Antes de que el primer norteamericano pisara la luna el 20 de julio de 1969 y diera algunas zancadas sobre el Mar de la Tranquilidad --esa planicie lunar cuyo solo nombre da ganas de visitarla--, los cubanos ya frecuentábamos el astro y él nos frecuentaba a nosotros. Dónde, si no allí, estábamos diez años antes, el 1 de enero de 1959, cuando alguien que, a diferencia de la mayoría de sus compatriotas tenía los pies puestos sobre la Tierra, se apoderó del destino del país con el beneplácito entusiasta de esa mayoría; dónde, si no allí, hemos vivido esperando que la Historia recapacite y sea más amable con nosotros.
Estar en la luna es frase añeja y significa, entre los iberoamericanos, estar distraídos, absortos, ausentes de la realidad que nos circunda y que debería imponérsenos; ausentes, incluso, de nosotros mismos. No satisfechos con una luna genérica, a veces recurrimos a una regional y, en el caso de los cubanos, a una igualmente distante, aunque más cercana a nuestros antepasados: la luna de Valencia. La precisión geográfica pudiera tener origen en la fatalidad de aquellos valencianos despistados que, en fechas remotas, se veían forzados a pasar la noche a la intemperie, en los alrededores de su villa, por culpa de su descuido para regresar a tiempo a sus casas: la oscuridad cerraba las puertas de la ciudad amurallada y sólo el amanecer las reabría.
Los cubanos no tenemos dificultades para cubrir el espacio que nos distancia de la luna de Valencia y encontrar refugio en ella de las circunstancias más hostiles. Sin ese don es probable que más de uno de nosotros, abrumado por la persistencia de la adversidad, hubiera enloquecido y hasta atentado contra su vida. No falta quien lo ha hecho. Estar en la luna es imprescindible, al menos en Cuba: salva.
Tampoco la luna ha sido remisa a instalarse entre nosotros e incluso dentro de nosotros, como si ella también necesitara distraerse, huir de sí misma y de su entorno, hostilizada por quién sabe qué astros (es blanco predilecto de los meteoritos) o por sus propios habitantes, inaccesibles a nuestros recursos sensoriales. Si no sabemos con quiénes nos codeamos en universos paralelos al nuestro, menos noticias podemos tener de quienes nos contemplan desde otros cuerpos celestes.
La propensión del cubano a admirar la luna recuerda la japonesa. La sospecha de que hay más de una luna, también; acaso una por lunático:
1- La que acompaña a José María de Mendive en una celda del Castillo del Príncipe en La Habana y lo escucha pedirle que sirva de guía a los cubanos insurrectos.
2- La que Luisa Pérez de Zambrana confunde con una garza luminosa / parada en la ribera del océano.
3- La que guarda un parecido tan grande con la joven que ama Gabriel de la Concepción Valdés (Plácido) que éste se ve forzado a intervenir ante un grupo de vegueros para evitar cualquier confusión entre su guajirilla y el astro.
4- La que José Jacinto Milanés estima por servir de lámpara al triste.
5- La que ve al sol acortar el paso y rivaliza con él para que Juan Clemente Zenea registre el acontecimiento en alta mar: Y se ven suspendidos frente a frente, / un globo de oro y sangre en el ocaso / y un globo de alabastro en el oriente.
6- La que no asombra al invidente que de pronto deja de serlo porque su luz no es superior a la que el amor de una mujer piadosa encendió en él cuando aún no veía. (José Martí)
7- La que Agustín Acosta ve producir trigo y jugar a ser el sol de su jornada oscura.
8- La que ejerce de comadre chismosa, asciende entre el humo que exhalan los fumadores borrachos de un arrabal de Santiago de Cuba y les besa, uno a uno, la nariz encarnada. (José Manuel Poveda)
9- La que sabe quién, desde los espejos, es testigo de todo, y juega con los niños un juego que nadie ve. (Mariano Brull)
10- La que deposita una mancha en el rostro de las criaturas por nacer si sus madres, desoyendo los consejos de Lydia Cabrera, la miran fijamente, la señalan con el dedo o se tocan sus propios rostros las noches de plenilunio.
