El autor da a conocer una carta del sacerdote cubano donde se plantea una situación similar a la que sufren miles de compatriotas suyos desde 1959.
Hay aserciones de una contundencia tal que muchos años después de leerlas o escucharlas por primera vez, y de ser consternados por ellas, vuelven a aflorar a la memoria y a provocarnos una sensación similar a la que debe de sufrir el púgil justo después de recibir el golpe que lo arrojará a la lona y pondrá fuera de combate. Entre esas aserciones suele rondarme una de Simón Bolívar: La única cosa que se puede hacer en América es emigrar.
Recordar esta frase a la luz de lo que ha ocurrido y continúa ocurriendo en algunos de nuestros países es dudar si las palabras de Bolívar fueron un presagio o un conjuro. De haber sido lo primero, habría que adjudicar al Libertador dotes de augur; de haber sido lo segundo, algo más comprometedor: poderes sobrenaturales. Basta echar un vistazo a la realidad cubana para constatar hasta qué punto esa frase, escrita en 1830, es puntual. El drama de Cuba es una hidra de tantas cabezas como cubanos tristes hay dentro y fuera de la isla, pero entre esas cabezas yo distingo una: la desesperanza.
El daño más grande que ha sufrido la nación ha sido la pérdida de la fe en sí misma, la necesidad de varias generaciones de cubanos de distanciarse de ella, y de hacerlo aunque físicamente permanezcan allí, aunque la huida al extranjero no se les haya facilitado o ellos mismos hayan renunciado a intentarla por amor a la familia que no puede acompañarlos, temor justificado a lo desconocido, apego incondicional al terruño o resignación ante la magnitud de la fatalidad colectiva. Esperar cansa, y no esperar cansa más aun.
Pero hay un aspecto del drama que, por razones de susceptibilidad, apenas se menciona, y me refiero a aquél de los cubanos exiliados que han tenido que sortear numerosas dificultades para abrirse paso hasta una exigua estabilidad financiera, pero a quienes, aun sin arrepentirse de haber abandonado la isla, se les ha hecho obvio que la experiencia del exilio puede ser abrumadora si faltan juventud y salud, si los ansiosos de emigrar no están conscientes de los desafíos y vicisitudes que pueden aguardarles, si el país al que sueñan trasladarse sufre una crisis económica, y si esos emigrantes virtuales suponen que los parientes y amigos que les precedieron tienen las llaves de todas las puertas, cuando lo cierto es que éstos, muchas veces, ni siquiera pueden llamar suyas las que abren las puertas del automóvil que conducen o las de la modesta casa donde residen, cuyo alquiler o hipoteca, por humilde que esa casa sea, los obliga a trabajar sin descanso y son motivo frecuente de zozobra.
No puedo imaginar una familia cubana exiliada capaz de darle la espalda a un ser querido que le manifieste su anhelo de abandonar el país y hallar refugio provisional bajo su techo. Vi a mi padre, recién llegado a Miami, paupérrimo, víctima de las más grandes incertidumbres y exhausto de desempeñar todo tipo de labores, desde las de lavaplatos hasta las de ensamblador de ventanas, abrir las puertas de nuestro minúsculo hogar a un amigo procedente de Cuba que arribó en compañía de su mujer, su suegra y sus cuatro hijos pequeños, y lo vi pedir dinero prestado para que el amigo no se percatara de la conmoción que su estadía y la de los suyos causaba en nuestra precaria economía y la despensa y el refrigerador nunca estuvieran vacíos. No sé cómo se las arregló para que todos, once en total, cupiéramos en aquella covacha de madera, dos dormitorios y cielo raso a pocos pies del piso y no la pasáramos mal, pero la satisfacción de haber estado a la altura del afecto que ese amigo le inspiraba fue siempre mayor que la angustia que la evocación de aquellos días aciagos le iba a suscitar.
Intentar disuadir a un cubano de que emigre es tarea ingrata, sobre todo si el que lo intenta ya emigró, goza de las oportunidades a las que el otro aspira y sabe que su gestión disuasoria puede ser percibida como una renuencia a asumir las responsabilidades que supone hacerse cargo, por tiempo indefinido, de una o varias personas que habrán de depender de él y que le imaginan disfrutando de una holgura económica de la que dista disfrutar. Pero por ingrata que sea esa tarea, algunos han debido arrostrarla, seguros de que emigrar no es siempre la mejor opción, por intolerables que resulten las condiciones de vida en Cuba, y de que la realidad del exilio puede anonadar a cualquiera que no tenga claro lo que puede significar jugárselo todo al extranjero.
Entre los papeles de Eugenio Sánchez de Fuentes que conservo hay una carta inédita de Félix Varela (1788 – 1853) donde el sacerdote, exiliado en Nueva York, se ve forzado a persuadir a una hermana residente en la isla de que no le encomiende a un joven que, como tantos otros compatriotas suyos actuales, atrapados en una situación calamitosa y sin solución a la vista, desea abandonar Cuba y hacerse de una vida en Estados Unidos. Nada es nuevo: ni el desaliento de Simón Bolívar, ni la necesidad de emigrar de nuestra gente, ni las crisis financieras del poderoso vecino, ni el amargo deber de un cubano exiliado de advertir a otro sobre los desafíos que deberá encarar quien cruce el Estrecho de la Florida y dé por seguro que todo le sonreirá.
