Las voces educadas de tenor y la canción tradicional mexicana están tan entrañablemente unidas que es ocioso abundar en esa unión o citar los nombres de quienes la ilustran. Pero fue Pedro Vargas quien mejor entendió los rumbos que tomaba el cancionero popular de su época y quien con más tino supo adaptarse a él.
Dotado de una sólida formación musical, una hermosa voz y una producción vocal y un fraseo impecables, Vargas entendió algo que algunos de sus contemporáneos no siempre entendieron o quisieron entender: el derroche de naturalidad que la nueva canción exigía y que la radio y los sistemas de amplificación de sonido potenciaban. Entendió que interpretar esa canción era, más que cantarla, conversar a través de ella: decirla como un buen actor de cine --no de teatro-- dice sus parlamentos, despojándola de todo exceso que la sustrajera de ese origen popular donde la gente no busca ídolos ante los cuales postrarse sino proyecciones probables de sí misma, voces y formas de cantar lo suficientemente sencillas para permitirle soñar que podrían ser las suyas.
Nada son las canciones populares si no se intima con ellas, si se les canta como quien, condescendiente o por razones ajenas a toda simpatía auténtica, pasa las partes impresas para voz y piano como quien hojea un libro que no le interesa. Nada son tampoco si se les canta en tonos inadecuados, si se les exige una pompa que les es ajena, si se les utiliza para presumir de facultades estrictamente vocales o si se les saca de su época y se les imponen arreglos orquestales de una modernidad que lejos de enriquecerlas las enrarecen.
Fernando de la Mora sabe cuidarse de esos excesos e infundir a cada una de sus interpretaciones un ardor contenido donde tan pronto es posible adivinar al adolescente temeroso de explayarse, de dejarse arrastrar por sus sentimientos, como al adulto ansioso de darles rienda suelta. Hala por una rica paleta de matices y, sin renunciar a quien es, un cantante lírico, va poblando las frases de intenciones, acariciando las palabras precisas y llamando sutilmente la atención sobre un estado de ánimo, es decir, entregándose, pero lo justo.
De la Mora viene a recordar un arte al que he aludido sin acceder, cauteloso, a identificar: el arte de decir, un arte si no perdido, sí en peligro de extinción ante la sordera y la sensibilidad roma que la cultura de la imagen y la deshumanizada industria del disco han impuesto. De la Mora viene a recordar, y no sólo a muchos intérpretes del cancionero popular hispanoamericano sino a algunos de sus colegas en los predios operísticos --suscritos a empeños de otra magnitud pero interesados en este género de música ligera como vehículo para alcanzar multitudes y, con ellas, mayor retribución económica-- que no hay facultades vocales, ni musicalidad, ni prestigio capaces de disimular una falta de entusiasmo verdadero a la hora de grabar una canción popular, porque, más allá de sus incuestionables limitaciones, la simplicidad de este género de canción puede resultar engañosa.
Y utilizo el calificativo “engañosa” porque apenas esta canción se aborda con la cabeza y el corazón ausentes y la voz fría, se encarga, ella misma, de delatar el poco interés de quien aun cultivándola la menosprecia, y con ello, una falta de sensibilidad última. El saldo, de lo contrario, puede ser formidable: basta que un artista las distinga para que estas canciones esplendan de fondo y forma. Están llenas de las lágrimas de los hombres, como reconocía Marcel Proust al elogiar la mala música, que se toca y sobre todo se canta con más pasión que la buena.
He hablado de canciones y no de boleros, y lo he hecho a propósito. Porque aun dentro de los límites que este ritmo supone hay jerarquías, y se tiende a subestimarlas, a obviar que entre un bolero y otro puede mediar un abismo, que hay boleros cuya factura armónica y cuyo desarrollo tienden a situarlos más allá de sí mismos, del género al que evidentemente pertenecen y que, por su excelencia, trascienden o más bien coronan. El repertorio escogido por Fernando de la Mora también revela buen gusto, frase pasada de moda pero de un encanto por reconsiderar: remite al paladar, y sabor y saber no son términos extraños entre sí sino parientes.
Hay en este repertorio, por sencillo que sea, páginas de gran encanto. A la composición que no tiene mucho que ofrecer desde el punto de vista musical, la redime la letra. A la que la letra no le hace justicia, la redime la música, y si no la música, el poder evocador de ambas o lo que De la Mora encuentra en esas composiciones, incorpora y exterioriza.
Hay que esperar del bolero lo que el bolero es: ni una canción de arte ni un poema musicalizado sino, más bien, una deserción risueña de ambos, la vacación de ambos, otra cosa con pleno derecho a ser en el acorde inagotable del Gran Pum; una criatura libre, con algo de celestina, que dice lo que alguien quiere decirle a alguien o quiere decirse a sí mismo; un discurso humilde cuya sentimentalidad no es tara sino flor de innumerables días.
Un periodista al tanto de las irrisorias facultades vocales de Ignacio Villa, “Bola de Nieve", maestro en el arte de desentrañar una canción y encarnarla, le preguntó al artista qué tipo de voz tenía esperando, socarrón, que éste se turbara ante la naturaleza excluyente de las opciones de costumbre: tenor, bajo, barítono. Villa, imperturbable, se limitó a decir la verdad: “Yo tengo voz de persona”, rescatando con su simple aserción la más importante y sin embargo olvidada de las categorías vocales.
Fernando de la Mora, dueño de una espléndida voz de tenor y de un tiento personalísimo para interpretar la música popular de su país y de otros, entre los que Cuba ha resultado privilegiada, sabe lo que muchos no saben y Bola de Nieve sabía: cantar como una persona. En tiempos como los que corren puede ser lo más difícil.
