El autor describe cómo el interés material se impone sobre los sentimientos de muchos isleños.
A veces me parece que estoy viviendo en uno de esos países donde las hijas aún son negociadas para el matrimonio, a cambio de cabras u otras propiedades. El ser humano como pieza para el mercadeo, o peor, los seres queridos como objetos de cambio.
Pero no, no vivo en uno de esos países donde tales circunstancias, al menos, son cultural y éticamente justificables. Vivo en Cuba, una pequeña isla “que se ha atrevido a hacer una revolución en las narices del imperio”.
Durante más de cincuenta años este proyecto social ha sido encauzado ―con cierto éxito― hacia el mejoramiento de las condiciones de vida, pero, sobre todo, hacia la elevación del espíritu moral de la nación.
Sin embargo, la venta de las esposas o “novias” es un fenómeno que no por solapado podríamos tomar como ausente de la sociedad cubana, y es un mal que no por censurado se encuentra cerca de ser erradicado.
No hablo de una generalización, sino de una tendencia, diría yo, directamente proporcional a la crisis económica. Aunque también debemos tener en cuenta que la degradación moral es como un ovillo de estambre que se echara a rodar pendiente abajo.
Hace unas pocas semanas mi amigo Luis pasó por una experiencia de ésas. Conoció a una muchacha con la que todo parecía ir de maravillas hasta que fue presentado a su suegra.
Un día después su novia lo estaba llamando para cortar. Sollozaba a través del teléfono; ni siquiera quiso hablar directamente con él. Solo le contó que su madre “quería empatarla con el hijo de un amigo que trabaja en el Hotel Nacional”.
Sabemos cómo “lucha” la gente que trabaja en los hoteles, porque los salarios del sector turístico son unos de los más bajos que existen en Cuba y sus trabajadores no son precisamente los que peor la pasan. Pero la madre de la muchacha prefiere para su hija a alguien que tiene dinero a costa de la malversación.
Luis es un buen trabajador en una sucursal bancaria, que le paga unos 40 o 50 cuc mensuales más un salario en moneda nacional de 400 pesos. Algo que no le da para vivir a sus anchas pero que significa el doble o el triple de lo que percibe el trabajador promedio.
“Sé que no es primera vez que te sucede y también que no será la última. A mí me ha sucedido en varias oportunidades”, le digo para consolarle. Pero sé que para él es muy duro trabajar tanto y luego recibir esos desplantes. Se queda vacío.
Él solamente busca una buena muchacha para casarse, pero hasta ahora sus “cabras” no le han alcanzado para el empeño.
Hay muchas madres cubanas que actualmente mantienen este tipo de actitud, perjudicando el presente y el futuro de sus hijas, educándolas en el amor a cosas que no perduran, como el dinero y los trapos.
Muchas suegras esperan sacar un máximo provecho de sus hijas. Las pulen al máximo para que se vean exquisitamente atractivas, como una mercancía que podría sacar a toda la familia de la pobreza.
(Crónica publicada en el portal Havana Times el 3 de mayo de 2013)
Pero no, no vivo en uno de esos países donde tales circunstancias, al menos, son cultural y éticamente justificables. Vivo en Cuba, una pequeña isla “que se ha atrevido a hacer una revolución en las narices del imperio”.
Durante más de cincuenta años este proyecto social ha sido encauzado ―con cierto éxito― hacia el mejoramiento de las condiciones de vida, pero, sobre todo, hacia la elevación del espíritu moral de la nación.
Sin embargo, la venta de las esposas o “novias” es un fenómeno que no por solapado podríamos tomar como ausente de la sociedad cubana, y es un mal que no por censurado se encuentra cerca de ser erradicado.
No hablo de una generalización, sino de una tendencia, diría yo, directamente proporcional a la crisis económica. Aunque también debemos tener en cuenta que la degradación moral es como un ovillo de estambre que se echara a rodar pendiente abajo.
Hace unas pocas semanas mi amigo Luis pasó por una experiencia de ésas. Conoció a una muchacha con la que todo parecía ir de maravillas hasta que fue presentado a su suegra.
Un día después su novia lo estaba llamando para cortar. Sollozaba a través del teléfono; ni siquiera quiso hablar directamente con él. Solo le contó que su madre “quería empatarla con el hijo de un amigo que trabaja en el Hotel Nacional”.
Sabemos cómo “lucha” la gente que trabaja en los hoteles, porque los salarios del sector turístico son unos de los más bajos que existen en Cuba y sus trabajadores no son precisamente los que peor la pasan. Pero la madre de la muchacha prefiere para su hija a alguien que tiene dinero a costa de la malversación.
Luis es un buen trabajador en una sucursal bancaria, que le paga unos 40 o 50 cuc mensuales más un salario en moneda nacional de 400 pesos. Algo que no le da para vivir a sus anchas pero que significa el doble o el triple de lo que percibe el trabajador promedio.
“Sé que no es primera vez que te sucede y también que no será la última. A mí me ha sucedido en varias oportunidades”, le digo para consolarle. Pero sé que para él es muy duro trabajar tanto y luego recibir esos desplantes. Se queda vacío.
Él solamente busca una buena muchacha para casarse, pero hasta ahora sus “cabras” no le han alcanzado para el empeño.
Hay muchas madres cubanas que actualmente mantienen este tipo de actitud, perjudicando el presente y el futuro de sus hijas, educándolas en el amor a cosas que no perduran, como el dinero y los trapos.
Muchas suegras esperan sacar un máximo provecho de sus hijas. Las pulen al máximo para que se vean exquisitamente atractivas, como una mercancía que podría sacar a toda la familia de la pobreza.
(Crónica publicada en el portal Havana Times el 3 de mayo de 2013)