11- La que Bárbara, la joven protagonista de la novela Jardín de Dulce María Loynaz, ve temblar, desprenderse del firmamento, precipitarse sobre Cuba, rebotar contra un alero, quebrarse con un estrépito de cristales rotos y caer a sus pies, mientras siente cómo algunas de sus astillas le golpean el rostro y se arrodilla, recoge a la luna de la hierba, la envuelve en su chal, abre un hoyo en el lugar del jardín donde la tierra es más tibia y la sepulta.
12- La que cae de filo sobre un patio de Cuba, se encaja en la tierra y luego de ser descubierta por una bandada de niños que le lavan la cara es llevada por uno de ellos a un velorio para que sirva de almohada al difunto. (Nicolás Guillén)
13- La de seda en guano, cuyo resplandor altera los colores del penacho de la palma real o se despeña en el mar, ahíta de yelo, como Eugenio Florit.
14- La que vestida con bata de holán, según Emilio Ballagas, rumbea por el cielo habanero seguida por una comparsa de estrellas.
15- La que, como Dios, contempla al ser entrando en el hombre. (José Lezama Lima)
16- La que Gastón Baquero visita cada noche sin que su madre lo vea entrar al cielo y salir despaciosamente de él, y alberga elefantes blanquirrojos que permiten al niño cabalgarlos.
17- La que puebla un cuaderno inédito de Félix Cruz-Álvarez, teje un cristal / en la ventana / y salta / desde su reflejo / de agua / hasta la mínima luna / escondida en la mirada.
18- La que fue cómplice / de una antigua locura de Manuel Santayana y hoy es sólo una piedra redonda y amarilla / al final de la calle.
No en balde Cristóbal Colón, al escuchar a los aborígenes de las primeras islas del Nuevo Mundo referirse a una isla mayor, creyó navegar un archipiélago asiático y el 23 de octubre de 1492 puso proa hacia ella, creyéndola Japón. Más que un error del Almirante fue un pálpito justificado: la pasión de los cubanos futuros por la luna ya estaba en el aire.
Estar en la luna es frase añeja y significa, entre los iberoamericanos, estar distraídos, absortos, ausentes de la realidad que nos circunda y que debería imponérsenos; ausentes, incluso, de nosotros mismos. No satisfechos con una luna genérica, a veces recurrimos a una regional y, en el caso de los cubanos, a una igualmente distante, aunque más cercana a nuestros antepasados: la luna de Valencia. La precisión geográfica pudiera tener origen en la fatalidad de aquellos valencianos despistados que, en fechas remotas, se veían forzados a pasar la noche a la intemperie, en los alrededores de su villa, por culpa de su descuido para regresar a tiempo a sus casas: la oscuridad cerraba las puertas de la ciudad amurallada y sólo el amanecer las reabría.
Los cubanos no tenemos dificultades para cubrir el espacio que nos distancia de la luna de Valencia y encontrar refugio en ella de las circunstancias más hostiles. Sin ese don es probable que más de uno de nosotros, abrumado por la persistencia de la adversidad, hubiera enloquecido y hasta atentado contra su vida. No falta quien lo ha hecho. Estar en la luna es imprescindible, al menos en Cuba: salva.
Tampoco la luna ha sido remisa a instalarse entre nosotros e incluso dentro de nosotros, como si ella también necesitara distraerse, huir de sí misma y de su entorno, hostilizada por quién sabe qué astros (es blanco predilecto de los meteoritos) o por sus propios habitantes, inaccesibles a nuestros recursos sensoriales. Si no sabemos con quiénes nos codeamos en universos paralelos al nuestro, menos noticias podemos tener de quienes nos contemplan desde otros cuerpos celestes.
