Sin duda alguna la vida tiene sorpresas, y eso lo confirma la vida y gestión presidencial de José Mujica en Uruguay.
Los que vivimos los duros años sesenta y setenta recordamos los Tupamaros, como la guerrilla urbana más violenta y sangrienta de todas las que operaron en América Latina, y el presidente Mujica fue unos de los líderes de una entidad que no dudó en matar, por tal de conquistar el poder.
Si un país en el hemisferio no necesitaba de la violencia para resolver sus problemas era Uruguay. No es que fuera una sociedad perfecta y lo suficientemente justa para no demandar profundas reformas, pero existían los ingredientes sociales y políticos para producir los progresos que demandaba la sociedad nacional sin tener que llegar a la violencia.
De hecho en el país no había tenido lugar una sublevación armada desde los tiempos de Aparicio Saravia, de ahí que la violencia de los Tupamaros, respondiera perfectamente al foquismo guevarista, de que una vanguardia consciente y organizada sería capaz de producir acciones que facilitarían una espiral de violencia revolucionaria y represiva, en la que al final la acción del pueblo impondría la voluntad de los insurgentes.
Cuando José Mujica asumió la presidencia de Uruguay hubo una alarma racional, a pesar de que en los últimos años su quehacer político en alguna medida restaba aristas a su pasado extremista.
Mujica fue uno de esos muchos hombres y mujeres que cargados de ideales, aunque la mayoría eran antisociales y oportunistas, quisieron apresurar los procesos sociales para imponer una utopía que en su búsqueda, les deshumanizaba tanto o más, que a sus propios represores.
Fue un proceso duro que le costó al actual mandatario 14 años de prisión. Salió de la cárcel cuando en el país se restableció la democracia, pero aparentemente junto con sus años de cárcel se quedaron las ideas de que la violencia era el medio más efectivo para alcanzar el poder y asumió que la vía más honorable y justa era aquella en la que el pueblo podía elegir libremente a sus gobernantes.
Todo parece indicar que también dejó atrás el iluminismo, ese voluntarismo mágico que caracteriza a muchos líderes del hemisferio que creen que con solo desear los cambios, los vientos y las mareas están bajo su control.
Mujica es el mejor exponente de que la vida transforma cuando el individuo está dispuesto a aprender de sus errores y se crece respetando a las opiniones y valores de los otros.
La confirmación de su madurez política se evidencia cuando en la Plaza de la Independencia, marzo, 2010, durante su primer discurso como presidente, dijo que reivindicaba la institucionalidad e hizo un llamado a su defensa y expresó: "No dirán que no soy una criatura domesticada. Pero amigos, estas formalidades que dan garantías, podrán ser aburridas, pero son una necesidad institucional que hay que defender".
A dos años de gobierno no hay signo que permitan avizorar que Uruguay corre el riesgo de que sus autoridades promuevan una ruptura de la institucionalidad. No hay gesto que indique que el estado de derecho está en peligro.
La gestión de gobierno de José Mujica permite apreciar que no se encuentra entre los iluminados, esos que no cesan de generar conflictos internos para pescar y aplastar los derechos de sus ciudadanos.
Una excelente manera para conocer los conflictos internos que enfrenta un país es el tipo de liderazgo que practica su clase dirigente y los titulares que conquista en los medios informativos y Mujica es sin dudas un hombre modesto que al parecer dejó bien atrás la idea de que el mundo lo podía moldear a su antojo un grupo de iluminados inspirados en el mesías de turno.
Todo parece indicar que la violencia Tupamara quedó en el pasado y que los líderes políticos uruguayos no quieren experimentar con formas políticas que les alejen de una verdadera democracia.
Si un país en el hemisferio no necesitaba de la violencia para resolver sus problemas era Uruguay. No es que fuera una sociedad perfecta y lo suficientemente justa para no demandar profundas reformas, pero existían los ingredientes sociales y políticos para producir los progresos que demandaba la sociedad nacional sin tener que llegar a la violencia.
De hecho en el país no había tenido lugar una sublevación armada desde los tiempos de Aparicio Saravia, de ahí que la violencia de los Tupamaros, respondiera perfectamente al foquismo guevarista, de que una vanguardia consciente y organizada sería capaz de producir acciones que facilitarían una espiral de violencia revolucionaria y represiva, en la que al final la acción del pueblo impondría la voluntad de los insurgentes.
Cuando José Mujica asumió la presidencia de Uruguay hubo una alarma racional, a pesar de que en los últimos años su quehacer político en alguna medida restaba aristas a su pasado extremista.
Mujica fue uno de esos muchos hombres y mujeres que cargados de ideales, aunque la mayoría eran antisociales y oportunistas, quisieron apresurar los procesos sociales para imponer una utopía que en su búsqueda, les deshumanizaba tanto o más, que a sus propios represores.
Fue un proceso duro que le costó al actual mandatario 14 años de prisión. Salió de la cárcel cuando en el país se restableció la democracia, pero aparentemente junto con sus años de cárcel se quedaron las ideas de que la violencia era el medio más efectivo para alcanzar el poder y asumió que la vía más honorable y justa era aquella en la que el pueblo podía elegir libremente a sus gobernantes.
Todo parece indicar que también dejó atrás el iluminismo, ese voluntarismo mágico que caracteriza a muchos líderes del hemisferio que creen que con solo desear los cambios, los vientos y las mareas están bajo su control.
Mujica es el mejor exponente de que la vida transforma cuando el individuo está dispuesto a aprender de sus errores y se crece respetando a las opiniones y valores de los otros.
La confirmación de su madurez política se evidencia cuando en la Plaza de la Independencia, marzo, 2010, durante su primer discurso como presidente, dijo que reivindicaba la institucionalidad e hizo un llamado a su defensa y expresó: "No dirán que no soy una criatura domesticada. Pero amigos, estas formalidades que dan garantías, podrán ser aburridas, pero son una necesidad institucional que hay que defender".
A dos años de gobierno no hay signo que permitan avizorar que Uruguay corre el riesgo de que sus autoridades promuevan una ruptura de la institucionalidad. No hay gesto que indique que el estado de derecho está en peligro.
La gestión de gobierno de José Mujica permite apreciar que no se encuentra entre los iluminados, esos que no cesan de generar conflictos internos para pescar y aplastar los derechos de sus ciudadanos.
Una excelente manera para conocer los conflictos internos que enfrenta un país es el tipo de liderazgo que practica su clase dirigente y los titulares que conquista en los medios informativos y Mujica es sin dudas un hombre modesto que al parecer dejó bien atrás la idea de que el mundo lo podía moldear a su antojo un grupo de iluminados inspirados en el mesías de turno.
Todo parece indicar que la violencia Tupamara quedó en el pasado y que los líderes políticos uruguayos no quieren experimentar con formas políticas que les alejen de una verdadera democracia.