El autor visita la azotea de su casa en Maceo 159, Palma Soriano
Una casa con azotea es una criatura de mente abierta. Se la ve darle la bienvenida a todo: vientos, nubes, relámpagos, lluvias, pájaros, paisajes más y menos próximos, noches de luna, mosquitos y estrellas. La azotea no discrimina y pone a disposición de quien la visita su carácter democrático, su curiosidad sin límites, su avidez de espacios mayores. Visitar una azotea de noche es verla tendida boca arriba, absorta en la contemplación del firmamento, con el rostro plácido y húmedo por el relente.
Tener guayabitos en la azotea significa, en Cuba, perder la razón. El guayabito, ratón pequeño, es la ocurrencia insensata; la azotea es la mente, ápice de la persona. Una azotea con guayabitos es un ámbito donde imperan el desorden, la ficción, la animalidad furtiva, la penumbra. Nada para poner en fuga a la mujer cubana como la presencia de uno de estos animales, criaturas vinculadas al inframundo. De ahí la aversión de tantos de mis compatriotas a la poesía: creen locura lo que sólo es fantasía, disparate lo que sólo es juego, dañino lo que sólo pretende avivar nuestra facultad de percibir lo cotidiano y hasta de verlo, realmente, por primera vez.
Tuve la dicha de que mi infancia transcurriera en la segunda planta de una casa con azotea. No había tejado del pueblo que no pareciera al alcance de la mano: mirándolos me imaginaba recorriéndolos a saltos, de manzana en manzana, y arrojándome, desde el borde del último, al río. Tenía, y aún tengo, guayabitos en la azotea.
El tendido eléctrico era un cordaje tan accesible que, de no habérseme infundido el temor a morir electrocutado, me hubiera permitido recibir mis primeras lecciones de guitarra. Los cadáveres de los papalotes atrapados en él me sobrecogían tanto como más tarde lo harían mis versos, escritos en papel rayado, maltrechos por mi sospecha de su mediocridad. Tenía, y aún tengo, guayabitos en la azotea.
Los árboles de los tres parques principales del pueblo –el Martí, el Maceo y el Rosario— sacaban la cabeza por encima de los tejados como los martillos de un piano a punto de percutir las cuerdas, jugando al escondite conmigo. El remolino de pelo que sombreaba mi frente debe de habérseles antojado un penacho en embrión. Tenía, y aún tengo, guayabitos en la azotea.
De nada prevenía el muro que rodeaba la azotea que no fuera de caer involuntariamente del otro lado de él, porque montarlo estaba al alcance de todos, y utilizarlo a manera de trampolín, también. Las aves de los alrededores no cesaban de hacerlo, era su gran diversión --el vacío en torno era más azul y sereno que el de las paredes y el fondo de la alberca más mimada--, y era obvio que el sol hacía escala en el muro antes de continuar su viaje a la capital. Nunca me tentó la posibilidad de dar un salto mortal (los niños saben, desde muy temprano, cuánto duelen los golpes en la cabeza: nacer es caer de cabeza en una realidad que intuitivamente rehuimos y a cuya aspereza jamás nos acostumbramos), pero sí me tentó la de hallar una forma de deslizarme hasta la acera y, niño araña, caer ileso, de pie sobre ella, ante la admiración del vecindario. Tenía, y aún tengo, guayabitos en la azotea.
El campanario de la iglesia, que tan bien conocía por las muchas mañanas que subí a él vestido de monaguillo y lo puse a temblar, era una pluma de fuente sumergida en el tintero de plata del pueblo, donde los techos de zinc abundaban y al golpe de la luz solar centelleaban como las incrustaciones de la corona de un monarca subterráneo. Es posible que mi afición a la escritura haya nacido de aquella ilusión de extender el brazo, hacerme del campanario y garrapatear con él mis tareas escolares, mejorar mi caligrafía o dibujar rayuelas. Es posible que mi relación con lo sagrado no haya sucumbido a la solemnidad porque la torre del templo que más visité de niño me fuera tan familiar por dentro como por fuera, y hasta se me ofreciera a modo de una pluma que destilaba, más que tinta, un extracto de la música que le bullía dentro. Tenía, y aun tengo, guayabitos en la azotea.
