El autor vislumbra en el buen uso de las palabras una salida del atolladero cubano
Sorprende el pudor de algunas palabras para desnudarse al primer obsequio y el impudor de otras al advertir que sólo desnudándose recuperarán su sentido más justo. La palabra cristal, por ejemplo, se inicia con un sonido que acusa la fragilidad de la materia que nombra; se diría que oímos a esa materia quebrarse: cris. Chema Madoz ilumina esa fragilidad fotografiando una pluma solitaria que cae sobre un estante de vidrio y, al golpearlo, lo raja: el estante es más endeble que la pluma; mirar la fotografía es oírlo cuartearse. La palabra termina con un salto de agua, desleída en la sustancia incolora que el propio cristal, inmóvil, recuerda: tal es anagrama de tla, agua en náhuatl.
Imposible pronunciar la letra “T” sin, luego de apoyar la punta de la lengua entre el revés de los dientes superiores y el tramo del paladar que limita con ellos, ejercer presión y, como defenestrándola, forzarla a arrojarse del cielo en sombras de la boca al exterior. La consonante nadadora, bañada en saliva, salta sobre el trampolín de un instante, estalla en el hueco enorme de la “A” que sigue y se despeña por él hasta golpear, deshaciéndose, la “L” alberca, la “L” ola, la “L” lluvia depositada en toda la geografía del lenguaje: cris-tal.
No hay palabra con “L” que no dé de beber al sediento; que no corra peligro de desleírse en sí misma; que no ofrezca, al que lee, un estanque donde contemplarse; que no resuma, en su sola “L”, el poema “Muerte sin fin” de José Gorostiza. En el corazón mismo de la palabra “sola” --nótese el chorro que asciende de ella-- un astro se asoma a una fuente.
Los primeros versos de “Piedra de sol”, de Octavio Paz, recrean esa metamorfosis del vidrio. Un cuerpo sólido se licua y trepa el aire deshaciéndose en salpicaduras, como aspirando a resolverse en vapor:
Gran parte del desconcierto que sufre el mundo tiene origen en el mal uso de las palabras. Imposible entenderse cuando se soslaya aquello que su morfología enuncia de manera inequívoca y se ponen en labios de ellas cosas que, si se les escudriña bien, no quieren decir. Nadie lo ha explicado mejor que Confucio:
Si los nombres no son correctos, las palabras no se ajustarán a lo que representan; y si las palabras no se ajustan a lo que representan, los asuntos no se realizarán.
Si los asuntos no se realizan, no prosperarán los ritos ni la música. Si la música y los ritos no se desarrollan, no se aplicarán con justicia penas y castigos, y si no se aplican penas y castigos con justicia, el pueblo no sabrá cómo obrar.
En consecuencia, el hombre superior precisa que los nombres se acomoden a los significados y que los significados se ajusten a los hechos. En las palabras del hombre superior no debe haber nada impropio. (Analectas, Libro XIII, 3)
Si aspiramos al bienestar y la concordia universales (no hay por qué descartar un eventual tete-a-tete con algunas civilizaciones extraterrestres), y, en el ámbito cubano, a una solución al desbarajuste nacional, es preciso prestar mayor atención a las palabras, ponerlas bajo la lupa de nuestra curiosidad y, lejos de forzarlas a hablar por boca nuestra, hablar por boca de ellas, que nos sobrevivirán y que sólo en contadas ocasiones se prestan a las ambigüedades a las que somos tan proclives y a las que debemos buena parte de los descalabros que registra la Historia.
Se impone la elaboración de un diccionario especializado en el rescate de toda palabra cuyo significado sufra distorsión. Nada de limpiar, fijar y dar esplendor. Lo primero es ocioso, no hay palabra bien entendida y utilizada que no fulja: la mugre no está en ella sino en el sambenito que la convención le cuelga y que el hablante o el lector apocado teme arrancar. Lo segundo, fijar, es contraproducente: las palabras odian la inmovilidad, tienen alma de mariposa, y el único alfiler capaz de inspirarles alguna simpatía es aquél que, solidario, se revuelve y pincha a quien lo empuña. Lo tercero, dar esplendor, es absurdo: el esplendor no se otorga, se manifiesta en aquello que, lejos de utilizarse de manera torpe o interesada, se deja ser: de desnuda que está, brilla la estrella.*
Hay quien busca la aguja en el pajar. Yo tengo por pajar la aguja, es decir, la palabra, y hurgo en ella, entre los destellos que un golpe de luz le arranca, como si un ser distante la habitara y al influjo de un sol de mediodía, con un trozo de vidrio en cada mano, me hiciera señas.
