El padre fundador del castrismo, Fidel Castro, podría ser el revolucionario con los mínimos niveles de empatía, incapaz de sentir nada ante el dolor de los demás
Uno de los problemas fundamentales con la Revolución cubana es la absoluta falta de empatía de sus fieles y ciegos creyentes. Obcecados con sus objetivos ideológicos y políticos (básicamente en mantener el poder o contribuir a que unos pocos lo mantengan) olvidan finalmente todo el dolor que van provocando y dejando atrás, devastando, sin que ello les produzca ni tan siquiera la mínima pizca de emoción en sus corazones, la vida de muchos que no tienen mayor control de sus vidas que el de ir ajustándose a sus leyes absurdas, bailando al son de aquel pequeño grupo que tiene tomado el poder.
Probablemente haya sido fundamental para que Fidel y Raúl Castro consiguieran convertir en maestra su obra revolucionaria el contar con miles de individuos incapaces de ponerse en el lugar del otro, ni de contemplar el dolor que el sistema político produce en los demás, ni de reaccionar al reino de la injusticia establecido en esa isla. Moldear individuos sin empatía pudo ser parte fundamental del proyecto revolucionario, contar con un ejército de individuos lo suficientemente inmunes al dolor ajeno que pudieran seguir aupando a los poderosos en su trono. Y los poderosos, dando duro.
El hombre nuevo, por lo visto, tenía que carecer de empatía. El expresar molestia o dolor por las consecuencias de la aplicación de leyes injustas y que vulneran todos los códigos internacionales, se convirtió además en delito. El daño causado, por ejemplo, por las leyes migratorias, la en ocasiones irreparable herida en el alma que puede causar el desarraigo y el distanciamiento familiar, jamás han sido contemplados como un problema por los revolucionarios, que hasta ahora, no se vieron abocados a mover ficha, y muy ligeramente que lo han hecho.
Sin entrar en consideraciones científicas, el tema de la empatía resulta de gran interés a la hora de intentar comprender qué pasa por la cabeza de los revolucionarios que no reconocen errores en el sistema, que no consideran legítimas las quejas de sus compatriotas y que, por tanto, imponen que la persistencia en el error sobrevenido en 1959 es el único camino a seguir. Nadie puede cuestionarlo y quien lo haga estará cometiendo una peligrosa desviación contrarrevolucionaria. Pensar fuera o contra la Revolución solo creará frustración. Al cubano le quedan solo dos opciones: o estar con el sistema o bien estar con el sistema, por aquello de que “dentro de la Revolución todo, contra la Revolución, nada”.
En este contexto, el padre fundador del castrismo, Fidel Castro, podría ser el revolucionario con los mínimos niveles de empatía, incapaz de sentir nada ante el dolor de los demás. Su caso pasaría ya a la categoría de psicopatía. Fidel Castro se muestra más en esta etapa final de su vida como un auténtico psicópata, incapaz de guardar ninguna consideración por los sentimientos ajenos. Está centrado en su moringa y lo demás no importa, no existe. Difícil encontrar una sola Reflexión del Comandante en Jefe en la que aflore la mínima preocupación por el dolor de su gente; sus opiniones y disquisiciones han divagado siempre sobre conflictos más allá de las fronteras de Cuba, como si en la Isla no hubiese absolutamente ningún problema a discutir y por el que preocuparse.
Definitivamente, y no es una muestra de radicalidad, sino más bien una firme voluntad de apegarnos a la estricta objetividad de los hechos, podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que Fidel Castro es un psicópata. Y es normal que si un psicópata accede al mando de un país, las consecuencias sean calamitosas.
Probablemente haya sido fundamental para que Fidel y Raúl Castro consiguieran convertir en maestra su obra revolucionaria el contar con miles de individuos incapaces de ponerse en el lugar del otro, ni de contemplar el dolor que el sistema político produce en los demás, ni de reaccionar al reino de la injusticia establecido en esa isla. Moldear individuos sin empatía pudo ser parte fundamental del proyecto revolucionario, contar con un ejército de individuos lo suficientemente inmunes al dolor ajeno que pudieran seguir aupando a los poderosos en su trono. Y los poderosos, dando duro.
El hombre nuevo, por lo visto, tenía que carecer de empatía. El expresar molestia o dolor por las consecuencias de la aplicación de leyes injustas y que vulneran todos los códigos internacionales, se convirtió además en delito. El daño causado, por ejemplo, por las leyes migratorias, la en ocasiones irreparable herida en el alma que puede causar el desarraigo y el distanciamiento familiar, jamás han sido contemplados como un problema por los revolucionarios, que hasta ahora, no se vieron abocados a mover ficha, y muy ligeramente que lo han hecho.
Sin entrar en consideraciones científicas, el tema de la empatía resulta de gran interés a la hora de intentar comprender qué pasa por la cabeza de los revolucionarios que no reconocen errores en el sistema, que no consideran legítimas las quejas de sus compatriotas y que, por tanto, imponen que la persistencia en el error sobrevenido en 1959 es el único camino a seguir. Nadie puede cuestionarlo y quien lo haga estará cometiendo una peligrosa desviación contrarrevolucionaria. Pensar fuera o contra la Revolución solo creará frustración. Al cubano le quedan solo dos opciones: o estar con el sistema o bien estar con el sistema, por aquello de que “dentro de la Revolución todo, contra la Revolución, nada”.
En este contexto, el padre fundador del castrismo, Fidel Castro, podría ser el revolucionario con los mínimos niveles de empatía, incapaz de sentir nada ante el dolor de los demás. Su caso pasaría ya a la categoría de psicopatía. Fidel Castro se muestra más en esta etapa final de su vida como un auténtico psicópata, incapaz de guardar ninguna consideración por los sentimientos ajenos. Está centrado en su moringa y lo demás no importa, no existe. Difícil encontrar una sola Reflexión del Comandante en Jefe en la que aflore la mínima preocupación por el dolor de su gente; sus opiniones y disquisiciones han divagado siempre sobre conflictos más allá de las fronteras de Cuba, como si en la Isla no hubiese absolutamente ningún problema a discutir y por el que preocuparse.
Definitivamente, y no es una muestra de radicalidad, sino más bien una firme voluntad de apegarnos a la estricta objetividad de los hechos, podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que Fidel Castro es un psicópata. Y es normal que si un psicópata accede al mando de un país, las consecuencias sean calamitosas.