Parecía que iba a seguir vuelo a Cuba, el único bastion comunista de América, y dudaba si afincarse en Venezuela o Ecuador, dos países del ALBA que tratan de sacar el mejor partido de su profesado odio a cuanto llega de Norteamérica.
Mientras los expertos tratan de valorar las consecuencias de las revelaciones del experto en informática Edward Snowden y descubrir su paradero, se ha dado ya un alineamiento de países y personalidades según los rencores - y no en función de la lógica o el sentido común.
Desde que Snowden desveló la estrategia de Estados Unidos para protegerse de terroristas y saboteadores espiando a personas, empresas y entidades, los enemigos tradicionales de Washington le han aplaudido y el resto más o menos ha aceptado su actuación.
Aunque Snowden se declara motivado por su conciencia democrática, su itinerario parece alinearlo políticamente: su primera escala fue Hong Kong - que políticamente es China. Siguió hacia Rusia, heredera de la URSS enfrentada a Estados Unidos durante medio siglo de Guerra - y rival nostálgico ahora Federación Rusa. Parecía que iba a seguir vuelo a Cuba, el único bastion comunista de América, y dudaba si afincarse en Venezuela o Ecuador, dos países del ALBA que tratan de sacar el mejor partido de su profesado odio a cuanto llega de Norteamérica.
Evidentemente, al rosario del antiamericanismo se le podrían añadir algunos nombres más, como el Irán o Corea del Norte, pero de momento se quedaron al margen, tal vez porque no veían suficiente beneficio para compensar las complicaciones de asilar a personaje tan polémico.
Mirado el caso sin pasión, cuesta entender el enorme revuelo causado: ni la “espionitis” que padece en estos momentos EE.UU. es algo nuevo, ni es una infracción sin precedentes de la intromisión en la esfera privada, ni el gesto de Snowden es un acto heroico, ni la utilidad de esta vigilancia electrónica resulta evidente.
La violación de derechos humanos en aras de la seguridad nacional es casi tan antigua como la Humanidad. Lo único nuevo –y parcial, es la indignación de ahora. En el siglo pasado, la batalla propagandística la había ganado la izquierda ultra y nadie, fuera de las víctimas, se desagarraba las vestiduras, ni denunciaba a la KGB rusa, a la ¨securitate” del rumano Ceausescu o las purgas de la “revolución cultural china”, para citar unos pocos ejemplos.
Además de las ventajas en denunciar a los poderosos, está la cuestión moral - o de moralina, como en este caso – de que el pecado de unos no anula los pecados de los otros, de forma que nadie habla de los pisoteos de derechos humanos en otras naciones. No porque haya pocos, sino porque lo esencial es denunciar la paja en el ojo ajeno, siempre sea un ojo americano.
Llama la atención que entre tantos lamentaos por abusos y presuntos abusos de Washington, no haya surgido nadie que se asombre de lo bien organizada, planificada y realizada que ha sido toda la operación “revelación y fugas” de Snowden. Ni que falte la pregunta de si todo es idealismo puro o materialismo duro; materialismo capaz de vender a buen precio y mucha fama la mismísima moral por la que dice que se ha inmolado.
Porque parece una contradicción que Snowden, con escasa preparación académica ni conocimientos jurídicos, supiera elegir los documentos que no podían constituir delito de traición a la patria. O que no mandara una circular a las principales redacciones del país, sino que seleccionara sus publicaciones, lo que redujo las pistas que pudieran delatarle. Y que sin experiencia en relaciones gubernamentales en ningún lugar del mundo, pudiera en un instante refugiarse en las antípodas, ganarse la tolerancia de un Gobierno tan pragmático como el chino y la ayuda ocultista de Rusia, el país de más larga práctica en pisotear esos derechos humanos que él dice defender.
Lo que ha podido pasar en Moscú y lo que los servicios secretos rusos hayan podido averiguar hurgando en el material de Snowden no se sabe aún, pero no puede ser poco dado la dilatada en la capital rusa.
