Los tipos duros de la contrainteligencia utilizan a destajo la violencia, linchamientos verbales y la cárcel con los disidentes de barricada.
Como informador, no tenía pruebas sólidas e irrebatibles que pudieran confirmar una supuesta teoría de asesinato por parte del régimen de La Habana. Como ciudadano, tenía dudas razonables y sospechas de que los servicios especiales, en su trabajo sucio dentro de las alcantarillas del poder, pudieron haber gestado un complot contra el dirigente del Movimiento Cristiano Liberación Oswaldo Payá Sardiñas y el activista Harold Cepero Escalante.
Se sabe que los líderes de la disidencia cubana suelen estar monitoreados las 24 horas. Sus correos, teléfonos fijos o móviles son constantemente chequeados. Su presencia en eventos, visitas a embajadas y encuentros con periodistas o políticos extranjeros de paso por Cuba, son observados bajo lupa por los cowboys de la inteligencia local.
No poseo elementos probatorios que señalen que el régimen de los hermanos Castro ha puesto en marcha un plan de ejecuciones extrajudiciales contra opositores políticos. Eso sí, hay un reguero de cabos sueltos. Desde que Fidel Castro llegó al poder en 1959, utilizó largas condenas de cárcel y pelotones de fusilamiento para silenciar a sus detractores y enemigos.
Se han producido accidentes, suicidios y desapariciones de la vida pública de pesos pesados dentro del gobierno y del partido que, cuando menos, invitan, a la suspicacia. Algún día, cuando se abran los archivos del templete estatal, podremos saber si nuestras dudas eran producto de la paranoia que suele engendrar este tipo de sociedades cerradas -donde la información se maneja como un arma de guerra- o se podrá demostrar que las intrigas, los complots y crímenes extrajudiciales, formaban parte de la panoplia de instrumentos utilizados por el Estado para avasallar al enemigo político.
No tengo dudas que el régimen y sus servicios especiales han sido eficaces en su labor de dividir, amedrentar, colonizar o tenderle un puente de plata a la oposición y lograr su exilio. Utilizan tres medidas activas. La propaganda en todas sus gamas: negra, gris, blanca... La difamación personal. Y el acoso y hostigamiento contínuos, en un intento por amedrentar (y en algunos casos chantajear) para que opositores, activistas de derechos humanos, periodistas independientes o blogueros alternativos, colaboren con la Seguridad del Estado.
Existe una línea sutil que ha marcado el régimen en tierra de nadie. Con ella, dan a entender hasta dónde toleran la labor disidente. Nadie sabe cuál es la frontera. Pero se sabe que la labor proselitista dentro de la población, en sindicatos paralelos o manifestaciones callejeras, son reprimidas con fuerza bruta.
El General Raúl Castro no se esconde. Lo ha recalcado. La calle es de los revolucionarios. Por eso los tipos duros de la contrainteligencia utilizan a destajo la violencia, linchamientos verbales y la cárcel con los disidentes de barricada.
Utilizando de cortina a estudiantes y trabajadores, en los actos de repudio infiltran a camorristas profesionales, expertos en artes marciales. Son algunos de los métodos que sitúan al gobierno cubano como trasgresor de normas jurídicas y violador de los derechos humanos.
La más brutal violación hacia la vida, ocurrió el 13 de julio de 1994. Al parecer, intencionadamente, el Remolcador 13 de marzo, fue hundido en aguas limítrofes a la Bahía habanera. De las 72 personas que viajaban en la pequeña embarcación, 41 murieron, entre ellas 10 niños. Solo intentaban huir del país.
Cinco años antes, en 1989, un proceso contra el general Arnaldo Ochoa y otros altos cargos militares acusados de tráfico de drogas, levantó una oleada de dudas entre la ciudadanía, por la 'ética' de Fidel Castro en su lucha contra el narcotráfico.
