Con su hermana, una muñeca en brazos y mucho miedo, Iraida Iturralde abordó el avión que la separaría de todo lo amado y conocido, junto a otros niños, como parte de ese batallón de pequeños que integró la Operación Pedro Pan. Hoy es, además de una de las voces poéticas más altas entre las mujeres de su generación, una incansable luchadora por la democracia en Cuba y llega para decirnos, alto y claro, que sí, que piensa en Ella y que nunca dejará de pensarla.
¿Cuál fue el detonante que te impulsó a marcharte de Cuba?
“No, no, él no está de vacaciones en el interior. Está exiliado en Miami. Se fue del país, porque esto es comunismo.” Así le ripostó mi hermano a su maestra de sexto grado al regresar al colegio en enero del 61 tras las vacaciones navideñas. Uno de los alumnos le había preguntado a la maestra por el paradero del Dr. Ángel del Cerro, el director del San Pablo, colegio católico laico ubicado en la esquina de 19 y M en el Vedado. Mi hermano, rebelde de nacimiento, no se callaba en clase. Pocos días después se apareció la maestra en casa e increpó a mi madre, acusándola de inculcarle al niño ideas contrarrevolucionarias.
Apenas unos meses después a mi hermana mayor, de sólo 11 años de edad, la tenían fichada. Así se lo había dicho en confidencia su amiguita Elia Sánchez, sobrina de Celia, a quien la nueva administración había advertido que una niña de semejante estirpe revolucionaria no debía andar con “una gusanita”. De hecho, el grupo de amiguitos de mi hermana, casi todos vecinos del FOCSA, se reducía más cada día, uno tras otro esfumándose semanalmente como por arte de magia.
El temor al adoctrinamiento y a la pérdida de la patria potestad invadía a los padres como una plaga. Las conversaciones entre los adultos giraban en torno a la dichosa visa waiver. Era un clima de ansiedad, de ingenuidad política, de decepción. En menos de dos años el regocijo por un nuevo orden de democracia, justicia social y libertad había degenerado en espanto.
Se alzaba el espectro del ideal traicionado, una Revolución que a diario demostraba que había nacido podrida. Para una niña como yo eran tiempos de cantos heroicos y actos de fe patriótica, permeados por un rumor insidioso que se colaba en la conciencia e intentaba corroer la fe católica y distorsionar los valores martianos de mi crianza. Para mi familia, ese fue el detonante. Mi hermano saldría en noviembre del 61. Dos meses más tarde, con un nudo en la garganta, mi hermana y yo entrábamos en la pecera del aeropuerto, el rito de paso antes de abordar un avión de la Pan Am junto a otros pedropanes.
¿Qué esperabas encontrar del “otro lado”?
Mis expectativas eran ambivalentes. Tenía la imagen de celuloide de la vida americana (Verano de amor, Rebelde sin causa, Houseboat, Vecinos y amantes…), pero, por encima de todo, me embargaba la magia de Walt Disney (La dama y el vagabundo, Cenicienta, Fantasía, Alicia en el país de las maravillas…), y me animaba la ilusión de una visita a Disneylandia. No obstante, tenía noción del choque que habían sufrido otros niños de ese masivo éxodo infantil.
Unas primas hermanas, de apenas 8 y 6 años de edad, se encontraban en un foster home en el Medio Oeste americano. Me carteaba con la mayor, quien ya mostraba indicios de un español adulterado: “Hoy lavé mi pelo”, me había escrito un día. Y me aterraba pensar que me podría ocurrir algo semejante. Otra prima, interna presuntamente en un colegio, se quejaba desde un orfelinato: “Aquí me enseñan a ser sucia. Sólo nos dejan bañar una vez a la semana”.
Yo absorbía todo con una extraña mezcla de exaltación y aprensión, pero era consciente de la disyuntiva que enfrentaban las familias. Me apaciguaba pensar que, al igual que mi hermano, nos quedaríamos con unos parientes en Miami, y que pronto nos reuniríamos con mi madre. Además, la separación, al menos así decían, no duraría mucho, a lo máximo, dos años, cuando el clima político seguro daría un vuelco radical y regresaríamos a Cuba.
¿Qué encontraste?
De repente, el vacío. Cuba se alejó hasta hacerse añicos desde la ventana del avión. Luego vino el llanto. Mi ecuanimidad antes de abordar había sido la de un autómata. Al llegar, en vez de unos parientes nos recibió Jorge Guarch, un señor cubano encargado de darles la bienvenida a los niños antes de enviarlos a los campamentos. Pedí regresar a La Habana enseguida. Me ofrecieron chicle. Lo rechacé. Las lágrimas me ahogaban. Mi hermana me consolaba.
