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Raúl Castro en su última trinchera de poder


Raúl Castro.
Raúl Castro.

La maniobra de reemplazo ha sido ejecutada con notable éxito mediático. Medio mundo se enfrenta a titulares que anuncian que por primera vez en seis décadas habrá alguien al mando de Cuba sin el apellido de marras

Cuando terminen las ceremonias que en La Habana llaman elecciones, Raúl Castro regresará a alguna de sus residencias en la capital cubana, muy probablemente a la rústica comodidad de “La Rinconada”, su preferida, sabiendo que sigue siendo el hombre más poderoso del país.

Habrá cedido, eso sí, el cargo de Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros, a un sucesor 30 años más joven, cuidadosamente escogido y puesto a prueba largo tiempo en el cerrado círculo de la nomenclatura castrista, quien cargará sobre sus hombros los próximos descalabros del gobierno nacional sin haberse librado del escrutinio del menor de los hermanos Castro. Porque el poder, nadie lo dude, sigue en las manos de uno de los Castro.

La figura de “presidente interpuesto” no es ni siquiera nueva en el mando de la isla.

En julio de 1959 el juez Manuel Urrutia Lleó, primer presidente designado por los guerrilleros de la Sierra Maestra, fue reemplazado por Osvaldo Dorticós Torrado, quien permaneció en el cargo por 17 años. Urrutia intentó resistir el caudillismo ascendente de Fidel Castro y terminó sus días en el exilio.

Dorticós desempeñó al pie de la letra su rol de actor secundario, aunque fuera ya de la presidencia en 1983 -pondría fin a su vida de un balazo en la sien. Una “verdadera pendejada” a juicio de Raúl Castro, quien lo detestó siempre por partida doble: por suicida y por haber ocupado demasiado tiempo un lugar tan prominente en la tribuna revolucionaria.

Lo que hace diferente a Miguel Díaz-Canel de Urrutia o Dorticós es que ha sido escogido para reemplazar y, en caso de sobrevivir previsiblemente a Raúl Castro, intentar ser su heredero político. Y lo que lo asemeja a aquellos personajes del pasado siglo es que, como ellos, su ejercicio del poder tendrá los límites que el jefe máximo y su entorno le permitan.

La maniobra de reemplazo ha sido ejecutada con notable éxito mediático. Medio mundo se enfrenta a titulares que anuncian que por primera vez en seis décadas habrá alguien al mando de Cuba sin el apellido de marras. De consumarse, esta sucesión por etapas estaría entre los escasos éxitos que puede atribuirse Raúl Castro después de 12 años de calzar las botas del hermano mayor. En definitiva el propósito de su período de gobierno, alcanzado tras cinco décadas de rumiar rencores, ha sido la conservación del poder a cualquier costo, evitando el menor paso en falso. Para demostrarlo allí están la temerosa postergación de las reformas prometidas, el obvio rechazo a la apertura sin condiciones ofrecida por Barack Obama, y el fortalecimiento del rol militar en el control de la economía y las posiciones claves del gobierno.

Desde su última trinchera en el Partido Comunista Raúl Castro continuará, mientras le alcance la vida, haciendo lo imposible para que su inevitable desaparición no se convierta en el naufragio del régimen. Su condición de Primer Secretario del partido único, definido constitucionalmente como la fuerza dirigente superior de la Sociedad y el Estado le otorga, más allá del dogma, el mando supremo de la nave.

Desde el Buró Político de ese partido y más precisamente entre un puñado de sus miembros, escogidos al arbitrio de este Primer Secretario, se encuentra el verdadero núcleo de poder que comanda el país.

A la Comisión o Grupo de Trabajo del Buró Político, exactamente como sucedía en la Rusia de Jozef Stalin, se subordinan todas las otras instituciones formales. Ante esa virtual junta militar, con abrumadora presencia de generales en servicio activo o antiguos comandantes históricos, es que deberá rendir cuentas el delfín de Raúl Castro, por muy jefe de Estado o de Gobierno que pretenda ser.

De no haber muerto Fidel Castro otro sería el nombre del heredero designado, aunque no existen diferencias sustanciales entre los delfines de antes y el de ahora. Todos llegaron a sus privilegiadas posiciones proclamando lealtad y dedicación a la empresa revolucionaria y ascendiendo los escalones políticos de rigor. Su generación carece de la “legitimidad” ganada con las armas por los guerrilleros de 1959 pero comparte con ellos la desconfianza visceral hacia las urnas libres, una educación que nunca les fue impartida.

El escenario internacional para el cambio de bastón no puede ser más complicado. Los subsidios de Venezuela se evaporan y en la Casa Blanca se acabaron las sonrisas hacia la vieja dictadura cubana. Puertas adentro hay más escepticismo que esperanzas ante la asunción de Miguel Díaz-Canel. Un cubano de a pie lo comentó en las redes sociales de esta manera: “…el hombre lleva muchos años en una posición muy incómoda. Nadie de su generación ha sobrevivido hasta llegar al lugar donde él está”.

Por ahora, la suerte está echada.

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