Nueva York 21 de Julio de 1841
Mi querida hermana: siento infinito haber dilatado la contestación a tu carta, pero tales han sido mis ocupaciones que cuando salían los barcos no me daban treguas para escribirte.— No pienses en mandar joven alguno a este país con el objeto de buscar acomodo pues aun los que poseen el idioma, y los mismos naturales no saben dónde meterse. Por lo que hace a oficios también es muy difícil encontrar maestros que quieran recibir aprendices, y en caso de recibirlos es con la condición de servir hasta la edad de veinte y un años, y otros aditamentos que muy pocos jóvenes de ese país pueden conformarse a ellos. Escribo con esta claridad porque creo que es mi deber hacerlo.-- Sin embargo yo siempre atenderé cualquiera persona que tú me recomiendes.
Dime algo de los hijos de Manuel, da mis memorias a Pancha y no olvides a tu hermano que te estima.
Tampoco es nuevo que un cubano exiliado esté dispuesto a complacer a otro que permanece en Cuba, aunque las percepciones de la realidad de ambos discrepen. La hermana del sacerdote abogaba por la suerte de un joven sin sospechar que su gestión podía redundar en perjuicio de éste, dadas las dificultades que enfrentaba la sociedad norteamericana de entonces. Su hermano abogaba por lo mismo pero sin sospechar, acaso, cuán desesperada era la situación del joven en la isla. La frase que corona sus razonamientos salva todas las distancias: Sin embargo yo siempre atenderé cualquiera persona que tú me recomiendes.
No era la primera vez que el amor fraterno se imponía. Ante las reiteradas súplicas de su hermana de que regresara a Cuba acogiéndose a las amnistías decretadas por el gobierno español, Varela le escribía: No me hables de patria. Yo no tengo otra que mi pecho, donde está grabada tu imagen.
El daño más grande que ha sufrido la nación ha sido la pérdida de la fe en sí misma, la necesidad de varias generaciones de cubanos de distanciarse de ella, y de hacerlo aunque físicamente permanezcan allí, aunque la huida al extranjero no se les haya facilitado o ellos mismos hayan renunciado a intentarla por amor a la familia que no puede acompañarlos, temor justificado a lo desconocido, apego incondicional al terruño o resignación ante la magnitud de la fatalidad colectiva. Esperar cansa, y no esperar cansa más aun.
No puedo imaginar una familia cubana exiliada capaz de darle la espalda a un ser querido que le manifieste su anhelo de abandonar el país y hallar refugio provisional bajo su techo. Vi a mi padre, recién llegado a Miami, paupérrimo, víctima de las más grandes incertidumbres y exhausto de desempeñar todo tipo de labores, desde las de lavaplatos hasta las de ensamblador de ventanas, abrir las puertas de nuestro minúsculo hogar a un amigo procedente de Cuba que arribó en compañía de su mujer, su suegra y sus cuatro hijos pequeños, y lo vi pedir dinero prestado para que el amigo no se percatara de la conmoción que su estadía y la de los suyos causaba en nuestra precaria economía y la despensa y el refrigerador nunca estuvieran vacíos. No sé cómo se las arregló para que todos, once en total, cupiéramos en aquella covacha de madera, dos dormitorios y cielo raso a pocos pies del piso y no la pasáramos mal, pero la satisfacción de haber estado a la altura del afecto que ese amigo le inspiraba fue siempre mayor que la angustia que la evocación de aquellos días aciagos le iba a suscitar.
Nueva York 21 de Julio de 1841
Mi querida hermana: siento infinito haber dilatado la contestación a tu carta, pero tales han sido mis ocupaciones que cuando salían los barcos no me daban treguas para escribirte.— No pienses en mandar joven alguno a este país con el objeto de buscar acomodo pues aun los que poseen el idioma, y los mismos naturales no saben dónde meterse. Por lo que hace a oficios también es muy difícil encontrar maestros que quieran recibir aprendices, y en caso de recibirlos es con la condición de servir hasta la edad de veinte y un años, y otros aditamentos que muy pocos jóvenes de ese país pueden conformarse a ellos. Escribo con esta claridad porque creo que es mi deber hacerlo.-- Sin embargo yo siempre atenderé cualquiera persona que tú me recomiendes.
Dime algo de los hijos de Manuel, da mis memorias a Pancha y no olvides a tu hermano que te estima.
Félix Varela
Tampoco es nuevo que un cubano exiliado esté dispuesto a complacer a otro que permanece en Cuba, aunque las percepciones de la realidad de ambos discrepen. La hermana del sacerdote abogaba por la suerte de un joven sin sospechar que su gestión podía redundar en perjuicio de éste, dadas las dificultades que enfrentaba la sociedad norteamericana de entonces. Su hermano abogaba por lo mismo pero sin sospechar, acaso, cuán desesperada era la situación del joven en la isla. La frase que corona sus razonamientos salva todas las distancias: Sin embargo yo siempre atenderé cualquiera persona que tú me recomiendes.
No era la primera vez que el amor fraterno se imponía. Ante las reiteradas súplicas de su hermana de que regresara a Cuba acogiéndose a las amnistías decretadas por el gobierno español, Varela le escribía: No me hables de patria. Yo no tengo otra que mi pecho, donde está grabada tu imagen.