Hay quien no comprende, por más que se le explique, cuánto puede importar la temperatura del aire y el cielo, la dirección del viento y las radiaciones ultravioletas en Marte.
Nunca he sido enemigo de las ciencias. Todo lo contrario. Y de hecho, de no haber sido por un error de posicionamiento vocacional, de los que suelen ocurrirles a muchos en la adolescencia, probablemente en lugar de estar escribiendo estas irreverentes columnas tendría ya consumida la vista por los microscopios o la cabeza más llena de fórmulas y corolarios que de titulares de periódicos y noticias que –reincidencias de nuestro mundo-, si les modificáramos la fecha, los protagonistas y algunas otras menudencias, les aseguro nadie podría decir si datan de la era de Gutenberg o de este sábado.
Con esto quiero decir, y no es coña, que pude haber sido un aprendiz de ciencias, que por un tiempo anduve entre tubos de ensayo y probetas, y aunque luego terminé tecleando en una ruidosa Underwood mis primeros reportajes, debo confesar que desde mucho antes de leer el fascinante Punto azul pálido ( Pale Blue Dot) -la visión que nos ha legado Carl Sagan del futuro humano en el espacio-, ya me intrigaban los misterios del universo. Así que de cierta manera, también como terrícola, he compartido el entusiasmo de de la NASA con el “aterrizaje” en Marte del Curiosity.
Tal y como estaba previsto, el ingenio espacial, del tamaño de un auto compacto, se posó sobre la superficie del planeta rojo con precisión balística luego de una complejísima maniobra nunca antes llevada a cabo. La prensa, dándole categoría de hazaña, ha divulgado con tanto bombo y platillo el acontecimiento, que casi no ha dejado en reserva una pizca de emoción para si mañana hubiese que titular que, gracias a la pericia, perseverancia y los ilimitados fondos a disposición de nuestros científicos al fin el cáncer ha sido derrotado o que nunca más habrá terremotos huracanes que sigan haciendo subir losseguros.
Los pormenores de la operación han sido difundidos con minuciosidad histórica: el peso de la nave, una tonelada; la velocidad a la que viajó, 21,000 kilómetros por hora (ya se imaginan el frenado en siete minutos); el ángulo de penetración en la atmósfera marciana, 15 grados, el correcto; la apertura del paracaídas, sensacional; el desprendimiento del escudo térmico, a la medida; el radar de aproximación, a pedir de boca, y el momento cumbre, el contacto con la superficie, fenomenal. Nada, que una cosa fue la obsesión del hombre por acortar las rutas marinas y entrelazar los océanos para trapichear mercaderías, y otra, la aventura espacial en pos de horizontes remotos por el afán de prevalecer.
Lo cierto es que entre el uso y abuso de nuestras habilidades, ésta del Curiosity tiene sin duda sus méritos. Y para los astrónomos , no se los opaca ni siquiera la razonable inquietud de quienes deben estar preguntándose qué hacemos curioseando en Marte con tanto qué hacer acá en la Tierra. El asunto es que hay quien no comprende, por más que se le explique, cuánto puede importar la temperatura del aire y el cielo, la dirección del viento y las radiaciones ultravioletas en el planeta rojo - donde por cierto no parece haber marcianos-, cuando las sequías y hambrunas son un azote irrefrenable y un reto por solucionar en parajes afines y mucho más cercanos.
Se entiende que los superdotados soñadores de la NASA hayan exclamado con orgullo: "Estamos en Marte", "Esto es increíble", y que se abrazaran unos a otros con frenesí cuando a un costo de $2,500 millones el laboratorio móvil posó sus ruedas sobre un cráter tras recorrer en ocho meses 570 millones de kilómetros. Nadie puede decir que han sido desdeñables los conocimientos acumulados por el hombre en décadas de carrera espacial. Pero frente a la desolación, el silencio y las barbaridades de que seguimos siendo testigos, ¿de qué nos han servido y nos sirven excursiones tan costosas y lejanas?
Con esto quiero decir, y no es coña, que pude haber sido un aprendiz de ciencias, que por un tiempo anduve entre tubos de ensayo y probetas, y aunque luego terminé tecleando en una ruidosa Underwood mis primeros reportajes, debo confesar que desde mucho antes de leer el fascinante Punto azul pálido ( Pale Blue Dot) -la visión que nos ha legado Carl Sagan del futuro humano en el espacio-, ya me intrigaban los misterios del universo. Así que de cierta manera, también como terrícola, he compartido el entusiasmo de de la NASA con el “aterrizaje” en Marte del Curiosity.
Tal y como estaba previsto, el ingenio espacial, del tamaño de un auto compacto, se posó sobre la superficie del planeta rojo con precisión balística luego de una complejísima maniobra nunca antes llevada a cabo. La prensa, dándole categoría de hazaña, ha divulgado con tanto bombo y platillo el acontecimiento, que casi no ha dejado en reserva una pizca de emoción para si mañana hubiese que titular que, gracias a la pericia, perseverancia y los ilimitados fondos a disposición de nuestros científicos al fin el cáncer ha sido derrotado o que nunca más habrá terremotos huracanes que sigan haciendo subir losseguros.
Los pormenores de la operación han sido difundidos con minuciosidad histórica: el peso de la nave, una tonelada; la velocidad a la que viajó, 21,000 kilómetros por hora (ya se imaginan el frenado en siete minutos); el ángulo de penetración en la atmósfera marciana, 15 grados, el correcto; la apertura del paracaídas, sensacional; el desprendimiento del escudo térmico, a la medida; el radar de aproximación, a pedir de boca, y el momento cumbre, el contacto con la superficie, fenomenal. Nada, que una cosa fue la obsesión del hombre por acortar las rutas marinas y entrelazar los océanos para trapichear mercaderías, y otra, la aventura espacial en pos de horizontes remotos por el afán de prevalecer.
Lo cierto es que entre el uso y abuso de nuestras habilidades, ésta del Curiosity tiene sin duda sus méritos. Y para los astrónomos , no se los opaca ni siquiera la razonable inquietud de quienes deben estar preguntándose qué hacemos curioseando en Marte con tanto qué hacer acá en la Tierra. El asunto es que hay quien no comprende, por más que se le explique, cuánto puede importar la temperatura del aire y el cielo, la dirección del viento y las radiaciones ultravioletas en el planeta rojo - donde por cierto no parece haber marcianos-, cuando las sequías y hambrunas son un azote irrefrenable y un reto por solucionar en parajes afines y mucho más cercanos.
Se entiende que los superdotados soñadores de la NASA hayan exclamado con orgullo: "Estamos en Marte", "Esto es increíble", y que se abrazaran unos a otros con frenesí cuando a un costo de $2,500 millones el laboratorio móvil posó sus ruedas sobre un cráter tras recorrer en ocho meses 570 millones de kilómetros. Nadie puede decir que han sido desdeñables los conocimientos acumulados por el hombre en décadas de carrera espacial. Pero frente a la desolación, el silencio y las barbaridades de que seguimos siendo testigos, ¿de qué nos han servido y nos sirven excursiones tan costosas y lejanas?