El autor comparte algunos papeles del gran poeta y descubre razones para reconsiderar su opinión desfavorable del actual gobierno cubano. Vea la galería de fotos de La Habana, cortesía del pintor Humberto Calzada, y los originales de Heredia.
*Variaciones sobre un tema de Antonio José Ponte
No olvido la emoción que me produjo recibir en 2004 un libro de la editorial Artes de México titulado “Un pasado visible”; un libro bellamente editado e ilustrado donde se celebra la poesía de las ruinas, notable en ese país, y donde a la cabeza de un puñado de autores tan destacados como Octavio Paz y Luis Cernuda, aparece José María Heredia. Las palabras con las que Gustavo Jiménez Aguirre, el antólogo, inicia su prólogo, explican el reconocimiento al poeta cubano, que al escribir el poema escogido por Jiménez Aguirre, frisaba los diecisiete años:
En un tiempo de cambio y fundación, José María Heredia, el escritor cubano incorporado a la vida política y cultural del México independiente, escribió en diciembre de 1820 el poema “En el teocali de Cholula”. Nunca supo que los 154 versos de su silva ponían los cimientos de una de las tradiciones más perdurables y diversas de la poesía occidental: la que se ha escrito en torno a los vestigios culturales. Un buen número de autores canónicos mexicanos y varios extraterritoriales de diversas latitudes hispánicas, residentes en México, han vuelto la mirada a ruinas monumentales y vestigios de diversas culturas mesoamericanas para fundir, a través de la palabra poética, aquellos horizontes con el nuestro”.
No satisfecho con la labor destructora que caracteriza al ser humano y al tiempo; impaciente, quizás, por abastecer a Cuba de unas ruinas mayores que las más celebradas del continente, el gobierno de la isla se propuso dotarnos de una ruina impar, hacer de Cuba entera una ruina, y no satisfecho aún, esparcir algunos fragmentos de ella por el mundo, para que dieran noticia suya a los desavisados; noticia de su singularidad. Entre esos fragmentos estamos nosotros y lo que con nosotros, de Cuba, hemos podido conservar, mezclados con viejas canciones recicladas y fotografías de portales y automóviles decrépitos, pero con suficiente colorete para que sus dueños los exhiban con la presunción que los yucatecos, un monumento de Chichén Itzá.
Al final de “La ausencia”, justo después de la fecha anotada por Heredia, que entonces tenía veinte años, el coleccionista escribe: Este autógrafo del célebre poeta cubano Don José María Heredia me lo dio su hijo Don José de Jesús en el pueblo de Madruga el día 30 de marzo de 1872. Otro manuscrito, regalo de Loreto Heredia de Lamadrid, hija del poeta, se le entregaría en Matanzas. En la cara posterior de un tercero es el propio Heredia el que apunta: Puerto Príncipe, 30 de mayo y 1ro de junio de 1823, y un cuarto manuscrito muestra al poeta en plena redacción de una obra teatral, tachando y sustituyendo versos, y a dos personajes en pugna: uno que llama al pueblo a rebelarse y castigar a su señor, y éste, que le recuerda a ese pueblo que ha nacido para obedecerle. El primero lo interrumpirá amonestando:
A ese monstruo
más tiempo no escuchéis… Seguidme, amigos.
Raro poder el de algunas ruinas --y estos manuscritos, prontos a celebrar su bicentenario, lo son-- para adecuarse a la actualidad y, luego de remontarnos a sus orígenes, hablar de nosotros y por nosotros, erigirse en nuestras contemporáneas.
Raro destino el de éstas: abandonar Cuba como Heredia, eclipsarse en el extranjero y un día, acaso, desaparecer como él, cuyos restos mortales no merecieron la consideración debida y luego de ser trasladados de un cementerio a otro en la Ciudad de México, fueron condenados al más sórdido de los anonimatos: la fosa común.