La propensión del cubano a admirar la luna recuerda la japonesa. La sospecha de que hay más de una luna, también; acaso una por lunático:
1- La que acompaña a José María de Mendive en una celda del Castillo del Príncipe en La Habana y lo escucha pedirle que sirva de guía a los cubanos insurrectos.
2- La que Luisa Pérez de Zambrana confunde con una garza luminosa / parada en la ribera del océano.
3- La que guarda un parecido tan grande con la joven que ama Gabriel de la Concepción Valdés (Plácido) que éste se ve forzado a intervenir ante un grupo de vegueros para evitar cualquier confusión entre su guajirilla y el astro.
4- La que José Jacinto Milanés estima por servir de lámpara al triste.
5- La que ve al sol acortar el paso y rivaliza con él para que Juan Clemente Zenea registre el acontecimiento en alta mar: Y se ven suspendidos frente a frente, / un globo de oro y sangre en el ocaso / y un globo de alabastro en el oriente.
6- La que no asombra al invidente que de pronto deja de serlo porque su luz no es superior a la que el amor de una mujer piadosa encendió en él cuando aún no veía. (José Martí)
7- La que Agustín Acosta ve producir trigo y jugar a ser el sol de su jornada oscura.
8- La que ejerce de comadre chismosa, asciende entre el humo que exhalan los fumadores borrachos de un arrabal de Santiago de Cuba y les besa, uno a uno, la nariz encarnada. (José Manuel Poveda)
9- La que sabe quién, desde los espejos, es testigo de todo, y juega con los niños un juego que nadie ve. (Mariano Brull)
10- La que deposita una mancha en el rostro de las criaturas por nacer si sus madres, desoyendo los consejos de Lydia Cabrera, la miran fijamente, la señalan con el dedo o se tocan sus propios rostros las noches de plenilunio.
11- La que Bárbara, la joven protagonista de la novela Jardín de Dulce María Loynaz, ve temblar, desprenderse del firmamento, precipitarse sobre Cuba, rebotar contra un alero, quebrarse con un estrépito de cristales rotos y caer a sus pies, mientras siente cómo algunas de sus astillas le golpean el rostro y se arrodilla, recoge a la luna de la hierba, la envuelve en su chal, abre un hoyo en el lugar del jardín donde la tierra es más tibia y la sepulta.
12- La que cae de filo sobre un patio de Cuba, se encaja en la tierra y luego de ser descubierta por una bandada de niños que le lavan la cara es llevada por uno de ellos a un velorio para que sirva de almohada al difunto. (Nicolás Guillén)
13- La de seda en guano, cuyo resplandor altera los colores del penacho de la palma real o se despeña en el mar, ahíta de yelo, como Eugenio Florit.
14- La que vestida con bata de holán, según Emilio Ballagas, rumbea por el cielo habanero seguida por una comparsa de estrellas.
15- La que, como Dios, contempla al ser entrando en el hombre. (José Lezama Lima)
16- La que Gastón Baquero visita cada noche sin que su madre lo vea entrar al cielo y salir despaciosamente de él, y alberga elefantes blanquirrojos que permiten al niño cabalgarlos.
17- La que puebla un cuaderno inédito de Félix Cruz-Álvarez, teje un cristal / en la ventana / y salta / desde su reflejo / de agua / hasta la mínima luna / escondida en la mirada.
18- La que fue cómplice / de una antigua locura de Manuel Santayana y hoy es sólo una piedra redonda y amarilla / al final de la calle.
No en balde Cristóbal Colón, al escuchar a los aborígenes de las primeras islas del Nuevo Mundo referirse a una isla mayor, creyó navegar un archipiélago asiático y el 23 de octubre de 1492 puso proa hacia ella, creyéndola Japón. Más que un error del Almirante fue un pálpito justificado: la pasión de los cubanos futuros por la luna ya estaba en el aire.