Un soneto es la persiana de una casa desaparecida cuya vida interior subsiste y sólo puede atisbarse a través de aquél: cada verso, una tablilla; cada entrelínea, una invitación a fisgonear; cada interpretación, la que suscitan quienes situados en el reverso de la estrofa tiran de una cuerda para que el soneto se entreabra; cada página, el espectro de una pared cuyo recuerdo está lo suficientemente vivo para que la persiana no se desplome.
Todo es ventana, de la tierra al cielo. El soneto pauta un retazo del orbe y al hacerlo llama la atención sobre él, sumiéndolo en un claroscuro adonde el lector se asoma y deleita imaginando todo género de aconteceres.
Ninguna antología de sonetos más rica que las que ofrecen algunas calles de Cuba donde puede admirarse una larga sucesión de persianas mirándose de acera a acera o pretendiendo, entornadas, desentenderse las unas de las otras. Situarnos al final o al principio de una de estas calles es descubrirlas observándonos con el rabillo del ojo.
Hay quien achaca el deterioro que sufren numerosas fachadas de la isla a la penuria que asola a la población, como si aquéllas se solidarizaran con ésta, o viceversa, y la empatía llegara al punto de que unas se vieran reflejadas en la otra y ninguna aceptara un destino que no fuera el de las demás; arquitectura y humanidad confundidas hasta la inmolación: fachas y fachadas en el vórtice de un drama especular. Pero se equivoca: esas fachadas se desconchan porque las viviendas maduran y se aprestan a dejar que la pulpa de la vida que contienen quede exenta, aunque para admirarla todavía se imponga que el peatón meta la nariz entre los tabloncillos de las persianas que flanquea.
Las manchas de humedad que ostentan las fachadas cubanas revelan el carácter jugoso de lo que frutece al dorso. Quien les hinque una uña la sacará dulce, porque entre las porciones menos estropeadas del país lo amargo pesa pero no colma. El día que las fachadas se desmoronen y apenas queden, suspendidas, las persianas, no sólo se podrá constatar del otro lado de ellas, y únicamente a través de ellas, la hermosura del fondo y la magnitud del daño infligido a las formas, sino disfrutar de la muestra por excelencia de la más cubana de las artes: hacer ruinas.
El número de sonetos escritos en Cuba y el número de persianas que hay en ella son idénticos. Por cada persiana que se fabrica o derrumba, se salva o se arroja al cesto un soneto.
Algunos sonetos, como las propias persianas, no están compuestos por versos fijos sino móviles, de manera que pueden arrojar diferentes y a menudo contradictorias versiones de la realidad en penumbra que trascurre tras ellos y sólo alcanza a insinuarse entrelíneas. Quienes los habitan ajustan la posición de las tablillas de acuerdo con sus estados de ánimo o las aptitudes del lector que husmea y que ellos, taimados, saben detectar. Al torpe se las abren sin reserva: nada verá, y si algo ve, sospechará que es cosa de su fantasía y no se atreverá a revelarlo o, si se atreve, se deshará en inexactitudes. Al listo se las entrecierran, no por recato sino para divertirse obligándole a suponer lo que no es, que es siempre más sabroso que lo que es.
Los espacios en blanco que separan las cuatro estrofas del soneto y el que sigue a la última ofrecen al lector un alféizar donde acodarse y aguardar --como la joven que antaño anhelaba la llegada del amor tras los listones de una persiana-- la hora de las revelaciones, el instante en que, entre verso y verso, se manifieste lo que bulle dentro y la escritura sólo anticipa.
Los poetas que prescinden de estos espacios, y reducen el soneto a un solo bloque de contorsionistas en miniatura, conspiran contra la mejor comprensión del texto forzando al lector a precipitarse por él como un borracho por la escalera sin rellanos de un edificio de catorce plantas donde estalla una alarma de fuego.
Las lectoras de poesía no deben leer sonetos en ropa interior ni llevarse a la cama libros donde éstos abunden. Nadie sabe quién puede atisbarlas a través de ellos y, lo que es más grave, caerles encima y manosear y besuquear sus pechos si muertas de sueño olvidan cerrar el libro y depositarlo en la mesa de noche.
Un buen soneto alzado por encima de la frente, a modo de visera o negativo de una imagen que sólo puede admirarse a contraluz, proporcionará a quien lo escudriñe un espectáculo tan gratificador como el que presenció el ayudante de Billy Wilder luego de encender el ventilador debajo de la rejilla del tren subterráneo sobre la cual posaba, vestida de un blanco tan blanco como el de un fajo de papeles nuevos, Marilyn Monroe.
La rejilla antepuesta a la tela, el poema impreso; la entrepierna, entrelínea.
Todo es ventana, de la tierra al cielo. El soneto pauta un retazo del orbe y al hacerlo llama la atención sobre él, sumiéndolo en un claroscuro adonde el lector se asoma y deleita imaginando todo género de aconteceres.
Hay quien achaca el deterioro que sufren numerosas fachadas de la isla a la penuria que asola a la población, como si aquéllas se solidarizaran con ésta, o viceversa, y la empatía llegara al punto de que unas se vieran reflejadas en la otra y ninguna aceptara un destino que no fuera el de las demás; arquitectura y humanidad confundidas hasta la inmolación: fachas y fachadas en el vórtice de un drama especular. Pero se equivoca: esas fachadas se desconchan porque las viviendas maduran y se aprestan a dejar que la pulpa de la vida que contienen quede exenta, aunque para admirarla todavía se imponga que el peatón meta la nariz entre los tabloncillos de las persianas que flanquea.
Las manchas de humedad que ostentan las fachadas cubanas revelan el carácter jugoso de lo que frutece al dorso. Quien les hinque una uña la sacará dulce, porque entre las porciones menos estropeadas del país lo amargo pesa pero no colma. El día que las fachadas se desmoronen y apenas queden, suspendidas, las persianas, no sólo se podrá constatar del otro lado de ellas, y únicamente a través de ellas, la hermosura del fondo y la magnitud del daño infligido a las formas, sino disfrutar de la muestra por excelencia de la más cubana de las artes: hacer ruinas.
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El número de sonetos escritos en Cuba y el número de persianas que hay en ella son idénticos. Por cada persiana que se fabrica o derrumba, se salva o se arroja al cesto un soneto.
Los espacios en blanco que separan las cuatro estrofas del soneto y el que sigue a la última ofrecen al lector un alféizar donde acodarse y aguardar --como la joven que antaño anhelaba la llegada del amor tras los listones de una persiana-- la hora de las revelaciones, el instante en que, entre verso y verso, se manifieste lo que bulle dentro y la escritura sólo anticipa.
Los poetas que prescinden de estos espacios, y reducen el soneto a un solo bloque de contorsionistas en miniatura, conspiran contra la mejor comprensión del texto forzando al lector a precipitarse por él como un borracho por la escalera sin rellanos de un edificio de catorce plantas donde estalla una alarma de fuego.
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Un buen soneto alzado por encima de la frente, a modo de visera o negativo de una imagen que sólo puede admirarse a contraluz, proporcionará a quien lo escudriñe un espectáculo tan gratificador como el que presenció el ayudante de Billy Wilder luego de encender el ventilador debajo de la rejilla del tren subterráneo sobre la cual posaba, vestida de un blanco tan blanco como el de un fajo de papeles nuevos, Marilyn Monroe.
La rejilla antepuesta a la tela, el poema impreso; la entrepierna, entrelínea.