Con una infraestructura del tercer mundo y precios del primero, La Habana, es una ciudad que te atrapa. Con sus calles sin reparar, casas que se derrumban por falta de mantenimiento, agua que se derrocha debido a la negligencia estatal, pícaros y estafadores, que si te ven cara de ingenuo te venden un iPhone pirata. O por 7 mil dólares te prometen que pueden gestionar un viaje ilegal en una lancha rápida a Estados Unidos.
En La Habana con casi todo se puede lucrar. Excepto la muerte. Aunque hay tipos que ofertan panteones familiares y ataúdes de cedro que duran una eternidad bajo tierra. Es verdad que no se pude comprar un fusil de asalto, una bazuca o un Colt 44.
Y si entras al sitio cubano Revolico.com, notarás que los precios son similares a los Nueva York. Pero en La Habana las cosas no son tan fáciles. Una tarde cualquiera, los partidarios del gobierno, apean una rastra de baldosas en el patio de su casa; se acuestan con una jinetera barata por 5 cuc; compran carne de res a 2.50 cuc la libra; camarones de Caibarién a igual precio y filetes de castero, ilegalmente pescado, a 120 pesos el kilogramos.
Los militares y represores de los servicios especiales conocen al dedillo los entresijos de La Habana clandestina. Por perseguir a quienes piensan diferentes reciben prebendas. Andan en motos Suzuki, tienen cuentas abiertas en sus celulares y en verano pasan las vacaciones en villas a precios módicos en moneda nacional.
Altos oficiales al frente de batallones de respuesta rápida -que lo mismo golpean a un disidente que a una Dama de Blanco- compran en tiendas con rebajas. Relojes Rolex. Jeans Levi´s. Camisas Guess. Calzado Adidas. Vestidos con marcas capitalistas, intentan convencer al prójimo de las bondades de la 'dictadura del proletariado'.
Muchos son simuladores. Escalan por la complicada escalera de caracol que conduce a las superestructuras del poder, pisoteando valores éticos y enarbolando el carnet rojo del partido comunista. Los hay fanáticos, casi talibanes ideológicos. Rasurados al cepillo, facciones duras y pistola Makarov visible en la cintura. Las diferencias de criterios las resuelven volteándote de espaldas, colocándote las esposas y abriéndote una causa por ‘peligrosidad social’.
Pero estos fieles guardianes de los Castro no están en todas las esquinas. Lo habitual es tropezar con un anciano desamparado vendiendo cucuruchos de maní a peso, cigarrillos Populares o jabas de nailon. O mendigos durmiendo en los portales, tapados con un peroiódico donde en uno de los cintillos se anuncia el alto número de homeless en Estados Unidos.
Algunos habaneros son capaces de lo peor y lo mejor. Te pueden abofetear o provocar un baño de sangre con una navaja, por una discusión sin importancia. Hay pandillas juveniles dedicadas a asaltar personas para despojarlos de una prenda.
Igual puede ser una camiseta de Messi, un Samsung Galaxy o unas gafas de onda retro. También puedes encontrar personas bondadosas que tras una charla en un taxi, te invitan a tomar cerveza o almorzar a su casa. Muchas amistades nacen dentro de una guagua atestada o durante el trayecto en un ‘almendrón’.
Eso sí, la gente siempre va apurada. Caminan a paso doble, buscando algo. El pan de la libreta. El pollo de la dieta. Plátanos en el agromercado. O ir al estadio Latinoamericano, a ver un partido nocturno de béisbol.
Con sus avenidas salpicadas de baches y salideros de aguas, al estilo de Zimbabwe, solares y barrios insalubres similares a los de Puerto Príncipe, no es raro ver a los capitalinos con teléfonos inteligentes (aunque no tengan conexión a internet), con ropa de buenas marcas y oliendo a cualquiera de esas fragancias francesas que cuestan una pasta en aeropuertos libres de impuestos.
La Habana da para todo. El diario Granma no ve las manchas de la ciudad. Los periodistas independientes sí las vemos. Y las contamos.