Nos enviaron a Florida City. Mes y medio más tarde nos pusieron en un vuelo Delta rumbo a un orfelinato en Vincennes, Indiana, donde la experiencia de mi prima se repetiría con creces. Luego pasamos a un foster home, donde permanecimos hasta la llegada de mi madre a los Estados Unidos. Fue una separación de menos de cinco meses que experimenté como si hubiese durado cinco años.
Ya reunida la familia en Miami Beach, y más tarde en New Jersey/Nueva York, comencé a superar el trauma y a absorber paulatinamente el espíritu de este país y, con el pasar del tiempo, nutrirme de todo aquello que me moldearía y marcaría toda la vida, desde la infinita riqueza del idioma inglés, los cuentos de Mark Twain, la mórbida rima de Poe, la novela To Kill A Mockingbird y el aterrizaje de los Beatles, hasta la lucha por los derechos civiles, el asesinato de Bobby Kennedy, el musical Hair y la poesía.
Esa primera década fueron tiempos convulsos, tiempos de crecimiento espiritual y desarrollo intelectual, e inculcada por mi madre, años también de Martí, de mucho Martí. Aquí encontré, por encima de todo, el derecho de crecer en libertad y de ser yo misma, incluso el derecho de seguir siendo cubana, de padecer la obsesión con nuestra patria que esa condición conlleva y, por consecuencia, el derecho de aceptar el compromiso con su supervivencia.
¿Qué has aprendido durante el proceso?
Si del exilio se trata, pues supongo que es lo que más nos atañe en esta entrevista, lo que está intrínsecamente ligado al “proceso”, he aprendido, en gran medida, a desilusionarme, a ser testigo de un emergente des-exilio: el cubano que abandona Cuba y contempla la dictadura como si fuese el modus vivendi genético de la Isla, algunos cuya identidad se diluye con el paso del tiempo, muchos que padecen de un agotamiento político comprensible, otros que sienten calada hasta la médula la desidia, los tantos que manifiestan una peculiar y ciega simpatía por líderes megalómanos y corruptos, aquellos otros cuya intolerancia y tendencia a denigrar la opinión ajena revela una carencia de los principios más fundamentales que exige del ciudadano un sistema democrático… en fin que, también en gran medida, y a partir de esta desilusión, he aprendido a tener fe en el potencial de ese otro exilio (de pinos nuevos y viejos) que, aunque tal vez no tan numeroso, sigue aportando de múltiples formas su grano de arena a la lucha por una Cuba libre, ajena a todo totalitarismo.
¿Qué es para ti La libertad?
Aludo de nuevo a aquel a quien Gabriela Mistral llamara “esa mina sin acabamiento”. Y es que no he encontrado mejor exposición de la libertad, profunda en su sencillez, que la que nos diera el Apóstol en La Edad de Oro: “Libertad es el derecho que todo hombre tiene a ser honrado y a pensar y a hablar sin hipocresía.” Para mí la libertad es eso, el derecho de ser auténtico.
En su sentido más amplio, siguiendo la pauta martiana, la libertad es el derecho a una formación cultural sin censura, donde el ennoblecimiento del ser humano lo guía por el camino más viable a su trascendencia espiritual. Ese espacio abarca desde lo universal, es decir, lo que lo impulsa a descifrar el enigma de su existencia, hasta lo nacional e individual, donde descubre su pertenencia, define su identidad, y adopta un comportamiento ético hacia el planeta y en su relación con los demás.
¿Las experiencias vividas han cambiado en ti el concepto Patria? ¿Piensas a menudo en “Ella”?
Yo diría que esas experiencias han agudizado y expandido mi concepto de Patria, donde la Cuba extraterritorial que nos ha tocado habitar se hace patente existencialmente a un nivel emocional, y sustancialmente a través de su cultura. Dondequiera que se celebre la cultura cubana, ahí llevamos la Isla a cuestas. Si patria es humanidad, todo intento de fomentar nuestra cultura y de preservar y divulgar nuestro patrimonio nacional, dentro y fuera de los limites geográficos de la Isla, es una expresión de amor a la patria y de su trascendencia universal. Si nuestra historia ha sido en gran parte escamoteada, todo esfuerzo por rescatarla es hacer patria, es sentar las bases para el bienestar de su futuro. Pienso en Ella todos los días. Todos los días la pienso.