Un bloguero cubano detalla la frustración de una profesional cubana a quien le quitaron el pago por cumplir misiones en el exterior y se vio sin un centavo.
La propuesta llegó a Liutmila como llegan los amores, de improvisto, sin pretenderlo o buscarlo. Aún no puede olvidar la cara del funcionario buscando convencerla: ¡Tú sabes cuántos quisieran este viaje!. Cierto que el lugar de destino no era el mejor, pero al fin y al cabo un viaje es un viaje.
La reunieron en un salón rodeada de colegas con batas blancas, le dijeron que la misión estaba dirigida auxiliar al sufrido pueblo de Haití, que la iniciativa era sustentada por un programa de la Organización Mundial de la Salud, adscrita a la ONU, y que aún cuando estaban convencidos que la disposición mostrada por los presentes se debía al espíritu internacionalista que les embargaba, se les daría un salario de 300 dólares mensuales diez veces lo que cobraba en Cuba – y al concluir el convenio, quedarían con un estipendio de por vida consistente en 50 CUC.
Y allá se fue ella, con la esperanza de una vida mejor para los suyos y un inmenso dolor en el pecho. Atrás quedaba la familia, dos hijos menores y un esposo que no puso obstáculos a su determinación, pues entendió la razón del sacrificio, por ello le alentó: Dale mi amor, si tan sólo son tres años y cuando regreses podremos comprarnos el carrito.
Haití fue una prueba dura. La nostalgia avivada por la soledad, las condiciones anormales que debía afrontar día a día; la insalubridad, el idioma, el clima, todo junto para hacerle la existencia menos llevadera. El mundo virtual del correo electrónico le servía para traer desde su amada isla un soplo de ternura. Por esta vía conoció del progreso académico de sus hijos, las enfermedades de mamá, los problemas de trabajo de su marido.
A Cuba regresó cumplido los tres años. El choque fue tremendo. Cierto que acá tenía lo más preciado, pero durante el período que estuvo allende los mares adquirió algunos gustos, que por estas insulares tierras no podía satisfacer. Además, la necesidad acumulada era tanta que lo adquirido con los ahorros del trienio no cubrían una parte importante de las carestías.
Por ello cuando meses después le hablaron de Venezuela, pensó que Dios había escuchado sus ruegos. A Suramérica marchó y no precisamente para seguir la ruta de Bolívar, sino para retomar el sueño donde lo había dejado y, darse tres años más de restricciones en pos del ahorro. Pasado el tiempo, el día anhelado del retorno al hogar llegó.
Después de unas merecidas vacaciones le ubicaron laboralmente en un consultorio del Médico de la Familia a varios kilómetros de su casa. Liutmila recordó entonces lo que era una consulta médica a lo cubano. Sin transporte en la mañana, sin merienda o almuerzo, sin recetas para prescribir medicamentos, y lo más traumático, con un salario de miseria pagado en pesos nacionales.
A pesar de ello seguía siendo una privilegiada. Todavía podía disponer mes tras mes con los 50 CUC convenidos, algo con lo que muchos colegas, aún quienes contaban con un grado de especialización superior, no tenían. Todavía podía darse el lujo de una cervecita el fin de semana, una comida familiar al mes, o comprarle la mochila y los zapatos a los muchachos.
Pero como la felicidad en casa de pobres dura muy poco y, donde manda Comandante no manda soldado, por razones que el gobierno señaló de económicas, pero que a Liutmila le parecieron testiculares, le fueron suprimidos de un plumazo y sin previo aviso o razonamiento, el salvador estipendio.
Con lo que no contaban los funcionarios es que Liutmila se rebelara. La Doctora había tenido la posibilidad de salir fuera de la cueva que es la isla de Cuba y conocer la experiencia de otros pueblos que no dependen del Estado para su subsistencia. Por ello renunció y se puso a laborar como cocinera en una fonda clandestina que ella misma administra.
Liutmila me ha confesado que desde que dejó de ejercer la medicina es otra. Ahora tiene su propio negocio, no recibe órdenes de nadie, ni depende de un gobierno que le utilizó en el pasado para sostener su agenda propagandista. Ahora nadie le llama por su nombre, para reconocerle le nombran La doctora que cocina.