Dotado de una sólida formación musical, una hermosa voz y una producción vocal y un fraseo impecables, Vargas entendió algo que algunos de sus contemporáneos no siempre entendieron o quisieron entender: el derroche de naturalidad que la nueva canción exigía y que la radio y los sistemas de amplificación de sonido potenciaban. Entendió que interpretar esa canción era, más que cantarla, conversar a través de ella: decirla como un buen actor de cine --no de teatro-- dice sus parlamentos, despojándola de todo exceso que la sustrajera de ese origen popular donde la gente no busca ídolos ante los cuales postrarse sino proyecciones probables de sí misma, voces y formas de cantar lo suficientemente sencillas para permitirle soñar que podrían ser las suyas.
Nada son las canciones populares si no se intima con ellas, si se les canta como quien, condescendiente o por razones ajenas a toda simpatía auténtica, pasa las partes impresas para voz y piano como quien hojea un libro que no le interesa. Nada son tampoco si se les canta en tonos inadecuados, si se les exige una pompa que les es ajena, si se les utiliza para presumir de facultades estrictamente vocales o si se les saca de su época y se les imponen arreglos orquestales de una modernidad que lejos de enriquecerlas las enrarecen.
Fernando de la Mora sabe cuidarse de esos excesos e infundir a cada una de sus interpretaciones un ardor contenido donde tan pronto es posible adivinar al adolescente temeroso de explayarse, de dejarse arrastrar por sus sentimientos, como al adulto ansioso de darles rienda suelta. Hala por una rica paleta de matices y, sin renunciar a quien es, un cantante lírico, va poblando las frases de intenciones, acariciando las palabras precisas y llamando sutilmente la atención sobre un estado de ánimo, es decir, entregándose, pero lo justo.
De la Mora viene a recordar un arte al que he aludido sin acceder, cauteloso, a identificar: el arte de decir, un arte si no perdido, sí en peligro de extinción ante la sordera y la sensibilidad roma que la cultura de la imagen y la deshumanizada industria del disco han impuesto. De la Mora viene a recordar, y no sólo a muchos intérpretes del cancionero popular hispanoamericano sino a algunos de sus colegas en los predios operísticos --suscritos a empeños de otra magnitud pero interesados en este género de música ligera como vehículo para alcanzar multitudes y, con ellas, mayor retribución económica-- que no hay facultades vocales, ni musicalidad, ni prestigio capaces de disimular una falta de entusiasmo verdadero a la hora de grabar una canción popular, porque, más allá de sus incuestionables limitaciones, la simplicidad de este género de canción puede resultar engañosa.
Y utilizo el calificativo “engañosa” porque apenas esta canción se aborda con la cabeza y el corazón ausentes y la voz fría, se encarga, ella misma, de delatar el poco interés de quien aun cultivándola la menosprecia, y con ello, una falta de sensibilidad última. El saldo, de lo contrario, puede ser formidable: basta que un artista las distinga para que estas canciones esplendan de fondo y forma. Están llenas de las lágrimas de los hombres, como reconocía Marcel Proust al elogiar la mala música, que se toca y sobre todo se canta con más pasión que la buena.
He hablado de canciones y no de boleros, y lo he hecho a propósito. Porque aun dentro de los límites que este ritmo supone hay jerarquías, y se tiende a subestimarlas, a obviar que entre un bolero y otro puede mediar un abismo, que hay boleros cuya factura armónica y cuyo desarrollo tienden a situarlos más allá de sí mismos, del género al que evidentemente pertenecen y que, por su excelencia, trascienden o más bien coronan. El repertorio escogido por Fernando de la Mora también revela buen gusto, frase pasada de moda pero de un encanto por reconsiderar: remite al paladar, y sabor y saber no son términos extraños entre sí sino parientes.
Hay en este repertorio, por sencillo que sea, páginas de gran encanto. A la composición que no tiene mucho que ofrecer desde el punto de vista musical, la redime la letra. A la que la letra no le hace justicia, la redime la música, y si no la música, el poder evocador de ambas o lo que De la Mora encuentra en esas composiciones, incorpora y exterioriza.
Hay que esperar del bolero lo que el bolero es: ni una canción de arte ni un poema musicalizado sino, más bien, una deserción risueña de ambos, la vacación de ambos, otra cosa con pleno derecho a ser en el acorde inagotable del Gran Pum; una criatura libre, con algo de celestina, que dice lo que alguien quiere decirle a alguien o quiere decirse a sí mismo; un discurso humilde cuya sentimentalidad no es tara sino flor de innumerables días.
Un periodista al tanto de las irrisorias facultades vocales de Ignacio Villa, “Bola de Nieve", maestro en el arte de desentrañar una canción y encarnarla, le preguntó al artista qué tipo de voz tenía esperando, socarrón, que éste se turbara ante la naturaleza excluyente de las opciones de costumbre: tenor, bajo, barítono. Villa, imperturbable, se limitó a decir la verdad: “Yo tengo voz de persona”, rescatando con su simple aserción la más importante y sin embargo olvidada de las categorías vocales.
Fernando de la Mora, dueño de una espléndida voz de tenor y de un tiento personalísimo para interpretar la música popular de su país y de otros, entre los que Cuba ha resultado privilegiada, sabe lo que muchos no saben y Bola de Nieve sabía: cantar como una persona. En tiempos como los que corren puede ser lo más difícil.