Habla el cielo de puro estrellado, escribe José Martí, y pienso en Kobayashi Issa, tan distante: Noche estival. / Las estrellas no cesan / de cuchichear, y en Eugenio Florit, tan cercano: Lo que dicen las estrellas / me tiene, Señor, despierto, / a más altas claridades, / a más disparados vuelos… No es que el oído sustituya a la vista: es que el oído ve y la vista oye.
Y pienso en la sala oscura de un hogar norteamericano donde, la noche de Navidad, Martí ve un árbol cargado de golosinas y juguetes que resplandecen a la luz parlanchina de centenares de velas de colores. Toda la gracia de la frase está en el calificativo designado a la luz: parlanchina. Quien ha visitado un templo y visto una multitud de velas votivas arder, sabe que sus llamas conversan, que se arriman las unas a las otras para susurrarse cosas, conscientes de que no es correcto alzar la voz en estos lugares y temerosas, quizás, de que la congregación y los santos, absortos en sus oraciones, escuchen su chachareo y las manden a callar o las soplen. Nada más impertinente que una tertulia dentro una iglesia y, hasta donde se sabe, las velas no se reúnen a rezar el rosario.
Las que arden cerca de las puertas son las más habladoras: a la primera ráfaga estiran el cuello para alcanzar con los labios el oído de sus vecinas, y aunque es imposible averiguar qué dicen, su alteración es obvia. Los gestos son los de una comunidad ante la amenaza del paso de un meteoro, el incendio de un bosque vecino o el avance de una civilización hostil. Llamar parlanchina a la luz es despojarla del carácter sobrenatural que suele atribuírsele, de toda presunción simbólica, y ponerla a celebrar vocalmente y en pandilla, a la manera de los niños, la Navidad. Imposible acercar la oreja a la llama de una vela sin retraerla chamuscada, y cualquier crepitación del pabilo tiene más de palabrota que de plegaria: recuerda las notas finales de una danza para piano de Ernesto Lecuona, Ahí viene el chino, donde el individuo en cuestión parece, más que hacer un comentario cortés, refunfuñar o maldecir.
La obra de José Martí está llena de luces, como si el autor, más que verlas, las presintiera en todas partes, incluso dentro del animal humano y del no humano. Un recorte de la prensa neoyorkina guardado dentro de uno de sus cuadernos de apuntes registra un hallazgo que él no discute: la carne de puerco podrida despide luz. Martí, además de conservar el documento, lo utiliza para advertir que la maldad puede pasar por virtud y manifestarse a la par que ésta.
La capacidad de hibernación de un roedor le recuerda las desventajas de los seres agitados e insomnes, y lo lleva a concluir: El hervor del espíritu aleja el sueño. –Los lirones truécanse en luces. Iluminan la fiesta cerebral. Las presuntas dotes del animal para transformarse en luz resultan tan enigmáticas como las de servir de alumbrado a una celebración cuyo escenario es la mente.
Basta que alguien aluda a la luz en términos desusados para que Martí considere digno de anotarse lo que escucha: Muélase un cocuyo: da una pasta luminosa que, puesta sobre la cara, luce. (Dice Serrano). El autor debe de haber anhelado la contemplación de un rostro ungido con esa pasta. Ninguno más apropiado que el de Thomas Alva Edison, donde la luminosidad de este insecto, lejos de cubrir la tez, se mezcla con la electricidad que, de tanto intimar con el inventor, acabó poseyéndolo y aflorando a sus ojos:
El misterio, es verdad, chispea en los ojos de Edison, su mirada se escapa, como la de los felinos. Parece que lleva escrito en la pupila un cuento de Edgar Poe o una estrofa de Charles Baudelaire. Un silfo de alas verdes, ribeteadas de plata, danza en aquella niña de ojo claro, se mofa, se harta, enseña su vientre hendido y luminoso como el de los cocuyos, centellea. Pasa el toro al torero, cuya mirada es sanguinolenta y turbia. La medicina pasa al médico, que ya por serlo cura, y con su sonrisa suele abatir la fiebre. La electricidad, profunda y traviesa, ha pasado a este hombre extraño, de cara pálida y ojos relucientes.
La luz que colma y desprende la persona del poeta Henry Wadsworth Longfellow es invulnerable a la envidia: los dientes no hincan en la luz. Pero lo extraordinario aguarda en las entrañas resplandecientes de una fiera que come claridad y altura: ¡De alas de luz repleto, / daráse al fin de un tigre luminoso, / radiante como el sol, la maravilla!
La noche del 18 de abril de 1895, en pleno monte cubano, Martí aguza la vista, el oído y, encandilado por la belleza que la isla despliega a su alrededor, distingue los sonidos de los grillos, las aves, los reptiles, los árboles, cuyas frondas producen, según él, una música similar a la de una orquesta de violines minúsculos, y anota: vuelan despacio, en torno, las animitas. Esta ronda de insectos luminescentes, que deben su nombre a la creencia de que son almas --baile aéreo de chispas que no se extinguen, tolvanera de oro, lluvia de estrellas que no caen--, tiene que haber embelesado a Martí y haberlo sumido en quién sabe qué reflexiones. Era la luz fragmentada orbitándolo, el cielo conversador a su alcance, las llamas de las velas del árbol de Navidad prófugas de las ramas, las niñas de los ojos de Edison nimbando el espacio que, en plena intemperie insular, él ocupaba.
Los cubanos de ayer agujereaban los güiros para llenarlos de cocuyos y utilizarlos a modo de linternas en sus andanzas nocturnas. Los cubanos actuales deberíamos aprovechar nuestras vidas, agujereadas sin remedio, para depositar en ellas las luces de José Martí y orientarnos en medio de la oscuridad que, aun de día, nos rodea.
El autor sugiere que cada cubano haga de sí mismo una cocuyera con el fin de orientarse y orientar a la nación