* Rubén Darío
Imposible pronunciar la letra “T” sin, luego de apoyar la punta de la lengua entre el revés de los dientes superiores y el tramo del paladar que limita con ellos, ejercer presión y, como defenestrándola, forzarla a arrojarse del cielo en sombras de la boca al exterior. La consonante nadadora, bañada en saliva, salta sobre el trampolín de un instante, estalla en el hueco enorme de la “A” que sigue y se despeña por él hasta golpear, deshaciéndose, la “L” alberca, la “L” ola, la “L” lluvia depositada en toda la geografía del lenguaje: cris-tal.
No hay palabra con “L” que no dé de beber al sediento; que no corra peligro de desleírse en sí misma; que no ofrezca, al que lee, un estanque donde contemplarse; que no resuma, en su sola “L”, el poema “Muerte sin fin” de José Gorostiza. En el corazón mismo de la palabra “sola” --nótese el chorro que asciende de ella-- un astro se asoma a una fuente.
Los primeros versos de “Piedra de sol”, de Octavio Paz, recrean esa metamorfosis del vidrio. Un cuerpo sólido se licua y trepa el aire deshaciéndose en salpicaduras, como aspirando a resolverse en vapor:
Un sauce de cristal, un chopo de agua,
un alto surtidor que el viento arquea…
Quien dice cristal y lo dice a conciencia, saboreando el cuerpo líquido de la “L” que la “T” hace saltar, se transforma en gárgola.un alto surtidor que el viento arquea…
Gran parte del desconcierto que sufre el mundo tiene origen en el mal uso de las palabras. Imposible entenderse cuando se soslaya aquello que su morfología enuncia de manera inequívoca y se ponen en labios de ellas cosas que, si se les escudriña bien, no quieren decir. Nadie lo ha explicado mejor que Confucio:
Si los nombres no son correctos, las palabras no se ajustarán a lo que representan; y si las palabras no se ajustan a lo que representan, los asuntos no se realizarán.
Si los asuntos no se realizan, no prosperarán los ritos ni la música. Si la música y los ritos no se desarrollan, no se aplicarán con justicia penas y castigos, y si no se aplican penas y castigos con justicia, el pueblo no sabrá cómo obrar.
En consecuencia, el hombre superior precisa que los nombres se acomoden a los significados y que los significados se ajusten a los hechos. En las palabras del hombre superior no debe haber nada impropio. (Analectas, Libro XIII, 3)
Si aspiramos al bienestar y la concordia universales (no hay por qué descartar un eventual tete-a-tete con algunas civilizaciones extraterrestres), y, en el ámbito cubano, a una solución al desbarajuste nacional, es preciso prestar mayor atención a las palabras, ponerlas bajo la lupa de nuestra curiosidad y, lejos de forzarlas a hablar por boca nuestra, hablar por boca de ellas, que nos sobrevivirán y que sólo en contadas ocasiones se prestan a las ambigüedades a las que somos tan proclives y a las que debemos buena parte de los descalabros que registra la Historia.
Se impone la elaboración de un diccionario especializado en el rescate de toda palabra cuyo significado sufra distorsión. Nada de limpiar, fijar y dar esplendor. Lo primero es ocioso, no hay palabra bien entendida y utilizada que no fulja: la mugre no está en ella sino en el sambenito que la convención le cuelga y que el hablante o el lector apocado teme arrancar. Lo segundo, fijar, es contraproducente: las palabras odian la inmovilidad, tienen alma de mariposa, y el único alfiler capaz de inspirarles alguna simpatía es aquél que, solidario, se revuelve y pincha a quien lo empuña. Lo tercero, dar esplendor, es absurdo: el esplendor no se otorga, se manifiesta en aquello que, lejos de utilizarse de manera torpe o interesada, se deja ser: de desnuda que está, brilla la estrella.*
Hay quien busca la aguja en el pajar. Yo tengo por pajar la aguja, es decir, la palabra, y hurgo en ella, entre los destellos que un golpe de luz le arranca, como si un ser distante la habitara y al influjo de un sol de mediodía, con un trozo de vidrio en cada mano, me hiciera señas.
* Rubén Darío