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La isla de las cotorras (I)


El autor analiza, condena, excusa y exalta la locuacidad del pueblo cubano.

El 30 de noviembre de 2011, el diario London Evening Standard publicó un artículo titulado “Avoiding noisy Cuban athletes is key to Games success”(“Evitar a los ruidosos atletas cubanos es clave para el éxito en los Juegos”), poniendo al descubierto la renuencia de algunos países a permitir que sus equipos se expongan al carácter extravertido de los deportistas procedentes de la isla cuando se celebren los Juegos Olímpicos en Londres durante el verano de 2012.

Esos países obvian que el deber de un atleta verdadero es cuidar que todos sus músculos estén en forma, incluso aquéllos que no intervienen en la disciplina que lo distingue; que al menos setenta de esos músculos participan en el acto de hablar, y que el más poderoso de los que componen el cuerpo del animal humano, si se tienen en cuenta las proporciones, es la lengua.

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Entre cubanos quien guarda silencio hace patria.

Hablamos tanto que dejar de hacerlo despeja el ambiente, permite dilucidar mejor la realidad del país y nuestra propia realidad, aunque ninguna demore en volver a encapotársenos.

Un día de silencio nacional, extensivo a todos los cubanos residentes en el extranjero, mostraría a la nación desorientada el rumbo que su locuacidad le oculta.

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¡Cállate, cállate, cállate!, le decía una madre cubana al hijo que aún no sabía hablar, que ni siquiera lloraba, intentando evitar lo inevitable.

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Un cubano reservado es algo tan insólito que esté donde esté nunca faltará el compatriota que se apresure a sonsacarlo, ya sea para romperle el silencio, porque se lo envidia, o para averiguar cómo se las arregla para no ser tan cubano.

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La incontinencia verbal de los caudillos cubanos no es fortuita. Saben que para ganarse al pueblo tienen que demostrar ser más incontinentes que él.

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Nada como permanecer en silencio cuando un grupo de cubanos decide exponer sus puntos de vista: se siente que la paz está con uno, con su espíritu, como se desea en la misa.

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Las dos grandes gestas libertadoras de Cuba se iniciaron a gritos: la de Yara (1868) y la de Baire (1895). Imposible no secundarlas.

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El velorio cubano suele ser ruidoso. Hay que matar el silencio que desborda la caja.

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Un cubano en silencio es una isla, pero anterior a Cuba, donde las cotorras --que maravillaron a los aborígenes y a los primeros europeos que pusieron pie en ella— determinarían el carácter parlanchín de sus futuros habitantes.

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Sorprende que el homenaje más bello tributado a Charlot –y con él, al cine mudo— sea obra de una cubana:

No es que le falte

el sonido,

es que tiene

el silencio.

Fina García Marruz

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El pueblo cubano no saca la lengua: la lengua lo saca a él.

NOTA: Esta serie de tres artículos se sitúa bajo la advocación de La isla de las cotorras, obra de teatro vernáculo estrenada en el Teatro Alhambra de La Habana en 1923. Libreto: Federico Villoch. Música: Jorge Anckermann.

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