Nunca visité la Sierra Maestra, pero el azul intenso de sus montañas, mar de olas estáticas, amotinadas al sur del pueblo, imprimía al horizonte trazas de lugar encantado. Los pájaros, azules también, que cantan sobre el arco iris de Oz, y el que describió Maurice Maeterlink, cifra de la felicidad, y el que palpita dentro de una vieja canción mexicana (tengo un pájaro azul dentro del alma / un pájaro que canta y que solloza), fueron empollados allí, en la provincia más oriental de Cuba, a la vista de aquella terraza que algo que no se ve miraba sola / en las azules medias noches bellas.* Tenía, y aun tengo, guayabitos en la azotea.
La noche anterior a nuestra partida del pueblo se nos prohibió dormir en la segunda planta: las autoridades, temerosas de que pudiéramos extraer de ella algo de lo que ahora les pertenecía, nos confinaron a la primera, hogar de mis abuelos. Luego de inventariar todas y cada una de las cosas que dejábamos atrás --imposible llevar mucho en un par de maletas, imposible escamotear una azotea--, las puertas de las habitaciones fueron selladas. Arriba sólo quedó Tommy, nuestro Boston terrier, de cuyo cuidado se haría cargo una familia amiga hasta que volviéramos --la ingenuidad abarcaba a todos, niños y adultos-- y cuyas carreras por la azotea nos desvelaron. Más que responder a la angustia creciente que respiraba la casa y que él compartía, Tommy intentaba cubrir la distancia que desde entonces iba a separarnos, una distancia que él se empeñaba en salvar yendo y viniendo a toda velocidad por el pequeño espacio amurallado que había sido su mundo y del que pronto, como nosotros, iba a ser expulsado. Tommy intentaba adelantársenos y esperarnos adondequiera que la vida nos llevara, aunque para alcanzar ese destino hubiera que atravesar el mar. A veces, insomne, arrebujado en la cama, casi medio siglo después de abandonarlo y lejos de Cuba, aún lo escucho correr.
Mira ahora los cielos y cuenta las estrellas, si las puedes contar, le dijo Dios a Abraham. Nadie ha podido contarlas, aunque muchos lo hayamos intentado: las estrellas rehúsan fajarse un número. Sólo puedo asegurar que desde la terraza de un rascacielos nunca se verán tantas como desde una azotea de Palma Soriano.
*Luisa Pérez de Zambrana
Tener guayabitos en la azotea significa, en Cuba, perder la razón. El guayabito, ratón pequeño, es la ocurrencia insensata; la azotea es la mente, ápice de la persona. Una azotea con guayabitos es un ámbito donde imperan el desorden, la ficción, la animalidad furtiva, la penumbra. Nada para poner en fuga a la mujer cubana como la presencia de uno de estos animales, criaturas vinculadas al inframundo. De ahí la aversión de tantos de mis compatriotas a la poesía: creen locura lo que sólo es fantasía, disparate lo que sólo es juego, dañino lo que sólo pretende avivar nuestra facultad de percibir lo cotidiano y hasta de verlo, realmente, por primera vez.
Tuve la dicha de que mi infancia transcurriera en la segunda planta de una casa con azotea. No había tejado del pueblo que no pareciera al alcance de la mano: mirándolos me imaginaba recorriéndolos a saltos, de manzana en manzana, y arrojándome, desde el borde del último, al río. Tenía, y aún tengo, guayabitos en la azotea.
El tendido eléctrico era un cordaje tan accesible que, de no habérseme infundido el temor a morir electrocutado, me hubiera permitido recibir mis primeras lecciones de guitarra. Los cadáveres de los papalotes atrapados en él me sobrecogían tanto como más tarde lo harían mis versos, escritos en papel rayado, maltrechos por mi sospecha de su mediocridad. Tenía, y aún tengo, guayabitos en la azotea.
Los árboles de los tres parques principales del pueblo –el Martí, el Maceo y el Rosario— sacaban la cabeza por encima de los tejados como los martillos de un piano a punto de percutir las cuerdas, jugando al escondite conmigo. El remolino de pelo que sombreaba mi frente debe de habérseles antojado un penacho en embrión. Tenía, y aún tengo, guayabitos en la azotea.
