Me cuesta entender la verbena, la reunión familiar alegre “adornada” con fulminante.
Desde hace unos quince años –cuando aterricé en Barcelona- trato de buscarle un porqué convincente a la tradición de tirar petardos la víspera de San Juan. Y no me sale a cuenta por ninguna de las aristas posibles. Descartando el peligro personal al que cada uno está expuesto, sobre todo los niños con una mecha encendida en la mano, pienso en el derecho a descansar que tiene cualquier ciudadano dentro de su casa, techo que paga religiosamente con caras cuotas.
No, la noche previa a San Juan no es posible dormir, relajarse, transitar con tranquilidad por la calle. Una cosa es que uno vaya voluntariamente a una fiesta donde se sabe de antemano que habrá pirotecnia, y otra que la fiesta, el explosivo, te busque sin piedad y te encuentre.
No dejo de pensar en los que trabajan un día como hoy. Sé muy bien lo que se siente al desplazarse un día festivo en un vagón vacío del metro. Uno se siente infeliz. Sé lo que se siente al pasarte un cohete a solo escasos centímetros de los oídos y paralizarte el corazón en fracciones de segundos. Uno se siente impotente.
Pero –y no me gusta utilizar malas palabras- hay que fastidiarse. Las calles, esas que pagamos con impuestos, los parques, las plazas, las terrazas, el cielo –ese que nos regala la vida-; el recreo, el espacio íntimo y sencillamente tranquilo no es posible. Ni siquiera la música es posible.
¡Pobres animales irracionales que no comprenden la alta frecuencia de los explosivos! Ellos mueren un poco esa noche maldita, como mismo morimos un poquito los racionales que no buscamos ni el sonido ni el olor de la pólvora.
Es bárbaro.