Y si no se colgó al cuello cuatro medallas de oro en olimpiadas fue por los caprichos políticos de Fidel Castro.
No vi pelear a Muhammad Alí. Su grandeza dentro del boxeo me ha llegado a través de recortes de viejos periódicos, revistas, filmes y relatos, que han transformado a la leyenda de Louisville en uno de mis mitos deportivos.
El rey de los pesos pesados fue derrotado por el Parkinson. Da pena ver sus manos temblar como un flan cuando comparece en algún acto benéfico.
De Mike Tyson qué decir: es un caso de estudio por expertos en cerebro humano. A ese moreno de Nueva York sí lo vi pelear. Vaya púgil. Siempre subía al ring con el resentimiento propio de quienes han tenido una infancia infeliz. Salía a comerse a los contrarios.
Si el boxeo no hubiese tenido reglas, luego de aporrear sin piedad a sus rivales, Tyson tranquilamente los asaría a la parrilla. Sin papas ni aderezos. Con escalofríos vi algunas de sus peleas y esa era la imagen que me trasmitía. La de un hombre que boxeaba para no convertirse en caníbal.
Una combinación letal de gamberro, carnicero y botarate. También un abusador. En un atasco en Manhattan, el alocado púgil ofendió y golpeó a una pareja de motoristas por haber colisionado contra su auto.
Una madrugada de farras, alcohol y algo más, tiró desde un primer piso a una chica. El colmo fue lo ocurrido en una pelea por un título con Evander Holyfield. Con un mordisco de lobo, le arrancó un trozo de oreja. Estamos de acuerdo que fue, libra por libra, uno de los grandes del boxeo mundial. Pero andaba sin cabeza.
En Cuba, Mike Tyson también hizo de las suyas. Una noche de fin de año, en el Hotel Nacional, pillado por algunos reporteros, arrancó de cuajo todos los adornos de un árbol de navidad y se los lanzó con furia.
Ahora leo que el mítico peleador es atracción en un casino de Las Vegas. Por 15 dólares uno se puede retratar con el pendenciero ex boxeador. Espero nuevas y malas noticias suyas. Está en sus genes armar alborotos.
El Tyson cubano, o lo más parecido, hace muchos años yace bajo tierra. Se llamaba Ángel Milián. Era de Taco-Taco, provincia Pinar del Río, y tenía carapacho de matón. De no haber sido boxeador quizás se habría convertido en un asesino en serie.
Tenía poco boxeo. Lo suyo no era el baile encima del ring. Y a sus ganchos de derecha le faltaban la técnica requerida. Pero pocos boxeadores en la isla han sido más bravos que Milián. Y han habido unos cuantos: Douglas Rodríguez, Armando Martínez, José Gómez...
Pero lo de Milián estaba en otra dimensión. Señores, créanme que subirse a pelear con Teófilo Stevenson en los años 70 y 80 no era cosa de juego. Teófilo no tenía contrarios en el boxeo amateur. Y entre los profesionales, si se hubiese dado una pelea con Alí, habría sido el combate del siglo XX.
Ángel Milián, sin ser un virtuoso, se encaramaba en el encerado y se fajaba de tú a tú con el gran campeón. Siempre lo ponía en aprietos. Dos o tres veces, Stevenson bajó del cuadrilátero con algunas costillas rotas.
Milián tenía fama de guapetón. Y eso le costó la vida. Un día, en el bar de un pueblo en las afueras de La Habana, después de varias copas de ron, abofeteó violentamente a un joven sin un motivo aparente.
El ofendido regreso a la barra. Y con un cuchillo de matarife le partió el corazón. Así murió, en una gresca de cantina, el mejor rival que tuvo Teófilo Stevenson en Cuba.
De Teófilo hay poco que contar que no se sepa. Oriundo del central Delicias, en Las Tunas, tenía una derecha recta más efectiva que una anestesia para dormir leones.
Dicen que en su juventud, además de bañarse en las cañadas y templar yeguas, junto a una pandilla de adolescentes se entretenía viendo quién tumbaba de un solo golpe a un caballo. El ganador siempre era el guajirito Teófilo.
Cuando llegó al concentrado de boxeadores del Wajay, al sur de La Habana, el preparador ucraniano Andrei Chervonenko y su colega Alcides Sagarra, nada más de verlo golpear la pera, supieron que ese mulato, pichón de jamaiquino, era un boxeador diferente.
Y lo fue. Tres títulos olímpicos. Multicampeón mundial, panamericano y centroamericano. Y si no se colgó al cuello cuatro medallas de oro en olimpiadas fue por los caprichos políticos de Fidel Castro, al complacer a la extinta URSS y no autorizar a los deportistas cubanos asistir a los juegos de verano en Los Angeles 1984.