De nada prevenía el muro que rodeaba la azotea que no fuera de caer involuntariamente del otro lado de él, porque montarlo estaba al alcance de todos, y utilizarlo a manera de trampolín, también. Las aves de los alrededores no cesaban de hacerlo, era su gran diversión --el vacío en torno era más azul y sereno que el de las paredes y el fondo de la alberca más mimada--, y era obvio que el sol hacía escala en el muro antes de continuar su viaje a la capital. Nunca me tentó la posibilidad de dar un salto mortal (los niños saben, desde muy temprano, cuánto duelen los golpes en la cabeza: nacer es caer de cabeza en una realidad que intuitivamente rehuimos y a cuya aspereza jamás nos acostumbramos), pero sí me tentó la de hallar una forma de deslizarme hasta la acera y, niño araña, caer ileso, de pie sobre ella, ante la admiración del vecindario. Tenía, y aún tengo, guayabitos en la azotea.
El campanario de la iglesia, que tan bien conocía por las muchas mañanas que subí a él vestido de monaguillo y lo puse a temblar, era una pluma de fuente sumergida en el tintero de plata del pueblo, donde los techos de zinc abundaban y al golpe de la luz solar centelleaban como las incrustaciones de la corona de un monarca subterráneo. Es posible que mi afición a la escritura haya nacido de aquella ilusión de extender el brazo, hacerme del campanario y garrapatear con él mis tareas escolares, mejorar mi caligrafía o dibujar rayuelas. Es posible que mi relación con lo sagrado no haya sucumbido a la solemnidad porque la torre del templo que más visité de niño me fuera tan familiar por dentro como por fuera, y hasta se me ofreciera a modo de una pluma que destilaba, más que tinta, un extracto de la música que le bullía dentro. Tenía, y aun tengo, guayabitos en la azotea.
Nunca visité la Sierra Maestra, pero el azul intenso de sus montañas, mar de olas estáticas, amotinadas al sur del pueblo, imprimía al horizonte trazas de lugar encantado. Los pájaros, azules también, que cantan sobre el arco iris de Oz, y el que describió Maurice Maeterlink, cifra de la felicidad, y el que palpita dentro de una vieja canción mexicana (tengo un pájaro azul dentro del alma / un pájaro que canta y que solloza), fueron empollados allí, en la provincia más oriental de Cuba, a la vista de aquella terraza que algo que no se ve miraba sola / en las azules medias noches bellas.* Tenía, y aun tengo, guayabitos en la azotea.
La noche anterior a nuestra partida del pueblo se nos prohibió dormir en la segunda planta: las autoridades, temerosas de que pudiéramos extraer de ella algo de lo que ahora les pertenecía, nos confinaron a la primera, hogar de mis abuelos. Luego de inventariar todas y cada una de las cosas que dejábamos atrás --imposible llevar mucho en un par de maletas, imposible escamotear una azotea--, las puertas de las habitaciones fueron selladas. Arriba sólo quedó Tommy, nuestro Boston terrier, de cuyo cuidado se haría cargo una familia amiga hasta que volviéramos --la ingenuidad abarcaba a todos, niños y adultos-- y cuyas carreras por la azotea nos desvelaron. Más que responder a la angustia creciente que respiraba la casa y que él compartía, Tommy intentaba cubrir la distancia que desde entonces iba a separarnos, una distancia que él se empeñaba en salvar yendo y viniendo a toda velocidad por el pequeño espacio amurallado que había sido su mundo y del que pronto, como nosotros, iba a ser expulsado. Tommy intentaba adelantársenos y esperarnos adondequiera que la vida nos llevara, aunque para alcanzar ese destino hubiera que atravesar el mar. A veces, insomne, arrebujado en la cama, casi medio siglo después de abandonarlo y lejos de Cuba, aún lo escucho correr.
Mira ahora los cielos y cuenta las estrellas, si las puedes contar, le dijo Dios a Abraham. Nadie ha podido contarlas, aunque muchos lo hayamos intentado: las estrellas rehúsan fajarse un número. Sólo puedo asegurar que desde la terraza de un rascacielos nunca se verán tantas como desde una azotea de Palma Soriano.
*Luisa Pérez de Zambrana