poeta y un gato en el sur de la Florida.
Entre las ciudades vecinas de Miami, ninguna más hermosa que Coral Gables, y por hermosa, quizás, ninguna más difícil de conquistar. A diferencia de las otras, donde las calles están numeradas y ofrecen un trazado inequívoco, las calles de Coral Gables sólo exhiben nombres de ciudades y regiones de España, y como nadie camina por ellas, porque las manzanas son enormes, el sol fatiga a los más fuertes y se vive de prisa, nadie recuerda su ubicación y cualquier visita a sus barriadas, llenas de atajos y recovecos espléndidos, desorienta al más ducho.*
Muchas veces, conduciendo mi automóvil frente a uno de los sitios donde vivió Juan Ramón Jiménez, me he preguntado qué habrá sentido éste cuando al franquear el umbral de su hogar floridano y salir a la calle advertía que estaba en la Alhambra, aunque nada a su alrededor sugiriera la proximidad del famoso complejo arquitectónico. Qué significaría para aquel desterrado saberse a unos pasos de Granada, Córdoba, Cádiz, Málaga, Madrid, Segovia y, sin embargo, no hallar rastro alguno de esas ciudades.
Ahí, alrededor de su nuevo hogar, se extendía España, pero sólo en una multitud de nombres que tan pronto le repatriaban como le recordaban --al no poder ofrecerle más que eso, nombres-- cuán distante estaba de ella. Qué turbación, cuánto sentimiento contradictorio en ese estar y no estar, en esa simultaneidad de ausencia y presencia, en esa confirmación del poder de las palabras y, acto seguido, de su insuficiencia.
Juan Ramón se filma al crepúsculo, desandando entre los árboles que pueblan su barrio, confundiéndose con ellos, haciéndose pasar por un árbol más, oyéndolos hablar y revelándoles --al caer la noche y verse obligado a regresar a casa-- su naturaleza humana y no vegetal, su doble condición de extraño:
Yo no quería volver
en mí, por miedo de darles
disgusto de árbol distinto
a los árboles iguales.
Los árboles se olvidaron
de mi forma de hombre errante,
y, con mi forma olvidada,
oía hablar a los árboles.
Pero también es posible imaginarle deambulando por las calles aledañas a su hogar, algo extraviado, ebrio de españolidad entre tanto nombre querido, en busca de los lugares que esos nombres prometen, y presa, luego, de la desolación de saberse víctima de un embuste urdido por lo que más amó: las palabras. Coral Gables: lugar de encuentros y desencuentros, falsa y verdadera prolongación de España, regreso posible e imposible del poeta a lo suyo, ilusión y desolación simultáneas.
Ávila, Santander, Salamanca, Murcia, Toledo, Valencia, Zamora, Sevilla se desplegaban, incorpóreas, a su alrededor, le acompañaban en su destierro, pero reducidas a pura toponimia hueca y, a veces, caprichosa. Nunca, hasta Coral Gables, había estado más cerca y más lejos de esas ciudades: una desembocaba en la otra, y todas, en ninguna.
Si el paisaje luminoso de la Florida, poblado de garzas, pinos y marismas, lo reorientaba, lo devolvía a lo más suyo, los nombres de una España fantasma tienen que haberlo desconcertado y, en alguna ocasión, tienen que haberle trastocado el rumbo de regreso a casa; a su casa allí, en Alhambra Circle 140, y a las que habitó en el otro costado, en la orilla opuesta del Atlántico. No era para menos: dónde, sino en Coral Gables, toda Andalucía hablaba inglés; dónde, si no en la Florida, Madrid olía a mar.
De ese desconcierto vendrían a salvarlo dos criaturas centenarias: la canción y el romance castellano. De la mano de ambas, Juan Ramón Jiménez encontró el camino de vuelta a su patria, que, más que Moguer (patria chica), e incluso que España (patria grande), fue la poesía, patria total: por ella, inaccesible durante su reciente estancia en Cuba, donde sólo escribió prosa, se reintegraba a las otras.