Todavía hoy, la gente se pregunta si era posible que un hombre como Castro, que planificaba la cantidad de bombones y latas de sardinas a distribuir entre las tropas en la guerra civil de Angola, desconociera que sus subordinados estaban traficando cocaína y haciendo tratos con Pablo Escobar, el capo de Medellín.
Accidentes de aviación o tránsito, como el sucedido en 1959 al legendario Camilo Cienfuegos, al jefe de la inteligencia Manuel Piñeiro, alías Barbarroja, o los suicidios del presidente Osvaldo Dorticós o de Haydée Santamaría, heroína del Moncada, han tejido una leyenda de intrigas dignas de una novela de espionaje de John Le Carré.
Puede que el gobierno tenga las manos limpias y esas supuestas teorías de conspiración obedezcan a la típica costumbre del ser humano al descreimiento. Pero nadie puede impedir que se tengan sospechas razonables.
Las muertes de Laura Pollán, Oswaldo Payá y Harold Cepero, entran en ese capítulo. Terrible que por miedo o componendas, los involucrados en el accidente callen. Las pifias en sus declaraciones, bajo coacción o no, del sueco Aron Modig y el español Ángel Carromero, testigos presenciales del accidente que costó las vidas de Payá y Cepero, han sido inquietantes.
Se puede entender que al estar recluidos bajo interrogatorios intensos y agresivos (incluso drogados), y ante la posibilidad de ser condenados a varios años tras las rejas, adecuaran sus declaraciones a los intereses de sus captores. Soportar duras prisiones o estar detenido en un cuartel de la policía en Cuba, sin las debidas garantías procesales (como desde el 21 de marzo de 2012 se encuentran Sonia Garro y su esposo Ramón Muñoz), no es precisamente una aventura veraniega.
Lo imperdonable era su silencio. Hablar a medias, después de haber regresado a sus respectivos países. Todo parecía indicar que el régimen bajo su manga guardaba pruebas incriminatorias contra los dos. Pero si el español y el sueco no fueron culpables del accidente, tenían la obligación moral de hablar.
Finalmente, Ángel Carromero rompió un supuesto pacto de silencio. Habló en una entrevista concedida a The Washington Post. Él y Aron Modig son los únicos que podían dar pistas de la culpabilidad o no de los servicios especiales. Mantenerse callados los hacía cómplices de un aparente crimen político.
Se sabe que los líderes de la disidencia cubana suelen estar monitoreados las 24 horas. Sus correos, teléfonos fijos o móviles son constantemente chequeados. Su presencia en eventos, visitas a embajadas y encuentros con periodistas o políticos extranjeros de paso por Cuba, son observados bajo lupa por los cowboys de la inteligencia local.
No poseo elementos probatorios que señalen que el régimen de los hermanos Castro ha puesto en marcha un plan de ejecuciones extrajudiciales contra opositores políticos. Eso sí, hay un reguero de cabos sueltos. Desde que Fidel Castro llegó al poder en 1959, utilizó largas condenas de cárcel y pelotones de fusilamiento para silenciar a sus detractores y enemigos.
Se han producido accidentes, suicidios y desapariciones de la vida pública de pesos pesados dentro del gobierno y del partido que, cuando menos, invitan, a la suspicacia. Algún día, cuando se abran los archivos del templete estatal, podremos saber si nuestras dudas eran producto de la paranoia que suele engendrar este tipo de sociedades cerradas -donde la información se maneja como un arma de guerra- o se podrá demostrar que las intrigas, los complots y crímenes extrajudiciales, formaban parte de la panoplia de instrumentos utilizados por el Estado para avasallar al enemigo político.
No tengo dudas que el régimen y sus servicios especiales han sido eficaces en su labor de dividir, amedrentar, colonizar o tenderle un puente de plata a la oposición y lograr su exilio. Utilizan tres medidas activas. La propaganda en todas sus gamas: negra, gris, blanca... La difamación personal. Y el acoso y hostigamiento contínuos, en un intento por amedrentar (y en algunos casos chantajear) para que opositores, activistas de derechos humanos, periodistas independientes o blogueros alternativos, colaboren con la Seguridad del Estado.