Stevenson se hubiera alzado con la corona. No lo duden. Siempre fue un tipo apacible, pero dado a beber más ron de lo recomendable.
Prefirió quedarse a vivir en Cuba antes que firmar contratos millonarios al otro lado del Estrecho. Cualquiera lo podía interpelar en la calle y tirarse una foto con él. O invitarlo a un par de cervezas. Si era ron peleón, mucho mejor.
Pero Teófilo tenía malas pulgas. Se cuenta que años atrás -ya se sabe que en la isla ciertas noticias no se difunden- al enterarse de que su mujer lo engañaba con otro montó en cólera. Y no se sabe cómo, armó una bomba casera y la colocó en el auto del hombre que salía con su esposa. Por suerte, el artefacto no explotó.
También perdió los papeles en un viaje a Estados Unidos. Fue en el aeropuerto de Miami. Alguien dijo algo contra Fidel Castro, su ídolo, y el tunero le conectó un poderoso golpe en la cabeza. Fue demandado. Y desde esa fecha estuvo en la lista negra de la justicia estadounidense.
Aún tengo en la retina la última imagen de Teófilo Stevenson, por los alrededores del Reparto Flores, en el municipio Playa. Andaba como un zombi. Con una estrujada guayabera blanca que combinaba fatal con su pantalón deportivo. Unos zapatones chapuceros y los ojos vidriosos, típico de una tarde de muchos tragos.
Su auto, un Lada ruso abollado. Su delgadez y aspecto dejaban en evidencia a un hombre que a gritos pedía la ayuda de un especialista que le ayudara a combatir su pasión por el alcohol.
Su entierro fue sonado. La gente lo quería. Era un tipo que tenía pueblo. Como suelen tenerlo algunos grandes púgiles, llámense Ray Sugar Robinson, Manny Pacqueao o Muhammad Alí.
En Cuba los hemos tenido muy buenos. Kid Chocolate fue un gigante. Teófilo Stevenson, el mejor de todos. El boxeo es un deporte rudo. Y no pocas veces, fuera del ring, ciertos púgiles se comportan como bestias.
Ya les decía que algunos, de no haber calzado guantes, quizás acabarían en asesinos en serie. Nunca bajaron del ring. No escucharon la campana.
Tomado de El blog de Iván García ys sus amigos, publicado el 8 de agosto del 2012.
El rey de los pesos pesados fue derrotado por el Parkinson. Da pena ver sus manos temblar como un flan cuando comparece en algún acto benéfico.
De Mike Tyson qué decir: es un caso de estudio por expertos en cerebro humano. A ese moreno de Nueva York sí lo vi pelear. Vaya púgil. Siempre subía al ring con el resentimiento propio de quienes han tenido una infancia infeliz. Salía a comerse a los contrarios.
Si el boxeo no hubiese tenido reglas, luego de aporrear sin piedad a sus rivales, Tyson tranquilamente los asaría a la parrilla. Sin papas ni aderezos. Con escalofríos vi algunas de sus peleas y esa era la imagen que me trasmitía. La de un hombre que boxeaba para no convertirse en caníbal.
Una combinación letal de gamberro, carnicero y botarate. También un abusador. En un atasco en Manhattan, el alocado púgil ofendió y golpeó a una pareja de motoristas por haber colisionado contra su auto.
Una madrugada de farras, alcohol y algo más, tiró desde un primer piso a una chica. El colmo fue lo ocurrido en una pelea por un título con Evander Holyfield. Con un mordisco de lobo, le arrancó un trozo de oreja. Estamos de acuerdo que fue, libra por libra, uno de los grandes del boxeo mundial. Pero andaba sin cabeza.
En Cuba, Mike Tyson también hizo de las suyas. Una noche de fin de año, en el Hotel Nacional, pillado por algunos reporteros, arrancó de cuajo todos los adornos de un árbol de navidad y se los lanzó con furia.
Ahora leo que el mítico peleador es atracción en un casino de Las Vegas. Por 15 dólares uno se puede retratar con el pendenciero ex boxeador. Espero nuevas y malas noticias suyas. Está en sus genes armar alborotos.
El Tyson cubano, o lo más parecido, hace muchos años yace bajo tierra. Se llamaba Ángel Milián. Era de Taco-Taco, provincia Pinar del Río, y tenía carapacho de matón. De no haber sido boxeador quizás se habría convertido en un asesino en serie.