La exultación de algunos de los poemas escritos por Juan Ramón Jiménez en Coral Gables revela que el poeta puede haber acabado descubriendo en la nomenclatura engañosamente arbitraria de la ciudad, y en su diseño enrevesado, más que un rompecabezas insoluble o una burla a su añoranza, una invitación a justificarlo y a ordenarlo todo donde único cabían lo inmediato y lo remoto: dentro de él, en su espacio, un espacio que volcaría en un texto fundamental, titulado precisamente así, “Espacio”, y en un cuaderno: “Romances de Coral Gables”.
Yo sé que cuando me vaya
con el alma he de volver
a esta tierra en que hoy espero.
Que no quiero con el alma
--porque el alma está en su sitio--,
y que piso con el cuerpo.
Que soñaré que el pinar
que se parecía al mío,
también tiene un pino eterno.
Yo sé que estoy, ya, esperándome
--olas, lunas, nubes, soles--
a mí mismo de este lejos.
*Los recién llegados a Miami desconocen la historia de un exiliado cubano, residente del área, y un gato que merodeaba su portal importunándolo con el hedor de su orina, sus trifulcas con otros gatos y su libido desaforada. El cubano resolvió deshacerse de él y luego de atraparlo, arrojarlo dentro de un saco, depositarlo en el baúl de su automóvil, viajar varias millas al norte de la municipalidad y liberarlo en un parque solitario, regresó a su hogar, seguro de que el animal jamás volvería a perturbar su sueño.
Pero el gato no tardó en reaparecer, tan buscapleitos y enamoradizo como siempre, obligando a su víctima a repetir la captura y llevarlo, ahora, varias millas al sur de la municipalidad, al rosario de islotes que gotea del extremo inferior de la Florida. Allí, a orillas del mar, en un lugar desolado, quedó el pobre animal, mientras el individuo abordaba su automóvil y se perdía, raudo, en una red intrincada de autopistas.
Una semana después, el gato reapareció en su portal, deshecho en arrumacos y ronroneos, y presto a marcar su territorio con el tufo de sus micciones. Angustiado
ante su ineptitud para encontrar una alternativa que no fuera el sacrificio del animal, el cubano solicitó el auxilio de un compatriota, exiliado como él, cuyo consejo dio por sabio: Suéltalo en Coral Gables. Te garantizo que no encontrará el camino de regreso.
Nada supo un amigo del otro hasta que días después coincidieron ante el mostrador de una cafetería a la que ambos acudían, más que a beber café, a compartir su nostalgia de Cuba. Una sonrisa triunfante iluminó el rostro del consejero: ¿Qué? ¿Te deshiciste del gato? A lo que su interlocutor, sombrío, contestó: ¡Qué voy a deshacerme del gato! Si no es por él, soy yo quien no logra salir de Coral Gables.
Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí residieron en Coral Gables entre 1939 y 1942. Una fotografía del matrimonio tomada en Puerto Rico, en 1951, muestra al poeta abrazado a un gato. La nota al pie de la foto no revela la procedencia del animal. Los gatos del sur de la Florida no se diferencian de otros.
Muchas veces, conduciendo mi automóvil frente a uno de los sitios donde vivió Juan Ramón Jiménez, me he preguntado qué habrá sentido éste cuando al franquear el umbral de su hogar floridano y salir a la calle advertía que estaba en la Alhambra, aunque nada a su alrededor sugiriera la proximidad del famoso complejo arquitectónico. Qué significaría para aquel desterrado saberse a unos pasos de Granada, Córdoba, Cádiz, Málaga, Madrid, Segovia y, sin embargo, no hallar rastro alguno de esas ciudades.
Ahí, alrededor de su nuevo hogar, se extendía España, pero sólo en una multitud de nombres que tan pronto le repatriaban como le recordaban --al no poder ofrecerle más que eso, nombres-- cuán distante estaba de ella. Qué turbación, cuánto sentimiento contradictorio en ese estar y no estar, en esa simultaneidad de ausencia y presencia, en esa confirmación del poder de las palabras y, acto seguido, de su insuficiencia.
Juan Ramón se filma al crepúsculo, desandando entre los árboles que pueblan su barrio, confundiéndose con ellos, haciéndose pasar por un árbol más, oyéndolos hablar y revelándoles --al caer la noche y verse obligado a regresar a casa-- su naturaleza humana y no vegetal, su doble condición de extraño:
Yo no quería volver
en mí, por miedo de darles
disgusto de árbol distinto
a los árboles iguales.
