Una tía abuela nonagenaria, en el colmo de su lucidez, solía quedarse en silencio en plena conversación, mirarme a los ojos y susurrarme, aunque estuviéramos solos: Orlandito, yo le he cogido miedo a la vida. La confidencia venía acompañada por unos leves cabezazos de asentimiento destinados a subrayar la autenticidad de su aprensión, y por un visaje que reflejaba la extrañeza de alguien que, hasta entonces, había demostrado ser la más corajuda de la familia.
No me intrigaba su miedo: me intrigaba que al hablarme de él bajara la voz, como si la vida estuviera espiándola, oculta en algún rincón de su pequeño apartamento y pudiera castigarla por poner en entredicho su benevolencia; como si entre ambas, mi tía abuela y la vida, hubiera prosperado un espíritu de desconfianza.
Es probable que mientras yo bromeaba o desviaba el diálogo hacia temas más frívolos, en un afán de ahuyentar aquellos pensamientos, mi interlocutora mirara disimuladamente a nuestro alrededor o hacia la ventana de la sala que daba a la calle, como cerciorándose de que su franqueza no iba a ser objeto de represalia por parte de la susodicha, de que la vida no se asomaba a los cristales, leía sus labios y aguardaba que yo me fuera para tocarle a la puerta y escarmentarla.
Es probable, incluso, que se apretara el cuello de la blusa humilde, como protegiéndose de una inesperada ráfaga de aire frío capaz de atentar contra su salud, o que se quedara mirándome a los ojos como esperando que yo la sacara de su error, que yo la tranquilizara asegurándole que nada había que temer, aunque el entorno se me revelara, de repente, sospechoso, y yo mismo creyera ser cómplice de un acto censurable.
Sólo estoy seguro de que esa frase, Orlandito, yo le he cogido miedo a la vida, no era para ser escuchada por quienes, invisibles, pudieran rodearnos sino por mí, y de que ese miedo suyo no era infundado, aunque mi juventud no alcanzara a comprender hasta qué punto su confesión --puesta en palabras tan simples y encabezadas por un diminutivo que yo iba desmereciendo-- era resumen de una sabiduría a la que sólo los años me darían acceso.
Quien teme a la vida, ¿a qué no teme? Pero sólo se aprende a temerla cuando se advierte, una y otra vez, el carácter arbitrario de sus golpes y, sobre todo, su afición al golpe bajo, ese golpe para el que nada nos prepara y que, por hallarnos desprevenidos, nos devasta al punto de que damos por descartada cualquier certidumbre de recuperación. Imposible vivir un siglo y no ser blanco de más de uno de esos golpes o testigo del daño que causan a otros. No hay vez que se me haya asestado uno, o que haya visto asestársele a un familiar o amigo, que no haya recordado los versos de César Vallejo, esos versos que entonces, como nunca, recurren a la memoria con una impetuosidad pareja a la que debió urgir a su autor a escribirlos y que reflejan, como pocos, la indefensión del hombre ante su destino:
Hay golpes en la vida tan fuertes… ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios (…)
Mi tía abuela no desconfiaba de Dios sino de la vida, ante quien tampoco le parecía correcto quedar como ingrata. Al comentario sobre su naturaleza voluble solía suceder la recitación de un buen número de razones por las cuales debía estarle agradecida, y de hecho lo estaba, pero presa de la suspicacia se apresuraba a golpear con los nudillos de una mano, el asiento, el espaldar, un brazo, la parte superior de una pata, la superficie de un mueble de madera, y hasta a alzar los ojos al cielorraso para asegurarse de que su gratitud no pasaba inadvertida en las más altas esferas y de que ninguno de los bienes antedichos le sería arrebatado. Tampoco era raro que hiciera una pausa para dirigirse directamente a Dios y, con la desenvoltura de quien charla con Él a menudo, persignarse y atestiguar en voz alta: Tú sabes que yo no me quejo, y luego, dirigiéndose a mí, añadir: yo hablo contigo como si fueras mi sombra.
Frisaba la centuria, había visto a la vida –ésa que sólo se arriesgaba a nombrar en secreto, como si ambos pudiéramos instalarnos momentáneamente a salvo de ella-- ensañarse con algunos de sus contemporáneos y con ella misma, y temía, dada su fragilidad y desamparo últimos, ser víctima de un nuevo atropello o, peor aun, ver a alguno de sus seres queridos serlo, cuando a ella ya no le quedaban fuerzas para salirle a la paso a la abusadora y afrontarla.
Jamás me dijo Orlandito, yo le he cogido miedo a la muerte. Jamás: sólo a la vida. Y no se equivocó. La muerte fue piadosa con ella: le ahorró toda agonía y puede habérsele presentado durante el sueño, cuando ya nos había manifestado, con invariable clarividencia y hasta buen humor, que era la muerte lo que más deseaba: no por culpa de algún sufrimiento o angustia específicos sino por cansancio.
La habitación del hospital donde ingresó por achaques consecuentes con su edad y donde le vi por última vez le pareció magnífica; las enfermeras, encantadoras; la higiene, a la altura de la que había practicado en Cuba y en el exilio, y hasta el cuadro con flores que colgaba de la pared delante de su lecho --una lámina reproducida hasta el infinito en todas y cada una de las demás habitaciones--, un objeto único, digno de contemplarse largamente. Llamaba la atención sobre él como si se tratara de un jarrón de flores naturales, y sobre los juegos de luces y sombras en los que se entretenía el sol que entraba por la ventana, encendiendo o difuminando los colores, como una prueba del genio de ambos creadores: el del cuadro y el del sol.