Mientras, Estados Unidos reiteró a Rusia que haga lo correcto y entregue a Edward Snowden, el jefe del Pentágono manifestó que lo
hecho por el ex analista estadounidense fue una grave violación a las leyes de la nación que afectó la seguridad nacional.
Desde que Snowden desveló la estrategia de Estados Unidos para protegerse de terroristas y saboteadores espiando a personas, empresas y entidades, los enemigos tradicionales de Washington le han aplaudido y el resto más o menos ha aceptado su actuación.
Aunque Snowden se declara motivado por su conciencia democrática, su itinerario parece alinearlo políticamente: su primera escala fue Hong Kong - que políticamente es China. Siguió hacia Rusia, heredera de la URSS enfrentada a Estados Unidos durante medio siglo de Guerra - y rival nostálgico ahora Federación Rusa. Parecía que iba a seguir vuelo a Cuba, el único bastion comunista de América, y dudaba si afincarse en Venezuela o Ecuador, dos países del ALBA que tratan de sacar el mejor partido de su profesado odio a cuanto llega de Norteamérica.
Evidentemente, al rosario del antiamericanismo se le podrían añadir algunos nombres más, como el Irán o Corea del Norte, pero de momento se quedaron al margen, tal vez porque no veían suficiente beneficio para compensar las complicaciones de asilar a personaje tan polémico.
Mirado el caso sin pasión, cuesta entender el enorme revuelo causado: ni la “espionitis” que padece en estos momentos EE.UU. es algo nuevo, ni es una infracción sin precedentes de la intromisión en la esfera privada, ni el gesto de Snowden es un acto heroico, ni la utilidad de esta vigilancia electrónica resulta evidente.
La violación de derechos humanos en aras de la seguridad nacional es casi tan antigua como la Humanidad. Lo único nuevo –y parcial, es la indignación de ahora. En el siglo pasado, la batalla propagandística la había ganado la izquierda ultra y nadie, fuera de las víctimas, se desagarraba las vestiduras, ni denunciaba a la KGB rusa, a la ¨securitate” del rumano Ceausescu o las purgas de la “revolución cultural china”, para citar unos pocos ejemplos.
Además de las ventajas en denunciar a los poderosos, está la cuestión moral - o de moralina, como en este caso – de que el pecado de unos no anula los pecados de los otros, de forma que nadie habla de los pisoteos de derechos humanos en otras naciones. No porque haya pocos, sino porque lo esencial es denunciar la paja en el ojo ajeno, siempre sea un ojo americano.
Llama la atención que entre tantos lamentaos por abusos y presuntos abusos de Washington, no haya surgido nadie que se asombre de lo bien organizada, planificada y realizada que ha sido toda la operación “revelación y fugas” de Snowden. Ni que falte la pregunta de si todo es idealismo puro o materialismo duro; materialismo capaz de vender a buen precio y mucha fama la mismísima moral por la que dice que se ha inmolado.
Porque parece una contradicción que Snowden, con escasa preparación académica ni conocimientos jurídicos, supiera elegir los documentos que no podían constituir delito de traición a la patria. O que no mandara una circular a las principales redacciones del país, sino que seleccionara sus publicaciones, lo que redujo las pistas que pudieran delatarle. Y que sin experiencia en relaciones gubernamentales en ningún lugar del mundo, pudiera en un instante refugiarse en las antípodas, ganarse la tolerancia de un Gobierno tan pragmático como el chino y la ayuda ocultista de Rusia, el país de más larga práctica en pisotear esos derechos humanos que él dice defender.
Lo que ha podido pasar en Moscú y lo que los servicios secretos rusos hayan podido averiguar hurgando en el material de Snowden no se sabe aún, pero no puede ser poco dado la dilatada en la capital rusa.
Mientras, Estados Unidos reiteró a Rusia que haga lo correcto y entregue a Edward Snowden, el jefe del Pentágono manifestó que lo
hecho por el ex analista estadounidense fue una grave violación a las leyes de la nación que afectó la seguridad nacional.
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