Este artículo fue publicado originalmente en el blog de Alejandro Tur Valladares El elefante insumiso.
La reunieron en un salón rodeada de colegas con batas blancas, le dijeron que la misión estaba dirigida auxiliar al sufrido pueblo de Haití, que la iniciativa era sustentada por un programa de la Organización Mundial de la Salud, adscrita a la ONU, y que aún cuando estaban convencidos que la disposición mostrada por los presentes se debía al espíritu internacionalista que les embargaba, se les daría un salario de 300 dólares mensuales diez veces lo que cobraba en Cuba – y al concluir el convenio, quedarían con un estipendio de por vida consistente en 50 CUC.
Y allá se fue ella, con la esperanza de una vida mejor para los suyos y un inmenso dolor en el pecho. Atrás quedaba la familia, dos hijos menores y un esposo que no puso obstáculos a su determinación, pues entendió la razón del sacrificio, por ello le alentó: Dale mi amor, si tan sólo son tres años y cuando regreses podremos comprarnos el carrito.
Haití fue una prueba dura. La nostalgia avivada por la soledad, las condiciones anormales que debía afrontar día a día; la insalubridad, el idioma, el clima, todo junto para hacerle la existencia menos llevadera. El mundo virtual del correo electrónico le servía para traer desde su amada isla un soplo de ternura. Por esta vía conoció del progreso académico de sus hijos, las enfermedades de mamá, los problemas de trabajo de su marido.
A Cuba regresó cumplido los tres años. El choque fue tremendo. Cierto que acá tenía lo más preciado, pero durante el período que estuvo allende los mares adquirió algunos gustos, que por estas insulares tierras no podía satisfacer. Además, la necesidad acumulada era tanta que lo adquirido con los ahorros del trienio no cubrían una parte importante de las carestías.
Por ello cuando meses después le hablaron de Venezuela, pensó que Dios había escuchado sus ruegos. A Suramérica marchó y no precisamente para seguir la ruta de Bolívar, sino para retomar el sueño donde lo había dejado y, darse tres años más de restricciones en pos del ahorro. Pasado el tiempo, el día anhelado del retorno al hogar llegó.
Después de unas merecidas vacaciones le ubicaron laboralmente en un consultorio del Médico de la Familia a varios kilómetros de su casa. Liutmila recordó entonces lo que era una consulta médica a lo cubano. Sin transporte en la mañana, sin merienda o almuerzo, sin recetas para prescribir medicamentos, y lo más traumático, con un salario de miseria pagado en pesos nacionales.
A pesar de ello seguía siendo una privilegiada. Todavía podía disponer mes tras mes con los 50 CUC convenidos, algo con lo que muchos colegas, aún quienes contaban con un grado de especialización superior, no tenían. Todavía podía darse el lujo de una cervecita el fin de semana, una comida familiar al mes, o comprarle la mochila y los zapatos a los muchachos.
Pero como la felicidad en casa de pobres dura muy poco y, donde manda Comandante no manda soldado, por razones que el gobierno señaló de económicas, pero que a Liutmila le parecieron testiculares, le fueron suprimidos de un plumazo y sin previo aviso o razonamiento, el salvador estipendio.
Con lo que no contaban los funcionarios es que Liutmila se rebelara. La Doctora había tenido la posibilidad de salir fuera de la cueva que es la isla de Cuba y conocer la experiencia de otros pueblos que no dependen del Estado para su subsistencia. Por ello renunció y se puso a laborar como cocinera en una fonda clandestina que ella misma administra.
Liutmila me ha confesado que desde que dejó de ejercer la medicina es otra. Ahora tiene su propio negocio, no recibe órdenes de nadie, ni depende de un gobierno que le utilizó en el pasado para sostener su agenda propagandista. Ahora nadie le llama por su nombre, para reconocerle le nombran La doctora que cocina.
Este artículo fue publicado originalmente en el blog de Alejandro Tur Valladares El elefante insumiso.