José María Heredia: manuscritos y ruinas

Restos del Hotel Trotcha, La Habana, 2008. Cortesía de Humberto Calzada.

El autor comparte algunos papeles del gran poeta y descubre razones para reconsiderar su opinión desfavorable del actual gobierno cubano. Vea la galería de fotos de La Habana, cortesía del pintor Humberto Calzada, y los originales de Heredia.
*Variaciones sobre un tema de Antonio José Ponte
La incomprensión sufrida por los dirigentes del actual gobierno cubano durante su dilatada gestión, esa gestión que se extiende desde el 1 de enero de 1959 hasta el instante en que escribo estas líneas, 22 de septiembre de 2012, y cuyo término elude cualquier pronóstico desapasionado, debe cesar y dar paso a la admiración y la gratitud de todos aquéllos que hasta hoy, torpes, convencidos de que el único logro de esa dirigencia había sido perpetuarse en el poder, la habíamos satanizado. Es hora de admitir el error y celebrar la magnitud de su proeza. Ningún gobierno cubano había soñado para el país un destino tan extraordinario; ninguno se hubiera esmerado tanto en la consecución de ese sueño; ninguno habría sido más exitoso.

José María Heredia, primer retrato suyo que se conserva (1823).

Cuba, tan rica en más de un sentido, tan consciente de su excepcionalidad como “Llave del Golfo”, crisol de culturas y lugar donde hacían escala las naves que zurcían los bordes del Viejo y el Nuevo Mundos, separados durante milenios, padecía una desventaja frente a otros pueblos de América: la falta de una gran civilización prehispánica, al estilo de la azteca y la inca. Y esa carencia la avergonzaba. A la grandeza de Tenochtitlan y Machu Picchu sólo podía oponer la de su paisaje: el cielo azulísimo, la palma real, la Sierra Maestra, el mar diáfano, y la predilección por ella de un dios: Huracán; pero ninguna obra del hombre: ni una pirámide, ni un templo, ni una ciudad construida sobre el agua, ni un desierto garrapateado de figuras antropomórficas y geométricas. Éramos una nación ávida de ruinas, ávida de una grandeza desolada, de un pasado ante el cuál pudiéramos detenernos a evocar días de gran esplendor y ver al visitante permanecer entre sobrecogido y maravillado.

La Habana. Foto cortesía de Humberto Calzada

El actual gobierno cubano, sorteando el mayor número de dificultades imaginable y el escarnio de quienes, con menos luces que sus líderes, abominábamos de él, ha subsanado esa indigencia reduciendo gran parte del país a escombros y logrando, hazaña de hazañas, que esa labor se extienda de lo material a lo moral, a zonas tan intangibles como la memoria histórica, el entramado familiar y social, el lenguaje, los modales del ciudadano promedio, los valores cívicos, el respeto a los héroes y la fe de la nación en sí misma. Se le diría empeñado en poblar de pretérito el presente y posibilitar que cualquier vate ansioso de cantar glorias pasadas halle suficientes motivos de inspiración en la isla para no tener que aprovechar una estancia en México o Perú, como fue el caso de José María Heredia (Cuba, 1803 - México, 1839), para trepar a un templo, mirar en torno y alertar, a la manera de los antiguos, sobre la fugacidad de todo.

No olvido la emoción que me produjo recibir en 2004 un libro de la editorial Artes de México titulado “Un pasado visible”; un libro bellamente editado e ilustrado donde se celebra la poesía de las ruinas, notable en ese país, y donde a la cabeza de un puñado de autores tan destacados como Octavio Paz y Luis Cernuda, aparece José María Heredia. Las palabras con las que Gustavo Jiménez Aguirre, el antólogo, inicia su prólogo, explican el reconocimiento al poeta cubano, que al escribir el poema escogido por Jiménez Aguirre, frisaba los diecisiete años:

En un tiempo de cambio y fundación, José María Heredia, el escritor cubano incorporado a la vida política y cultural del México independiente, escribió en diciembre de 1820 el poema “En el teocali de Cholula”. Nunca supo que los 154 versos de su silva ponían los cimientos de una de las tradiciones más perdurables y diversas de la poesía occidental: la que se ha escrito en torno a los vestigios culturales. Un buen número de autores canónicos mexicanos y varios extraterritoriales de diversas latitudes hispánicas, residentes en México, han vuelto la mirada a ruinas monumentales y vestigios de diversas culturas mesoamericanas para fundir, a través de la palabra poética, aquellos horizontes con el nuestro”.

