Voy a envejecer para todo. Para el amor. Para la mentira.
Pero nunca envejeceré para el asombro.
G. K. Chesterton
No es fortuito que la palabra asombro discurra de la vocal “a” a la vocal “o”, y que entre ellas amenace instalarse --como un bostezo que esa “o” final frustrara-- la palabra sombra.
Ambas vocales, “a” y “o” --sucedidas por una consonante muda, la “hache”-- componen las interjecciones más espontáneas del idioma para expresar lo que la propia palabra asombro significa. Ambas son a esta palabra lo que al ser humano nacimiento y muerte: instantes de revelación límite.
Ante la luz del quirófano, el recién nacido rompe a llorar. Aún no domina las interjecciones pero las dominará: la magnitud de su llanto es proporcional al buen uso que un día hará de ellas.
Ante la luz que distingue al final del túnel, el difunto enmudece: su reserva delata que no hay interjección capaz de resumir la conmoción que el trance le produce y confirma la hegemonía del silencio sobre todas las interjecciones.
La mirada fija del bebé y la renuencia de algunos cadáveres a cerrar los ojos son las mismas de esas dos interjecciones (ah-sombr-oh) cuyas haches han sido devoradas por la sombra (en el caso de la vocal “a”) y por el vacío (en el caso de la “o” final). Como Francisco de Quevedo, la palabra asombro junta pañales y mortaja, corre entre dos revelaciones y, entre ambas, como en nosotros mismos, pugna por aflorar su antítesis: lo oscuro.
Basta un signo de exclamación para demostrar cuán gárrula puede ser una interjección: “¡” Uno sólo vale por todas. Las resume y, abstrayéndolas, las excede.
Observar la conducta de estos signos es confirmar la exactitud de una frase de Umberto Eco: “el hombre es el único animal capaz de enloquecer de asombros.”
El signo de apertura (¡) lleva el punto supraescrito –o, lo que es igual, la cabeza sobre los hombros, aunque un tanto separada del cuerpo--, mientras que el signo de cierre (!) lleva subpunto. No son dos signos distintos sino uno solo al que el asombro pone patas arriba y en riesgo de perder la cabeza.
Un decapitado no es más que un signo de exclamación al que el punto se le fue de las manos. El verdugo que empuña y levanta su cabeza sabe que el público inferirá el palote ausente. El punto es una cabeza que salta; la cabeza, un punto aferrado a un signo.
La ortografía de la palabra asombro no sólo tienta a indagar en la etimología de la palabra sino a adivinar en su única “a” un sinónimo de la preposición “sin”. Asombro, pues, querría decir sin sombra, todo luz. Y es cierto que el asombrado emula al iluminado, sólo que éste le aventaja en la duración de la experiencia. Mientras el asombrado acaba por cerrar la boca, el iluminado es un boquiabierto incurable, una “o” perenne.
Si un signo de exclamación es una interjección reducida al hueso, un haiku es un signo de exclamación rollizo, un ¡ah! o un ¡oh! que, exaltados, desbordan su laconismo ansiosos de que el lector conozca su razón de ser y de que él mismo, el lector, devenga en signo de exclamación, en palote puntuado.
Al haiku no se le va a buscar, sale al paso. Es flor de lo imprevisible, que está y no está en uno, que borra las fronteras entre lo interior y lo exterior, menos compuesta de papel y tinta que de asombro:
Ah, la luciérnaga:
ilumina el camino
de quien la asedia.
Oemaru (1719-1805)
*
Esta mañana.
¿quién soy yo dentro de
mi nueva bata?
Basho (1644-1694)
*
Ah, crisantemo,
ante ti la tijera
duda un momento.
Buson (1715-1783)
*
Noche invernal.
Tras matar a la araña,
¡qué soledad!
Shiki (1866-1902)