Los árboles se olvidaron
de mi forma de hombre errante,
y, con mi forma olvidada,
oía hablar a los árboles.
Pero también es posible imaginarle deambulando por las calles aledañas a su hogar, algo extraviado, ebrio de españolidad entre tanto nombre querido, en busca de los lugares que esos nombres prometen, y presa, luego, de la desolación de saberse víctima de un embuste urdido por lo que más amó: las palabras. Coral Gables: lugar de encuentros y desencuentros, falsa y verdadera prolongación de España, regreso posible e imposible del poeta a lo suyo, ilusión y desolación simultáneas.
Ávila, Santander, Salamanca, Murcia, Toledo, Valencia, Zamora, Sevilla se desplegaban, incorpóreas, a su alrededor, le acompañaban en su destierro, pero reducidas a pura toponimia hueca y, a veces, caprichosa. Nunca, hasta Coral Gables, había estado más cerca y más lejos de esas ciudades: una desembocaba en la otra, y todas, en ninguna.
De ese desconcierto vendrían a salvarlo dos criaturas centenarias: la canción y el romance castellano. De la mano de ambas, Juan Ramón Jiménez encontró el camino de vuelta a su patria, que, más que Moguer (patria chica), e incluso que España (patria grande), fue la poesía, patria total: por ella, inaccesible durante su reciente estancia en Cuba, donde sólo escribió prosa, se reintegraba a las otras.
La exultación de algunos de los poemas escritos por Juan Ramón Jiménez en Coral Gables revela que el poeta puede haber acabado descubriendo en la nomenclatura engañosamente arbitraria de la ciudad, y en su diseño enrevesado, más que un rompecabezas insoluble o una burla a su añoranza, una invitación a justificarlo y a ordenarlo todo donde único cabían lo inmediato y lo remoto: dentro de él, en su espacio, un espacio que volcaría en un texto fundamental, titulado precisamente así, “Espacio”, y en un cuaderno: “Romances de Coral Gables”.
Yo sé que cuando me vaya
con el alma he de volver
a esta tierra en que hoy espero.
Que no quiero con el alma
--porque el alma está en su sitio--,
y que piso con el cuerpo.
Que soñaré que el pinar
que se parecía al mío,
también tiene un pino eterno.
Yo sé que estoy, ya, esperándome
--olas, lunas, nubes, soles--
a mí mismo de este lejos.
*Los recién llegados a Miami desconocen la historia de un exiliado cubano, residente del área, y un gato que merodeaba su portal importunándolo con el hedor de su orina, sus trifulcas con otros gatos y su libido desaforada. El cubano resolvió deshacerse de él y luego de atraparlo, arrojarlo dentro de un saco, depositarlo en el baúl de su automóvil, viajar varias millas al norte de la municipalidad y liberarlo en un parque solitario, regresó a su hogar, seguro de que el animal jamás volvería a perturbar su sueño.
Pero el gato no tardó en reaparecer, tan buscapleitos y enamoradizo como siempre, obligando a su víctima a repetir la captura y llevarlo, ahora, varias millas al sur de la municipalidad, al rosario de islotes que gotea del extremo inferior de la Florida. Allí, a orillas del mar, en un lugar desolado, quedó el pobre animal, mientras el individuo abordaba su automóvil y se perdía, raudo, en una red intrincada de autopistas.
Una semana después, el gato reapareció en su portal, deshecho en arrumacos y ronroneos, y presto a marcar su territorio con el tufo de sus micciones. Angustiado
Nada supo un amigo del otro hasta que días después coincidieron ante el mostrador de una cafetería a la que ambos acudían, más que a beber café, a compartir su nostalgia de Cuba. Una sonrisa triunfante iluminó el rostro del consejero: ¿Qué? ¿Te deshiciste del gato? A lo que su interlocutor, sombrío, contestó: ¡Qué voy a deshacerme del gato! Si no es por él, soy yo quien no logra salir de Coral Gables.
Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí residieron en Coral Gables entre 1939 y 1942. Una fotografía del matrimonio tomada en Puerto Rico, en 1951, muestra al poeta abrazado a un gato. La nota al pie de la foto no revela la procedencia del animal. Los gatos del sur de la Florida no se diferencian de otros.