Tenía poco boxeo. Lo suyo no era el baile encima del ring. Y a sus ganchos de derecha le faltaban la técnica requerida. Pero pocos boxeadores en la isla han sido más bravos que Milián. Y han habido unos cuantos: Douglas Rodríguez, Armando Martínez, José Gómez...
Pero lo de Milián estaba en otra dimensión. Señores, créanme que subirse a pelear con Teófilo Stevenson en los años 70 y 80 no era cosa de juego. Teófilo no tenía contrarios en el boxeo amateur. Y entre los profesionales, si se hubiese dado una pelea con Alí, habría sido el combate del siglo XX.
Ángel Milián, sin ser un virtuoso, se encaramaba en el encerado y se fajaba de tú a tú con el gran campeón. Siempre lo ponía en aprietos. Dos o tres veces, Stevenson bajó del cuadrilátero con algunas costillas rotas.
Milián tenía fama de guapetón. Y eso le costó la vida. Un día, en el bar de un pueblo en las afueras de La Habana, después de varias copas de ron, abofeteó violentamente a un joven sin un motivo aparente.
El ofendido regreso a la barra. Y con un cuchillo de matarife le partió el corazón. Así murió, en una gresca de cantina, el mejor rival que tuvo Teófilo Stevenson en Cuba.
De Teófilo hay poco que contar que no se sepa. Oriundo del central Delicias, en Las Tunas, tenía una derecha recta más efectiva que una anestesia para dormir leones.
Dicen que en su juventud, además de bañarse en las cañadas y templar yeguas, junto a una pandilla de adolescentes se entretenía viendo quién tumbaba de un solo golpe a un caballo. El ganador siempre era el guajirito Teófilo.
Cuando llegó al concentrado de boxeadores del Wajay, al sur de La Habana, el preparador ucraniano Andrei Chervonenko y su colega Alcides Sagarra, nada más de verlo golpear la pera, supieron que ese mulato, pichón de jamaiquino, era un boxeador diferente.
Y lo fue. Tres títulos olímpicos. Multicampeón mundial, panamericano y centroamericano. Y si no se colgó al cuello cuatro medallas de oro en olimpiadas fue por los caprichos políticos de Fidel Castro, al complacer a la extinta URSS y no autorizar a los deportistas cubanos asistir a los juegos de verano en Los Angeles 1984.
Stevenson se hubiera alzado con la corona. No lo duden. Siempre fue un tipo apacible, pero dado a beber más ron de lo recomendable.
Prefirió quedarse a vivir en Cuba antes que firmar contratos millonarios al otro lado del Estrecho. Cualquiera lo podía interpelar en la calle y tirarse una foto con él. O invitarlo a un par de cervezas. Si era ron peleón, mucho mejor.
Pero Teófilo tenía malas pulgas. Se cuenta que años atrás -ya se sabe que en la isla ciertas noticias no se difunden- al enterarse de que su mujer lo engañaba con otro montó en cólera. Y no se sabe cómo, armó una bomba casera y la colocó en el auto del hombre que salía con su esposa. Por suerte, el artefacto no explotó.
También perdió los papeles en un viaje a Estados Unidos. Fue en el aeropuerto de Miami. Alguien dijo algo contra Fidel Castro, su ídolo, y el tunero le conectó un poderoso golpe en la cabeza. Fue demandado. Y desde esa fecha estuvo en la lista negra de la justicia estadounidense.
Aún tengo en la retina la última imagen de Teófilo Stevenson, por los alrededores del Reparto Flores, en el municipio Playa. Andaba como un zombi. Con una estrujada guayabera blanca que combinaba fatal con su pantalón deportivo. Unos zapatones chapuceros y los ojos vidriosos, típico de una tarde de muchos tragos.
Su auto, un Lada ruso abollado. Su delgadez y aspecto dejaban en evidencia a un hombre que a gritos pedía la ayuda de un especialista que le ayudara a combatir su pasión por el alcohol.
Su entierro fue sonado. La gente lo quería. Era un tipo que tenía pueblo. Como suelen tenerlo algunos grandes púgiles, llámense Ray Sugar Robinson, Manny Pacqueao o Muhammad Alí.
En Cuba los hemos tenido muy buenos. Kid Chocolate fue un gigante. Teófilo Stevenson, el mejor de todos. El boxeo es un deporte rudo. Y no pocas veces, fuera del ring, ciertos púgiles se comportan como bestias.
Ya les decía que algunos, de no haber calzado guantes, quizás acabarían en asesinos en serie. Nunca bajaron del ring. No escucharon la campana.
Tomado de El blog de Iván García ys sus amigos, publicado el 8 de agosto del 2012.