El armario de caoba

"La memoria del niño lo fija todo, y el hombre no es más que un niño que después de creerse adulto termina estropeado".

El autor recuerda la participación de dos niños en una gestión destinada a burlar la rapiña de las autoridades cubanas en 1965
Un armario de caoba no es un mueble cualquiera, y mucho menos si está hecho al gusto de la persona que provee la madera y encarga su fabricación. Éste fue el caso del armario que compartieron mi padre y su hermano durante su juventud y que luego, dispersa la familia, quedó en nuestra casa hasta que los más rezagados abandonamos Cuba.

La madera escogida por mi abuelo Cristóbal fue entregada al mejor ebanista del pueblo con la certidumbre de que éste pondría todo el esmero imaginable en la consecución de la obra. No satisfecho con el desafío, el artista realizó una hazaña: sustituir los clavos por tarugos. Todas y cada una de las piezas del armario se ensamblaron a presión.

El mueble era un matrimonio perfecto de superficies pulidas cuyos bordes interiores se incrustaban los unos en los otros y cuyas puertas y gavetas respondían al más mínimo reclamo sin hacer resistencia ni emitir quejido. Era un armario para encerrarse y no volver a salir jamás de él. Daba ganas de pasarle la mano. La ropa que colgaba en su interior era feliz: aunque uno lo abriera de improviso siempre la encontraba bailando, meneándose más bien, como esas parejas de enamorados que hace más de medio siglo aprovechaban cualquier composición cadenciosa para ocupar la pista, atornillarse y, quietos los pies y juntas las cabezas, abandonarse a un balanceo sabroso. El espejo palidecía ante la belleza de la madera. El mueble era un trasatlántico atracado en un puerto de pescadores.

El permiso para abandonar la isla nos tomó por sorpresa. Una tía abuela que esperaba acceso a Estados Unidos desde la Ciudad de México consiguió, a fuerza de lágrimas, que un oficial de inmigración de ese país se compadeciera de ella y le entregara las visas para que su sobrino, es decir, mi padre y los más allegados a él --mi madre, mi hermano pequeño, mi abuela paterna y yo--, nos reuniéramos con ella en el extranjero.

Las autoridades locales, como era costumbre, se apropiarían de todo. Nada podría pasar a manos de los miembros de la familia materna, residentes en la primera planta del inmueble, ni a manos de otros parientes y amigos. Nada, tampoco, hubiera facilitado su traslado: la escalera de caracol que unía ambos hogares, inserta en una estructura de mampostería, era demasiado angosta para que un mueble o aparato eléctrico se escurriera por ella. La escalera exterior significaba un riesgo: los vecinos afectos al régimen vigilaban, ávidos de demostrar su lealtad al gobierno, y una delación podría frustrar el viaje.

Mis padres estaban resignados a perderlo todo con tal de salvarnos a mi hermano y a mí del adoctrinamiento en curso y las calamidades que se vislumbraban; de aquella sociedad enrarecida donde cualquier postura al margen de la belicosidad institucionalizada era vista con recelo o como una afrenta al estado. No cesa de sorprenderme el número de canciones contra Estados Unidos y a favor del gobierno cubano que cuarenta y ocho años después puedo entonar. La memoria del niño lo fija todo, y el hombre no es más que un niño que, después de creerse adulto, termina estropeado.

Tan pronto las autoridades tuvieran conocimiento de la concesión de las visas se personarían en casa para fijar la fecha del “inventario”, es decir, del registro minucioso de todas y cada una de nuestras pertenencias. El día anterior a nuestra partida volverían a visitarnos empuñando el documento: la falta de una cacerola, un traje, una almohada, un cenicero constituiría una fechoría y el permiso para abandonar el pueblo sería revocado. Esa penúltima jornada precintarían las puertas de la planta alta y todo acceso a sus habitaciones quedaría prohibido. Dormiríamos en la planta baja.

No sé cuándo se decidió que el armario de caoba debía salvarse; sí, que de repente todo se volvió nervio, susurro, trajín. Mi padre desarmó el mueble, cada pieza un hueso del esqueleto de un ser querido, cuidando que ningún ruido llamara la atención de los soplones del barrio, y mi madre, mi hermano y yo comenzamos a trasladarlo, tabla a tabla, al piso inferior. La operación duró varios días. Cuando las partes no cabían en la escalera de caracol, esperábamos a que atardeciera y mi hermano de 7 años, y yo de 12, bajábamos por la otra escalera jugando con ellas: los listones eran caballos de palo o espadas; las planchas, escudos.

Tampoco sé cuándo mi padre reconstruyó el armario; sí, que unos días antes de que las autoridades tocaran a la puerta lo redescubrí entero, radiante, en la primera planta, donde permaneció hermoseando un dormitorio, a salvo del saqueo, hasta que sus nuevos dueños se marcharon a La Habana y, tan afectos a él como nosotros, se lo llevaron con ellos.

No he perdido su rastro. A veces, cuando pienso en la muerte, no puedo evitar el deseo de que mi ataúd esté hecho con su madera.