Fue una mañana de mil novecientos noventa y tantos, entre el baño y la cocina, cuando advertí, de manera más concluyente que nunca...
Si el ciudadano común archivara en su memoria un buen número de versos comprobaría hasta qué punto éstos pueden ser proféticos, concernirle en los trances más inesperados e imprimir a su vida una encantadora sensación de extrañeza. Doy testimonio de ello.
No hay mañana que no estrene recorriendo el espacio que lleva del dormitorio al lavabo, echándome agua al rostro, afeitándome y dirigiéndome a la cocina solitaria y en penumbra donde la taza de café no es una costumbre sino una necesidad impostergable que de no ser satisfecha tuerce mi humor y sabotea todo intento de atender mis asuntos.
Hago el trayecto de manera mecánica, como los sonámbulos hacen el suyo, y aunque no son pocos los muebles que debo sortear, el sabor óptimo del café y su perfecto transvase a la taza son la mejor prueba de que no actúo dormido. Nada más podría hacer antes de apurar su última gota. Previo al café soy medio yo; a posteriori, yo y medio, y una vez desvanecido su efecto soy yo tal cual, lo suficientemente alerta para dar la impresión de que estoy despierto y lo suficientemente lelo para no traicionar mi natural distraído.
Fue una mañana de mil novecientos noventa y tantos, entre el baño y la cocina, cuando advertí, de manera más concluyente que nunca, el poder del verso para imprimir a una experiencia trivial un temblor desusado. Mi mujer dormía, los automóviles de los vecinos no carraspeaban ni sus respectivos perros se deseaban buenos días, los gatos de la casa no hacían pinitos sobre el teclado del piano, y el silencio, más que imponerse, parecía aflorar de todo, como un aliento cuyo propósito no fuera infundir vida ni perfumar sino domesticar la realidad feroz, amansarla para beneficio de aquél que, en calzoncillos, la atravesaba descalzo.
Un ruido breve me detuvo en seco, como si alguien hubiera entreabierto una puerta: crac. Y se desvaneció. Pero al reanudar mi recorrido, además de repetirse, lo hizo de forma acompasada: crac, crac, crac, crac. Volví a detenerme y, más espabilado, prestar atención: nada. Hubiera concluido que la impertinente era alguna madera del techo, resentida por la saña madrugadora del sol, si al reanudar mi trayecto el ruido no hubiera vuelto a explayarse: crac, crac, crac, crac, crac, crac. Sólo que en esta ocasión me pareció oírlo venir de abajo, chasquear sobre el suelo, de donde era imposible que procediera dada la solidez de las losas y la desnudez de mis plantas.
Temeroso de que al saberme a punto de detectar su origen desapareciera, retomé el paso de manera más cachazuda, zancada a zancada. El ruido, como imitándome, espació sus brotes:
crac, crac, crac, crac
Apreté el paso:
Volví a retrasarlo:
Inicié un trote:
Me sentí tonto e hice un alto: el ruido también.
Me sentí más tonto y eché a andar:
El hallazgo estuvo a punto de tumbarme: los autores del ruido eran las articulaciones de mis pies, puestas de acuerdo para recordarme lo que sólo a ratos se me hacía evidente: la juventud procedía, lenta pero incontenible, a ser cosa del pasado. El entrechoque de los huesos faltos de cartílago era indoloro pero su sonoridad, asombrosa. De haber podido recorrer la casa a mayor velocidad hubiera despertado a mi mujer que, lejos de imaginarme deshaciéndome los tobillos, habría supuesto, alarmada, que una bailarina española, virtuosa de las castañuelas, nos visitaba y hacía alarde de su virtuosismo ante mí que, a esas horas, como ya se ha dicho, suelo andar en paños menores.
Un verso, como un proyectil, atravesó mi memoria, y con él, la estrofa donde resuena:
Mi paje, hombre de respeto,
al andar castañetea:
hiela mi paje, y chispea:
mi paje es un esqueleto.
Ese castañetear era el mío; ese esqueleto, el que me servía con una lealtad similar a la que desplegaban los sirvientes de ayer ante sus señores (nadie más pronto a asistirnos que nuestro propio esqueleto: basta que nos propongamos hacer algo para que el muy oficioso nos lea el pensamiento y actúe en consecuencia); ese helor del tercer verso, el de la muerte entrevista a través de mis días; ese chispeo, el que debían originar mis peronés, tibias y tarsos al restregarse sin un tejido lo suficientemente sano para amortiguar su acción. Crac: aviso, no por lacónico desdeñable, de que la vida comenzaba a rompérseme.
El encontronazo con una realidad sombría --el tránsito de una edad elástica a una de rigideces y dificultades— tuvo algo de luminoso gracias a la reminiscencia de estos versos de José Martí cuyo misterio se me descifraba de forma espontánea, desde mí mismo, y cuyo acierto me permitía sentirme debajo de la piel de su autor o criado suyo, osamenta solícita y ambulante; debajo de la piel de cualquiera que haya sentido que alberga la muerte y que es ella la que lo sostiene, como la estaca al espantapájaros, como la percha a la ropa.