Ninguno de mis parientes se ha referido a la vida con mayor conocimiento de causa. Ninguno ha pronunciado una frase tan sencilla y enjundiosa como aquélla. Lo sé ahora, cuando el que comienza a sentir miedo soy yo y no me atrevo a decirla en voz alta.
No me intrigaba su miedo: me intrigaba que al hablarme de él bajara la voz, como si la vida estuviera espiándola, oculta en algún rincón de su pequeño apartamento y pudiera castigarla por poner en entredicho su benevolencia; como si entre ambas, mi tía abuela y la vida, hubiera prosperado un espíritu de desconfianza.
Es probable que mientras yo bromeaba o desviaba el diálogo hacia temas más frívolos, en un afán de ahuyentar aquellos pensamientos, mi interlocutora mirara disimuladamente a nuestro alrededor o hacia la ventana de la sala que daba a la calle, como cerciorándose de que su franqueza no iba a ser objeto de represalia por parte de la susodicha, de que la vida no se asomaba a los cristales, leía sus labios y aguardaba que yo me fuera para tocarle a la puerta y escarmentarla.
Es probable, incluso, que se apretara el cuello de la blusa humilde, como protegiéndose de una inesperada ráfaga de aire frío capaz de atentar contra su salud, o que se quedara mirándome a los ojos como esperando que yo la sacara de su error, que yo la tranquilizara asegurándole que nada había que temer, aunque el entorno se me revelara, de repente, sospechoso, y yo mismo creyera ser cómplice de un acto censurable.
Sólo estoy seguro de que esa frase, Orlandito, yo le he cogido miedo a la vida, no era para ser escuchada por quienes, invisibles, pudieran rodearnos sino por mí, y de que ese miedo suyo no era infundado, aunque mi juventud no alcanzara a comprender hasta qué punto su confesión --puesta en palabras tan simples y encabezadas por un diminutivo que yo iba desmereciendo-- era resumen de una sabiduría a la que sólo los años me darían acceso.
Quien teme a la vida, ¿a qué no teme? Pero sólo se aprende a temerla cuando se advierte, una y otra vez, el carácter arbitrario de sus golpes y, sobre todo, su afición al golpe bajo, ese golpe para el que nada nos prepara y que, por hallarnos desprevenidos, nos devasta al punto de que damos por descartada cualquier certidumbre de recuperación. Imposible vivir un siglo y no ser blanco de más de uno de esos golpes o testigo del daño que causan a otros. No hay vez que se me haya asestado uno, o que haya visto asestársele a un familiar o amigo, que no haya recordado los versos de César Vallejo, esos versos que entonces, como nunca, recurren a la memoria con una impetuosidad pareja a la que debió urgir a su autor a escribirlos y que reflejan, como pocos, la indefensión del hombre ante su destino:
Hay golpes en la vida tan fuertes… ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios (…)
Mi tía abuela no desconfiaba de Dios sino de la vida, ante quien tampoco le parecía correcto quedar como ingrata. Al comentario sobre su naturaleza voluble solía suceder la recitación de un buen número de razones por las cuales debía estarle agradecida, y de hecho lo estaba, pero presa de la suspicacia se apresuraba a golpear con los nudillos de una mano, el asiento, el espaldar, un brazo, la parte superior de una pata, la superficie de un mueble de madera, y hasta a alzar los ojos al cielorraso para asegurarse de que su gratitud no pasaba inadvertida en las más altas esferas y de que ninguno de los bienes antedichos le sería arrebatado. Tampoco era raro que hiciera una pausa para dirigirse directamente a Dios y, con la desenvoltura de quien charla con Él a menudo, persignarse y atestiguar en voz alta: Tú sabes que yo no me quejo, y luego, dirigiéndose a mí, añadir: yo hablo contigo como si fueras mi sombra.
Frisaba la centuria, había visto a la vida –ésa que sólo se arriesgaba a nombrar en secreto, como si ambos pudiéramos instalarnos momentáneamente a salvo de ella-- ensañarse con algunos de sus contemporáneos y con ella misma, y temía, dada su fragilidad y desamparo últimos, ser víctima de un nuevo atropello o, peor aun, ver a alguno de sus seres queridos serlo, cuando a ella ya no le quedaban fuerzas para salirle a la paso a la abusadora y afrontarla.
Jamás me dijo Orlandito, yo le he cogido miedo a la muerte. Jamás: sólo a la vida. Y no se equivocó. La muerte fue piadosa con ella: le ahorró toda agonía y puede habérsele presentado durante el sueño, cuando ya nos había manifestado, con invariable clarividencia y hasta buen humor, que era la muerte lo que más deseaba: no por culpa de algún sufrimiento o angustia específicos sino por cansancio.
La habitación del hospital donde ingresó por achaques consecuentes con su edad y donde le vi por última vez le pareció magnífica; las enfermeras, encantadoras; la higiene, a la altura de la que había practicado en Cuba y en el exilio, y hasta el cuadro con flores que colgaba de la pared delante de su lecho --una lámina reproducida hasta el infinito en todas y cada una de las demás habitaciones--, un objeto único, digno de contemplarse largamente. Llamaba la atención sobre él como si se tratara de un jarrón de flores naturales, y sobre los juegos de luces y sombras en los que se entretenía el sol que entraba por la ventana, encendiendo o difuminando los colores, como una prueba del genio de ambos creadores: el del cuadro y el del sol.
Ninguno de mis parientes se ha referido a la vida con mayor conocimiento de causa. Ninguno ha pronunciado una frase tan sencilla y enjundiosa como aquélla. Lo sé ahora, cuando el que comienza a sentir miedo soy yo y no me atrevo a decirla en voz alta.