No satisfecho con la labor destructora que caracteriza al ser humano y al tiempo; impaciente, quizás, por abastecer a Cuba de unas ruinas mayores que las más celebradas del continente, el gobierno de la isla se propuso dotarnos de una ruina impar, hacer de Cuba entera una ruina, y no satisfecho aún, esparcir algunos fragmentos de ella por el mundo, para que dieran noticia suya a los desavisados; noticia de su singularidad. Entre esos fragmentos estamos nosotros y lo que con nosotros, de Cuba, hemos podido conservar, mezclados con viejas canciones recicladas y fotografías de portales y automóviles decrépitos, pero con suficiente colorete para que sus dueños los exhiban con la presunción que los yucatecos, un monumento de Chichén Itzá.

“El sueño de Osián”, por Jean Auguste Dominique Ingres (1813)

Entre los papeles de Eugenio Sánchez de Fuentes (Barcelona, 1826 – La Habana, 1894) que conservaron sus nietos Eugenio y Ricardo Florit en Estados Unidos, y que hoy ennoblecen mi hogar, infundiéndole un hálito de cubanidad prístina, están varios manuscritos de José María Heredia, entre ellos, el de su poema “La ausencia”; otros donde pueden leerse versos correspondientes a una obra dramática, y uno que sólo muestra la firma del autor, y debajo de ella, un nombre propio: Osian, guerrero y bardo celta cuyas supuestas composiciones puso de moda James Macpherson, un escritor escocés, a partir de 1760, y el joven Heredia tradujo con fervor. La autenticidad de estos documentos está fuera de dudas: Sánchez de Fuentes tuvo la previsión de identificar a quienes se los habían obsequiado, y esas personas no pueden ser más confiables.

Al final de “La ausencia”, justo después de la fecha anotada por Heredia, que entonces tenía veinte años, el coleccionista escribe: Este autógrafo del célebre poeta cubano Don José María Heredia me lo dio su hijo Don José de Jesús en el pueblo de Madruga el día 30 de marzo de 1872. Otro manuscrito, regalo de Loreto Heredia de Lamadrid, hija del poeta, se le entregaría en Matanzas. En la cara posterior de un tercero es el propio Heredia el que apunta: Puerto Príncipe, 30 de mayo y 1ro de junio de 1823, y un cuarto manuscrito muestra al poeta en plena redacción de una obra teatral, tachando y sustituyendo versos, y a dos personajes en pugna: uno que llama al pueblo a rebelarse y castigar a su señor, y éste, que le recuerda a ese pueblo que ha nacido para obedecerle. El primero lo interrumpirá amonestando:

A ese monstruo
más tiempo no escuchéis… Seguidme, amigos.

Raro poder el de algunas ruinas --y estos manuscritos, prontos a celebrar su bicentenario, lo son-- para adecuarse a la actualidad y, luego de remontarnos a sus orígenes, hablar de nosotros y por nosotros, erigirse en nuestras contemporáneas.

Raro destino el de éstas: abandonar Cuba como Heredia, eclipsarse en el extranjero y un día, acaso, desaparecer como él, cuyos restos mortales no merecieron la consideración debida y luego de ser trasladados de un cementerio a otro en la Ciudad de México, fueron condenados al más sórdido de los anonimatos: la fosa común.


Orlando González Esteva agradece a Humberto y Carmen Calzada su inapreciable aporte a esta página.

Heredia: manuscritos y ruinas (fotogalería)