La percha, clavícula de nadie.
No hay mañana que no estrene recorriendo el espacio que lleva del dormitorio al lavabo, echándome agua al rostro, afeitándome y dirigiéndome a la cocina solitaria y en penumbra donde la taza de café no es una costumbre sino una necesidad impostergable que de no ser satisfecha tuerce mi humor y sabotea todo intento de atender mis asuntos.
Hago el trayecto de manera mecánica, como los sonámbulos hacen el suyo, y aunque no son pocos los muebles que debo sortear, el sabor óptimo del café y su perfecto transvase a la taza son la mejor prueba de que no actúo dormido. Nada más podría hacer antes de apurar su última gota. Previo al café soy medio yo; a posteriori, yo y medio, y una vez desvanecido su efecto soy yo tal cual, lo suficientemente alerta para dar la impresión de que estoy despierto y lo suficientemente lelo para no traicionar mi natural distraído.
Fue una mañana de mil novecientos noventa y tantos, entre el baño y la cocina, cuando advertí, de manera más concluyente que nunca, el poder del verso para imprimir a una experiencia trivial un temblor desusado. Mi mujer dormía, los automóviles de los vecinos no carraspeaban ni sus respectivos perros se deseaban buenos días, los gatos de la casa no hacían pinitos sobre el teclado del piano, y el silencio, más que imponerse, parecía aflorar de todo, como un aliento cuyo propósito no fuera infundir vida ni perfumar sino domesticar la realidad feroz, amansarla para beneficio de aquél que, en calzoncillos, la atravesaba descalzo.
Un ruido breve me detuvo en seco, como si alguien hubiera entreabierto una puerta: crac. Y se desvaneció. Pero al reanudar mi recorrido, además de repetirse, lo hizo de forma acompasada: crac, crac, crac, crac. Volví a detenerme y, más espabilado, prestar atención: nada. Hubiera concluido que la impertinente era alguna madera del techo, resentida por la saña madrugadora del sol, si al reanudar mi trayecto el ruido no hubiera vuelto a explayarse: crac, crac, crac, crac, crac, crac. Sólo que en esta ocasión me pareció oírlo venir de abajo, chasquear sobre el suelo, de donde era imposible que procediera dada la solidez de las losas y la desnudez de mis plantas.
Temeroso de que al saberme a punto de detectar su origen desapareciera, retomé el paso de manera más cachazuda, zancada a zancada. El ruido, como imitándome, espació sus brotes:
crac, crac, crac, crac
Apreté el paso:
crac, crac, crac, crac.
Volví a retrasarlo:
crac, crac, crac, crac.
Inicié un trote:
crac crac crac crac crac
Me sentí tonto e hice un alto: el ruido también.
Me sentí más tonto y eché a andar:
crac, crac, crac, crac.
El hallazgo estuvo a punto de tumbarme: los autores del ruido eran las articulaciones de mis pies, puestas de acuerdo para recordarme lo que sólo a ratos se me hacía evidente: la juventud procedía, lenta pero incontenible, a ser cosa del pasado. El entrechoque de los huesos faltos de cartílago era indoloro pero su sonoridad, asombrosa. De haber podido recorrer la casa a mayor velocidad hubiera despertado a mi mujer que, lejos de imaginarme deshaciéndome los tobillos, habría supuesto, alarmada, que una bailarina española, virtuosa de las castañuelas, nos visitaba y hacía alarde de su virtuosismo ante mí que, a esas horas, como ya se ha dicho, suelo andar en paños menores.
Un verso, como un proyectil, atravesó mi memoria, y con él, la estrofa donde resuena:
Mi paje, hombre de respeto,
al andar castañetea:
hiela mi paje, y chispea:
mi paje es un esqueleto.
Ese castañetear era el mío; ese esqueleto, el que me servía con una lealtad similar a la que desplegaban los sirvientes de ayer ante sus señores (nadie más pronto a asistirnos que nuestro propio esqueleto: basta que nos propongamos hacer algo para que el muy oficioso nos lea el pensamiento y actúe en consecuencia); ese helor del tercer verso, el de la muerte entrevista a través de mis días; ese chispeo, el que debían originar mis peronés, tibias y tarsos al restregarse sin un tejido lo suficientemente sano para amortiguar su acción. Crac: aviso, no por lacónico desdeñable, de que la vida comenzaba a rompérseme.
El encontronazo con una realidad sombría --el tránsito de una edad elástica a una de rigideces y dificultades— tuvo algo de luminoso gracias a la reminiscencia de estos versos de José Martí cuyo misterio se me descifraba de forma espontánea, desde mí mismo, y cuyo acierto me permitía sentirme debajo de la piel de su autor o criado suyo, osamenta solícita y ambulante; debajo de la piel de cualquiera que haya sentido que alberga la muerte y que es ella la que lo sostiene, como la estaca al espantapájaros, como la percha a la ropa.
La percha, clavícula de nadie.