Existe una línea sutil que ha marcado el régimen en tierra de nadie. Con ella, dan a entender hasta dónde toleran la labor disidente. Nadie sabe cuál es la frontera. Pero se sabe que la labor proselitista dentro de la población, en sindicatos paralelos o manifestaciones callejeras, son reprimidas con fuerza bruta.
El General Raúl Castro no se esconde. Lo ha recalcado. La calle es de los revolucionarios. Por eso los tipos duros de la contrainteligencia utilizan a destajo la violencia, linchamientos verbales y la cárcel con los disidentes de barricada.
Utilizando de cortina a estudiantes y trabajadores, en los actos de repudio infiltran a camorristas profesionales, expertos en artes marciales. Son algunos de los métodos que sitúan al gobierno cubano como trasgresor de normas jurídicas y violador de los derechos humanos.
La más brutal violación hacia la vida, ocurrió el 13 de julio de 1994. Al parecer, intencionadamente, el Remolcador 13 de marzo, fue hundido en aguas limítrofes a la Bahía habanera. De las 72 personas que viajaban en la pequeña embarcación, 41 murieron, entre ellas 10 niños. Solo intentaban huir del país.
Cinco años antes, en 1989, un proceso contra el general Arnaldo Ochoa y otros altos cargos militares acusados de tráfico de drogas, levantó una oleada de dudas entre la ciudadanía, por la 'ética' de Fidel Castro en su lucha contra el narcotráfico.
Todavía hoy, la gente se pregunta si era posible que un hombre como Castro, que planificaba la cantidad de bombones y latas de sardinas a distribuir entre las tropas en la guerra civil de Angola, desconociera que sus subordinados estaban traficando cocaína y haciendo tratos con Pablo Escobar, el capo de Medellín.
Accidentes de aviación o tránsito, como el sucedido en 1959 al legendario Camilo Cienfuegos, al jefe de la inteligencia Manuel Piñeiro, alías Barbarroja, o los suicidios del presidente Osvaldo Dorticós o de Haydée Santamaría, heroína del Moncada, han tejido una leyenda de intrigas dignas de una novela de espionaje de John Le Carré.
Puede que el gobierno tenga las manos limpias y esas supuestas teorías de conspiración obedezcan a la típica costumbre del ser humano al descreimiento. Pero nadie puede impedir que se tengan sospechas razonables.
Las muertes de Laura Pollán, Oswaldo Payá y Harold Cepero, entran en ese capítulo. Terrible que por miedo o componendas, los involucrados en el accidente callen. Las pifias en sus declaraciones, bajo coacción o no, del sueco Aron Modig y el español Ángel Carromero, testigos presenciales del accidente que costó las vidas de Payá y Cepero, han sido inquietantes.
Se puede entender que al estar recluidos bajo interrogatorios intensos y agresivos (incluso drogados), y ante la posibilidad de ser condenados a varios años tras las rejas, adecuaran sus declaraciones a los intereses de sus captores. Soportar duras prisiones o estar detenido en un cuartel de la policía en Cuba, sin las debidas garantías procesales (como desde el 21 de marzo de 2012 se encuentran Sonia Garro y su esposo Ramón Muñoz), no es precisamente una aventura veraniega.
Lo imperdonable era su silencio. Hablar a medias, después de haber regresado a sus respectivos países. Todo parecía indicar que el régimen bajo su manga guardaba pruebas incriminatorias contra los dos. Pero si el español y el sueco no fueron culpables del accidente, tenían la obligación moral de hablar.
Finalmente, Ángel Carromero rompió un supuesto pacto de silencio. Habló en una entrevista concedida a The Washington Post. Él y Aron Modig son los únicos que podían dar pistas de la culpabilidad o no de los servicios especiales. Mantenerse callados los hacía cómplices de un aparente crimen político.